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Avila 2023- Ejercicios Espirituales dirigidos por Antonio Bravo

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Desde el día 21 al 25 de agosto se han celebrado en Ávila, en la casa de ejercicios Santa Teresa, ejercicios espirituales dirigidos por Antonio Bravo.  Ejercicios abiertos a todos los sacerdotes sean del Prado o no, de cualquier parte de la geografía.

Con sus palabras, Antonio Bravo, ha ayudado a reflexionar y orar sobre y por la misión del pastor. Esos días han sido de meditación y contemplación guiados por la Palabra de Dios, de la vida y del magisterio de la Iglesia. Han sido días de toma de conciencia de nuestro ser convocados y enviados a una misión. Estamos llamados a ser signos e instrumentos de la esperanza que no defrauda en un mundo inquieto, pues está viviendo mutaciones profundas. Ante esto no podemos olvidar la naturaleza secular de la Iglesia: Vivir el ministerio como el Buen Pastor en medio del mundo secular. Con estas palabras podemos titular las reflexiones.

Las meditaciones han girado en torno a estos temas:

Día 1: «YO MISMO BUSCARÉ MI REBAÑO Y LO CUIDARÉ» (Ez 34, 11) y «EL DIOS DE LA ESPERANZA»

Día 2: DIOS PASTOR DEL PUEBLO DE LA ALIANZA y «YO SOY EL BUEN PASTOR»

Día 3: EL ESPÍRITU EN LA VIDA Y MINISTERIO DEL PASTOR y «PASTOREAR LA IGLESIA DE DIOS»

Día 4: EL MINISTERIO DE LA PALABRA y EL PRESBÍTERO MINISTRO DE LOS SACRAMENTOS

Día 5: ALGUNAS PRIORIDADES DEL PASTOR y EN LA MISMA BARCA

 

Ponemos a continuación las reflexiones.

 

«YO MISMO BUSCARÉ MI REBAÑO Y LO CUIDARÉ»

(Ez 34, 11)

 

Estas palabras del Señor «yo mismos buscaré mi rebaño y lo cuidaré», que el profeta Ezequiel dirigió al pueblo disperso y desanimado del exilio, son palabras de esperanza y de un amor profundo. Son también palabras de juicio, pues denuncian a los falsos pastores y a los fuertes que se aprovechan de los débiles y vulnerables. Encierran también una promesa de futuro, pues Dios anuncia el don del pastor mesiánico, que velará y cuidará del rebaño del Señor. 

Suscitaré un único pastor que las apaciente: mi siervo David; él las apacentará, él será su pastor. Yo, el Señor, seré su Dios, y mi siervo David, príncipe en medio de ellos. Yo, el Señor, he hablado. Estableceré con mi rebaño una alianza de paz. (Ez 34, 23-25)

Esta afirmación profética inspirará mis reflexiones a lo largo de estos días de meditación y contemplación a la luz de la Palabra de Dios, de la vida y magisterio de la Iglesia, así como de la experiencia de los pequeños y sencillos que cada uno lleva en su corazón. Para avanzar en esta perspectiva, una pequeña introducción.

Al inicio de estos días de retiro, estamos llamados, ante todo, a reavivar nuestra fe en Jesús resucitado. Él nos convocó y envió en misión. Y como a los Doce, nos sigue diciendo: «Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco». (Mc 6, 31) Ante nuestros posibles cansancios y desánimos, nos invita a acudir a él: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas.» (Mt 11, 28-29) Jesús resucitado, el Viviente, quiere entablar con todos y cada uno de nosotros un verdadero diálogo de amor y discernimiento, pues como discípulos suyos hemos sido regenerados para una esperanza viva, como enseña la primera carta de Pedro.

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesucristo, que, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha regenerado para una esperanza viva; para una herencia incorruptible, intachable e inmarcesible, reservada en el cielo a vosotros, que, mediante la fe, estáis protegidos con la fuerza de Dios; para una salvación dispuesta a revelarse en el momento final. Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas. Sobre esta salvación estuvieron explorando e indagando los profetas que profetizaron sobre la gracia destinada a vosotros tratando de averiguar a quién y a qué momento apuntaba el Espíritu de Cristo que había en ellos cuando atestiguaba por anticipado la pasión del Mesías y su consiguiente glorificación. Y se les reveló que no era en beneficio propio, sino en el vuestro por lo que administraban estas cosas que ahora os anuncian quienes os proclaman el Evangelio con la fuerza del Espíritu Santo enviado desde el cielo. Son cosas que los mismos ángeles desean contemplar. (1P 1, 3-12)

Enviados por el Resucitado a llevar al mundo la buena nueva del Evangelio de Dios, conviene que recordemos en todo momento que el Señor resucitado, al enviarnos al mundo para hacer discípulos suyos, «está con nosotros» y «colabora con nosotros». Escuchemos la palabra viva, eficaz y verdadera del Resucitado según comentan los evangelistas Marcos y Mateo:

«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos». Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban. (Mc 16, 15-20)

San Mateo lo expresa en estos términos, que no son menos significativos.

Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra.  Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 16-2)

Lucas y Juan subrayan el don del Espíritu de verdad, libertad, santidad y comunión, quien conduce a la comunidad apostólica a la verdad plena, para que anuncie a todos la esperanza realizada de las promesas proféticas. Se trata de ser testigos del reino o reinado de Dios, invitando a la conversión y la fe. Estamos llamados a compartir la Buena Nueva del Evangelio con los hombres y mujeres de nuestro tiempo; en particular con los pobres, ignorantes y pecadores. Estamos llamados a ser signos e instrumentos de la esperanza que no defrauda en un mundo inquieto, pues está viviendo mutaciones profundas, como señaló ya el Concilio Vaticano II, y que el Papa Francisco habla de un cambio de época. Así ha sucedido en otros momentos de la historia humana. Y esto, como es natural, incide en la manera de vivir la fe y anunciarla. La Iglesia apostólica no puede ignorar su naturaleza secular. El Papa se lo recordaba así a los Institutos seculares:

El término secularidad, que no equivale plenamente al de laicidad, es el corazón de vuestra vocación, que manifiesta la naturaleza secular de la Iglesia, pueblo de Dios, en camino entre los pueblos y con los pueblos. Es la Iglesia en salida, no lejana ni separada del mundo, sino inmersa en el mundo y en la historia para ser allí sal y luz, germen de unidad, de esperanza y de salvación. La misión que desarrollan ustedes es peculiar y los lleva a estar en medio de la gente, para conocer y comprender lo que pasa en el corazón de los hombres y mujeres de hoy, para alegrarse con ellos y para sufrir con ellos, con el estilo de la cercanía, que es el estilo de Dios: la cercanía. (25/8/2022 a la conferencia mundial de los IS)

El Resucitado envía a sus discípulos al mundo para proclamar el Evangelio a toda la creación, con la promesa de colaborar con ellos en la misión. Él se hace presente a través de de los suyos en la historia de la humanidad. Sus enviados son signo e instrumento de su presencia. Él, de forma única, lo fue del Padre que lo envió, para llevar a cabo su designio salvador anunciado por la voz profética.

Para introducir estos días de silencio y contemplación apostólica, propongo un breve recorrido por algunos momentos de la misión apostólica, tal como se presentan en los Hechos de los Apóstoles. El Resucitado mediante el Espíritu de la verdad conduce y sostiene la misión de los suyos. Es una llamada a vivir, con gozosa esperanza, los inevitables combates de la misión, sus pruebas, dificultades y éxitos. Los discípulos de Jesús, que lo habían abandonado y negado la noche de su pasión, salieron luego contentos de haber sufrido ultrajes por el nombre del Señor (cf. Hch 5, 41). Iluminados y sostenidos por el Espíritu de santidad, fueron comprendiendo el sentido de la oración de Jesús: tanto en el fracaso, como en el éxito, él da gracias al Padre, que en su beneplácito lo daba a conocer a los pequeños y sencillos. Oración que estamos llamados a hacer nuestra hoy y siempre.

En aquel momento tomó la palabra Jesús y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. (Mt 11, 25-27; Lc 10, 21ss; 1Cor 1, 26ss; Jer 6, 16)

Veamos cómo el Señor resucitado se hace presente en la misión de los enviados al mundo en el Espíritu, para ser sus testigos e instrumentos en la historia.

El Resucitado: Pablo y Ananías (Hch 9, 1-19)

Según los Hechos de los Apóstoles, Jesús resucitado pasó cuarenta días formando a sus discípulos sobre el reino de Dios. «Se les presentó él mismo después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios». (Hch 1, 3) Su ascensión a la derecha del Padre y el envío del Espíritu Santo culminaron la misión del Verbo encarnado, tal como había sido anunciado por los profetas. Pero sería una grave equivocación pensar que el Señor abandonó a los que envió al mundo. Él no cesa de salir al encuentro de los suyos, de acompañarlos en la misión. Entre otros relatos posibles, propongo, en primer lugar, la iniciativa del Resucitado, para salir al encuentro de Saulo en el camino de Damasco y de un tal Ananías, responsable, al parecer, de la comunidad de los discípulos en Damasco.

De este relato, bien conocido de todos nosotros, me permito subrayar unos aspectos importantes, a mi juicio, para vivir el momento presente. El Señor nos convoca y envía entre los hombres y mujeres de nuestros días, para llevar a cabo una nueva evangelización, como han venido diciendo los Papas desde el Concilio Vaticano II.

Ante todo, conviene tomar conciencia de esta verdad: la conversión y vocación de Saulo, es obra de Dios Padre y de Jesucristo resucitado mediante el don del Espíritu Santo. En la carta a los gálatas, el apóstol expresa cómo su elección aconteció de acuerdo con el designio de Dios Padre:

Pero, cuando aquel que me escogió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí para que lo anunciara entre los gentiles, no consulté con hombres ni subí a Jerusalén a ver a los apóstoles anteriores a mí, sino que, enseguida, me fui a Arabia, y volví a Damasco. (Gal 1, 16-17)

Jesús resucitado prosigue la obra del Padre. Y se hace presente en la historia, convocando a unos y otros, revelando su designio de amor, tanto a Saulo como a Ananías. A ambos les dice lo que deben hacer, esto es, el camino a seguir. Él es quien elige sus instrumentos inteligentes, para llevar a cabo la obra del Padre.

