“YO SOY EL PAN DE LA VIDA”
¡Qué bonito escuchar en la Palabra de Dios de este domingo cuando dice que Elías con la fuerza de aquel alimento caminó hasta el monte de Dios! (1Re 19,4-8). Al gran profeta Elías, huyendo por el desierto, le faltaban las fuerzas, se siente débil, cae en el desaliento, se desea la muerte y no podía seguir con su misión, pero Dios, que no abandona nunca a sus hijos y los mantiene eternamente alimentados, le envía un pan y un agua que le proporcionan un vigor extraordinario que le ayuda a alcanzar su meta, el monte de Dios. ¿Podemos decir nosotros lo mismo cuando nos alimentamos de la Eucaristía o más bien la recibimos como una rutina o una tradición?
Y en esta dinámica sigue la Palabra de Dios: “Gustad y ved que bueno es el Señor” (Sal 32); “El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,41-52); “Vivid en el amor, como Cristo” (Ef 4,30-5,2). Alimento por todas partes, para que no nos falten las fuerzas a la hora de ser testigos del Reino de Dios con obras y palabras. Para que no nos falten las fuerzas a la hora de hacer el bien, de ser solidarios con las personas que más lo necesiten, con los que sufren y con los marginados. También para ser personas de paz, de comunión y fraternidad… que son capaces de desterrar “la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad”, siendo buenos y comprensivos al perdonarnos mutuamente como Dios nos perdonó en Cristo. Nos alimentamos, ¡pero no engordamos ni subimos de talla! porque el alimento que Dios nos da es un alimento muy, pero que muy especial que nos mantiene siempre en forma.
Y es que Dios, en el desierto de nuestra vida, nos sigue dando un alimento que es su propio Hijo, el Pan bajado del cielo. En Él encontramos la energía que necesitamos para vivir en el amor como Cristo y para llegar a nuestra meta sin desfallecer. Dios quiere que nos nutramos interiormente de su Hijo Jesús, que asimilemos su palabra y aceptemos su persona, de modo que sea nuestro sustento básico, el pan de nuestras vidas. Aquí radica el núcleo de la fe: en creer que Jesús es el Pan Vivo bajado del cielo, que procede directamente del Padre Dios y que se nos da como alimento para toda la vida. El que crea en Él se salvará y tendrá la luz de la vida. Acogerle, creer en Él, comulgar con su persona, es la respuesta adecuada. Pero la gente siempre ha reaccionado con incredulidad, esta es la constante en la historia de la salvación. Dios toma la iniciativa, ofrece la vida a través de su Hijo y el mundo la rechaza negándose a dar una respuesta de fe. Además de la fe, que es don, es preciso nuestro empeño y tarea de la meditación asidua y profunda de la Palabra de Dios. Tarea que no podemos delegar en otros, sino que hemos de hacer nosotros mismos.
La fe no es cuestión de asimilar conceptos o verdades abstractas, sino asimilar la persona de Jesús, aceptarlo y comulgar con él. No es cuestión de ideas, sino de relación. No es cuestión de quedarse en consideraciones intelectuales, sino que es concretar un modo de ser y de actuar. Y, precisamente, esto es lo que falla en nuestras actuales catequesis; estamos más empeñados en que los que participan en la catequesis se aprendan una serie de verdades y preguntas, pero olvidamos trabajar la relación profunda con Jesús, lo que provoca que, al terminar el tiempo de catequesis sacramental, desaparezcan de nuestras celebraciones aquellos que han recibido algún sacramento (matrimonio, bautismo, confirmación) porque no se han creado relaciones fuertes.
Podemos concluir este comentario diciendo que sin la asimilación de Jesús en su carne (su vida) y en su sangre (su muerte) no hay plena vida. La fe en la Eucaristía exige reconocer que ahí se encuentra el don de Dios, el amor sin límites al servicio de la plenitud personal y la construcción de una nueva sociedad.
José Mª Tortosa Alarcón. Presbítero en la Diócesis de Guadix-Baza
PREGUNTAS:
- ¿Con qué actitud participo en la Eucaristía?
- ¿Qué significa para mí el cuerpo y la sangre de Cristo?
- ¿Qué he aprendido de la Palabra de Dios de este domingo?