Imprimir

Trigésimo primer Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo B

Visto: 843

“EL AMOR NO PASA NUNCA”

 

Si buscamos un elemento común, un mensaje común que se repita en la Palabra de Dios, descubrimos que es la experiencia permanente del Amor la que ocupa muchas líneas. Más importante que cualquier práctica religiosa, que cualquier procesión, que cualquier rosario, que cualquier Eucaristía, es el amor. Toda la Biblia está impregnada de ello y se nos recuerda constantemente. Es como un memorial continuo que se ha de repetir y transmitir de generación en generación (Dt 6,2-6) porque esa experiencia es el compendio de todo el mensaje que Jesús vino a ofrecer (Mc 12,28b-34) y que él mismo vivió como experiencia fundante de su propia vida. Por vivir radicalmente su vida, ofreciéndose una vez para siempre, por amor, “tiene el sacerdocio que no pasa” (Hb 7,23-28). Un amor a Dios y, por ende, también al prójimo, sin distinciones ni discriminaciones. Un amor, que es raíz de toda ley y de toda práctica religiosa. Así, el estribillo del Salmo 17, ofrece la respuesta del creyente: “Yo te amo, Señor”; contigo y desde ti me comprometo a amar a mis prójimos.

 

Lo hemos comentado otras veces, pero nunca es suficiente, pues el amor es insaciable, “cuanto más se da, más abundará” cantamos en las celebraciones.

 

El pueblo de Israel, así lo entendió y lo transmiten convencidos de que ello es condición para la prolongación de sus vidas: “Escucha Israel (Schemá Israel): El Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas” (Dt 6).

 

Y, a pesar de ser conscientes de que el amor a Dios y al prójimo, son vitales en la vida de fe, todavía seguimos preguntando, como el escriba del Evangelio de hoy, qué es lo esencial en la vida cristiana (Mc 12,28). Del escriba –maestro en la ley- surge esta pregunta porque 613 eran los mandamientos que se habían de cumplir, con la consiguiente dificultad de buscar lo esencial frente a lo superfluo. Había que dedicar mucho tiempo y estudios para conocerlos y no estar fuera de la Ley y no incurrir en impureza, por lo que el pueblo pobre y sencillo no podía cumplir un sistema tan complejo.

Jesús, nunca estuvo de acuerdo con esta aberración legalista y por eso, ante esta oportunidad, manifiesta su pensamiento y vivencia sin equívocos: Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables y la única opción posible, con lo que esta opción implica elegir la línea de la justicia y el amor desautorizando la puramente ritual.

 

Esto que así de sencillo lo exponemos, en tiempos de Jesús, era un atrevimiento y un motivo de conflicto con los dirigentes religiosos, porque a ellos les resta poder –eran los entendidos y los que determinaban lo que se puede o no se puede hacer- y abre una alternativa al pueblo para vivir conforme a la Ley de Dios, desbloqueando el acceso al Reino que no está reservado a los sabios y prudentes. “Amar a Dios y al prójimo, como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Mc 12,33). El que esto dice y practica, no está lejos del Reino.

 

Toda religiosidad que se sale de aquí pierde sentido y valor, por lo que será corregida inmediatamente sino queremos que se quede en un rito vacío, sin sentido y alejada de la experiencia vivida por Jesús. La opción de amor a Dios y al prójimo es radical, “con todo su ser”, sin resquicios, buscando siempre al pobre entre los más pobres, pues ellos son nuestro prójimo.

 

Este mandamiento, que resume toda la Ley, es un encargo, una invitación que el discípulo acepta porque es creyente. Amamos por decisión libre y personal basada en el afecto; amamos porque creemos que es un bien para nosotros y para el que lo recibe. No se ama por ley, sino por necesidad vital.

 

José Mª Tortosa Alarcón. Presbítero en la Diócesis de Guadix-Baza

PREGUNTAS: