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Domingo de Ramos. Ciclo B.

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SIN HACER ALARDE DE LA CATEGORÍA DE DIOS

 

Los judíos anclados en el pasado celebran el aniversario de su salida de Egipto, la Pascua, el Paso del Señor, fiesta de la independencia nacional que hacía tiempo habían perdido con la dominación romana. La Pascua despertaba sus ansias de libertad convocando a mucha gente venida de todos sitios, y con diferentes ideas que podían prestarse para cualquier disturbio. Pero el pueblo y sus dirigentes eran incapaces de echar una mirada nueva hacia el porvenir y entender que la salvación de Israel, pueblo de Dios, no consistía en romper primero sus cadenas políticas, sino en descubrir el secreto de la fraternidad universal por encima de razas y partidos. El Evangelio era el fermento capaz de liberar a la humanidad, venciendo al mal por el bien, la violencia y la paz, el odio y el amor.

 

Nosotros, acabada ya la Cuaresma, nos disponemos a entrar en la semana más importante para la vida del cristiano. De ella emana toda la vivencia del año. Lo aquí sucedido fue tan importante que quedó grabado con fuerza en los primeros seguidores de Jesús y nos lo dejaron por escrito para que no se olvidara. Ellos no lo pudieron comprender, era muy difícil, ¡increíble!, pero nos comunicaron lo que sintieron y vivieron. Nosotros, quizás, tampoco lo comprendamos en su profundidad y, sólo nos quede en el recuerdo para algunos; declarado de “interés turístico” para otros; o un acontecimiento lleno de sentido para nuestra vida si verdaderamente nos sentimos cristianos.

 

Me estoy refiriendo en todo momento a la entrada de Jesús en Jerusalén, a su pasión y muerte allí vivida, que sólo cobró sentido cuando Dios lo resucitó, “lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre” (Flp 2,6-11). Después de una vida dedicada haciendo el bien y anunciando la Buena Noticia, llega el misterio de la cruz obedeciendo a su Padre y sin “alarde de su categoría de Dios” aceptó la muerte como el culmen de una vida, como el final que da sentido a todo un proyecto en defensa de la dignidad de la persona humana, con una especial dedicación a los pobres y excluidos de su época. Pero, aunque también sintió el abandono “¡oh!, Dios, por qué me has abandonado” (Salmo 21), confió y esperó.

 

No dudo de que la entrada de Jesús en Jerusalén fue un gesto profético desconcertante que nos da unas claves de interpretación para comprender quién es Jesús, cuál es su mesianismo y su Buena Noticia; un Mesías paradójico, lleno de golpes y ultrajes (Is 50,4-7), despojado de su rango divino y hecho uno de tantos (Flp 2,6-11). Así, con este gesto, deja muy clarito que “su Reino no es de este mundo”, que aquello no fue una procesión religiosa ordenada, sino más bien un tumulto, porque no quiere triunfalismos baratos, ni oro ni plata, ni cualquier signo que lo identifique con un Mesías poderoso. Por eso, quien lo recibe a su entrada en Jerusalén, no son las autoridades políticas y religiosas (sus enemigos), sino la gente venida de fuera, sus discípulos y los que le seguían día a día porque han entendido su mensaje. Como todo gesto profético, crea adhesiones y recelos, nos pone en la casi obligación de tomar partido y optar; saber que no se puede permanecer indiferente ante situaciones de sufrimiento humano que vivimos de cerca y de lejos: hambre, guerras, violencia, maltratos, refugiados, precariedad laboral, contratos basura, filosofía de vida del placer inmediato, consumo de drogas, racismo, exclusión…

 

Jesús va a Jerusalén, al centro religioso del pueblo judío –el templo- y pone en entredicho la manipulación que hacían de Dios las autoridades religiosas infundiendo miedo y desesperanza a la gente. Acabar con estas imágenes, sabe que le costará la vida. Quizás hoy nos pase algo parecido si se nos ocurre decir alguna palabra contra las procesiones, las romerías, las solemnes ceremonias y otros signos religiosos externos de dudosa fe.

José Mª Tortosa Alarcón. Presbítero en la Diócesis de Guadix-Baza

 

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