Domingo 4º T.O. - A_2023

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Estudio de Evangelio. Oriol Xirinachs Benavent, diócesis de Barcelona

29 enero 2023. Mt 5,1-12

En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles:
—«Dichosos los pobres en el espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos los que lloran,
porque ellos serán consolados.
Dichosos los sufridos,
porque ellos heredarán la tierra.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia,
porque ellos quedarán saciados.
Dichosos los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz,
porque ellos se llamarán los Hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia,
porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».
                                                                          
          Si el Evangelio es una Buena Noticia, evidentemente ha de ser fuente de alegría o de dicha: «No tengáis miedo, porque os traigo una buena noticia que será motivo de gran alegría para todos» (Lc 2,16). Es por esta razón que a lo largo de todo él encontramos en muchas ocasiones, destinatarios concretos de esta dicha. En primer lugar, indiscutiblemente son los pobres, los primeros a quienes se promete y quienes la acogen: «a los pobres se les anuncia la buena noticia. ¡Y dichoso aquel que no pierde su confianza en mí!» (Mt 11,5-6), y de entre estos ocupa un lugar privilegiado Maria: «¡Dichosa tú por haber creído que han de cumplirse las cosas que el Señor te ha dicho!» (Lc 1,45). Pero también los que «ven estas cosas» (Lc 10,23), «¡Dichosos más bien los que escuchan el mensaje de Dios y le obedecen!» (Lc 11,28), «Dichosos los que creen sin haber visto!» (Jn 20,29)
 
          Podemos ver, pues, las dos condiciones fundamentales para poder ser destinatario de esta dicha: la pobreza y la confianza. Con razón alguien ha definido al pobre como el más necesitado y el más confiado.
 
          Frente a aquellos maestros de quienes Jesús dirá: «Pero no sigáis su ejemplo, porque dicen una cosa y hacen otra» (Mt 23,3), él podrá presentarse como auténtico maestro: «Pero vosotros no os hagáis llamar maestros por la gente, porque todos sois hermanos y uno solo es vuestro Maestro» (Mt 23,8), y así será reconocido repetidamente, ya que el hablará de su propia experiencia «Pues de lo que rebosa su corazón, habla su boca» (Lc 6,45). Él comunica su propia dicha: «Os hablo así para que os alegréis conmigo y vuestra alegría sea completa» (Jn 15,11), «Ahora voy a ti; pero digo estas cosas mientras estoy en el mundo, para que ellos se llenen de la misma perfecta alegría que yo tengo» (Jn 17,13). Y es que la dicha cuando es auténtica es contagiosa: «Alegraos con los que están alegres y llorad con los que lloran» (Rom 12,15). Y la fuente y razón de la dicha de Jesús no es otra que la confianza que tiene puesta en el Padre de quien se sabe amado: «Y se oyó una voz del cielo, que decía: “Este es mi Hijo amado, a quien he elegido» (Mt 3,17), y porque se sabe lleno del Espíritu: «En aquel momento, Jesús, lleno de alegría por el Espíritu Santo, dijo: “Te alabo, Padre…» (Lc 10,21)
          Por tanto, es en este contexto desde el que hay que entender el sentido de estas bienaventuranzas, que son en primer lugar el ser profundo del mismo Jesús, que es quien las vive, y desde su vivencia las propone a sus seguidores.
 
            «Dichosos los pobres en el espíritu». Él mismo «no se aferró al hecho de ser igual a Dios, sino que renunció a lo que le era propio y tomó naturaleza de siervo» (Flp 2,3-7), y desde su pobreza puede invitar a los pobres del mundo: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os haré descansar» (Mt 11,28). María es ejemplo de pobre que se sabe dichosa: «Mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque Dios ha puesto sus ojos en mí, su humilde esclava, y desde ahora me llamarán dichosa» (Lc 1,47-48).
 
          Es una experiencia muy común la de aquellos que se acercan con espíritu sencillo al mundo de los pobres, y ellos les hacen descubrir su propia pobreza; entonces, pobres entre los pobres, descubren que estos hacen salir de su interior lo mejor, y esto es fuente de alegría.
 
            «Dichosos los que lloran». Jesús lloró al ver cómo el pueblo elegido no supo reconocer y acoger el momento de gracia que se le había ofrecido: «Cuando llegó cerca de Jerusalén, al ver la ciudad, lloró por ella» (Lc 19,41). Frente a tanta lágrima desperdiciada ante el serial lacrimógeno de turno, es bueno recordar la respuesta de Francisco a aquella joven, que, llorando, le pregunto por qué morían tantos niños inocentes. El papa le respondió que era la pregunta mas difícil de responder, pero que cuando, como ella, nos hacíamos la pregunta llorando, estábamos en el inicio de la solución. «Jesús las miró, y les dijo: –Mujeres de Jerusalén, no lloréis por mí, sino por vosotras mismas y por vuestros hijos» (Lc 23,28).
 
          «Dichosos los sufridos». «En medio de un gran sufrimiento, Jesús oraba aún más intensamente, y el sudor le caía al suelo como grandes gotas de sangre» (Lc 22,44). Cuanto sufrimiento digno de mejor causa, encontraríamos en nuestro mundo, para conseguir objetivos banales, Jesús sufre el sufrimiento impotente de los humildes, que dándolo todo no solo no pueden recoger ningún fruto, sino que se sienten rechazados. Son todos aquellos que hoy, con sus vidas escondidas y entregadas o robadas, son el revés de nuestro mundo aparentemente feliz. Madres que han perdido sus hijos en la guerra o en el mar, huérfanos que verán nunca una sonrisa materna ni sabrán lo que es jugar. Son todos ellos a los que Pablo deseaba: «Que el Señor os ayude a amar como Dios ama y a tener en el sufrimiento la fortaleza de Cristo» (2Ts 3,5).
 
            «Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia» En aquel contexto la justicia consistía en vivir y realizar la voluntad de Dios; Una justicia que Jesús acepta vivir ya desde el inicio de su ministerio: «Jesús le contestó: –Déjalo así por ahora, pues es conveniente que cumplamos todo lo que es justo delante de Dios. Entonces Juan consintió» (Jn 3,15). De José el Evangelio solamente nos dice que era un hombre justo (Mt 1,19). Y según el que será nuestro juicio definitivo, los justos son aquellos que han atendido las necesidades de los pobres: «Estos irán al castigo eterno, y los justos, a la vida eterna» (Mt 25,46). Deberíamos dejarnos interpelar hoy, por tantas personas justas que sin ser practicantes viven intensamente esta hambre de justicia y la concretan en tantas organizaciones solidarias.
 
«Dichosos los misericordiosos» La misericordia o la compasión no son un gesto de generosidad con el necesitado, hecho desde una situación superior. Se trata de vencer una falsa superioridad que endurece el corazón, para dejarse afectar por cualquier necesidad. La misericordia tiene que ver con la justicia, que nos mueve a dar a los necesitados aquello que Dios quiere para todos, sin paternalismos: «Llenó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Ayudó al pueblo de Israel, su siervo, y no se olvidó de tratarlo con misericordia» (Lc 1,53-54). Con razón San Vicente de Paul podía decir: «Sólo por tu amor, te perdonarán los pobres el pan que les das».
 
«Dichosos los limpios de corazón». ‘Solo se ve bien con el corazón’ (Saint Exupery) quiero entenderlo como la experiencia común de que en nuestras miradas proyectamos aquello que hay en él. Y en él hay lo mejor y lo peor: «El hombre bueno dice cosas buenas porque el bien está en su corazón, y el hombre malo dice cosas malas porque el mal está en su corazón» (Lc 6,45). Desde el principio: «Dios vio que era bueno» (Gn1). Cuando ante la realidad de nuestro mundo nos sale con tanta frecuencia el: ‘no hay un palmo de limpio’ deberíamos preguntarnos por nuestra mirada. Son muchas las miradas de Jesús a lo largo del evangelio que son expresión de su corazón limpio. Si no fuera por su mirada limpia que sabe ver su bondad original en aquellos que han caído en cualquier bajeza, sería imposible el trabajo de tantos para habilitarlos.
 
«Dichosos los que trabajan por la paz» La paz es el saludo habitual de Jesús: «Luego Jesús dijo de nuevo: –¡Paz a vosotros!» (Jn 20,21), el que ha de ser el de sus enviados: «Al entrar en la casa, saludad a los que viven en ella. Si la gente de la casa lo merece, la paz de vuestro saludo quedará en ella» (Mt 10,12-13), y su herencia: “Os dejo la paz. Mi paz os doy» (Jn 14,27). La paz no consiste en la ausencia de guerras, sino que se trata de un trabajo constante para construir unas relaciones cuotidianas según el espíritu de la oración de san Francisco, para hacernos instrumentos de paz.
 
«Dichosos los perseguidos por causa de la justicia». «Desde que vino Juan el Bautista hasta ahora, al reino de los cielos se le hace violencia, y los violentos pretenden acabar con él» (Mt 11,12). Y es el mismo Jesús quien padeciendo esta violencia se hace fundamento del gozo de aquellos que le siguen: «Jesús sufrió en la cruz, despreciando la vergüenza de semejante muerte, porque sabía que después del sufrimiento tendría gozo y alegría; y está sentado a la derecha del trono de Dios» (Hb12,2). Y por esta razón Pedro podrá exhortar a los cristianos: «Pero incluso si por actuar con rectitud habéis de sufrir, ¡dichosos vosotros!» (1Pe 3,14). Y la lista de los mártires de entonces y de hoy es interminable resumirse en su participación en el Reino, como regalo que Dios da, más allá de toda exigencia o mérito nuestro (Mt 20,13-16).
 
«Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo». Podemos decir que todas las recompensas prometidas a cada bienaventuranza pueden resumirse en este participar de la plenitud del Reino, que no es puro don gratuito de Dios.
 
Padre haznos capaces de «esforzarnos para llegar a ser pequeños, igual que los pobres, para estar con ellos, vivir con ellos y morir con ellos»