El Resucitado no quiere prescindir en ningún momento de la comunidad apostólica, de ella se sirve para llevar adelante la misión. El Señor no actúa al margen de la Iglesia apostólica. Este es un punto clave. Él convoca a los testigos elegidos por él, para que estén y caminen con él, para enviarlos a predicar, con poder de expulsar los demonios (cf. Mc 3, 13s). Saulo es incorporado a la misión por el Resucitado, con la participación de la mediación eclesial y la acción del Espíritu Santo. Pablo lo sabía y por ello subió a ver los testigos cualificados, pues quería verificar si su misión se desarrollaba de acuerdo con la verdad del Evangelio de Dios.

El diálogo del Resucitado con Ananías es muy significativo. Para que la Iglesia pueda llevar a cabo su misión en el mundo, debe acoger como hermano al que el Señor eligió para ser su instrumento.

El Señor le dijo: «Anda, ve; que ese hombre es un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre a pueblos y reyes, y a los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre». Salió Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y dijo: «Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció cuando venías por el camino, me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno de Espíritu Santo». Inmediatamente se le cayeron de los ojos una especie de escamas, y recobró la vista. Se levantó, y fue bautizado. Comió, y recobró las fuerzas. (Hch 9, 15-19)

Saulo es incorporado a Cristo mediante el bautismo y el don del Espíritu Santo. La iniciativa es del Señor resucitado. Él elige su instrumento para llevar su nombre a los hombres y mujeres de todos los tiempos; y lo hace siempre de acuerdo con el designio del Padre. Jesús afirmó: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado». (Jn 6, 44.66) La conversión de Lydia habla de cómo el Señor le abrió su corazón para que escuchase la palabra del apóstol (cf. Hch 15, 14).

El misterio de la Iglesia apostólica es obra de Dios. «En Cristo, la Iglesia es signo e instrumento de la unidad íntima de la humanidad con Dios y del género humano entre sí» (LG 1). Dios es quien abre la puerta de la fe a los gentiles. Así lo explica Pablo a las comunidades mientras subía a Jerusalén con el resto del equipo misionero. Es importante tenerlo muy presente. El don de la fe conlleva el trabajo del Espíritu en el corazón de las personas, culturas y pueblos. La grandeza del apóstol reside en ser un instrumento en el Espíritu Santo. Todos en la Iglesia estamos llamados a ser «colaboradores de Dios» de acuerdo con la gracia recibida.

Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe. Se quedaron allí bastante tiempo con los discípulos. (Hch 14, 27-28)

El Señor resucitado sostiene a Pablo en la misión (Hch 18, 1-11)

Los Hechos narran la fundación de la Iglesia de Corinto, la ciudad cosmopolita, culta, plural y comercial del Mediterráneo. Pablo encuentra al matrimonio Áquila y Priscila, judíos expulsados de Roma, trabaja con ellos y los sábados diserta en la sinagoga, tratando de convencer a judíos y griegos cómo en Jesús de han cumplido las Escrituras. Cuando llegaron Silas y Timoteo, se dedicó en exclusiva al anuncio de la Palabra, atestiguando ante los judíos que Jesús resucitado, el crucificado, era el Mesías. Y ante la oposición y descalificaciones por parte de los judíos, el apóstol se sacudió sus vestiduras y se dedicó a anunciar el Evangelio a los paganos, sin por ello dejar de hacer algunas conversiones entre los judíos.

Ante esta situación se comprende que el apóstol estuviera un tanto contrariado y desconcertado, sin saber bien a qué atenerse. El relato habla de la aparición del Resucitado y de sus palabras:

Una noche dijo el Señor a Pablo en una visión: «No temas, sigue hablando y no te calles, pues yo estoy contigo, y nadie te pondrá la mano encima para hacerte daño, porque tengo un pueblo numeroso en esta ciudad».

El apóstol, más allá de los resultados y de las dificultades, para llevar el encargo recibido de anunciar a la humanidad la buena nueva de la cercanía de Dios, de su «reino de justicia, paz y alegría», debe mantenerse constante y perseverante en la misión. La tentación del desánimo acompaña tanto a los profetas como a los apóstoles enviados en el Espíritu a dar testimonio del Evangelio de Dios. Así lo atestigua la experiencia de Elías, el hombre de Dios, profeta ardiente (cf. 1R 19). Así lo vemos en el intrépido Pablo. No lo olvidemos: la obra es de Dios y no nuestra.

Pablo mantuvo un gran combate con la comunidad de Corinto, pues no todos comprendían que la obra era de Dios. La cultura filosófica y religiosa de la ciudad plural y rica pesaba mucho sobre unos y otros. «El logos de la cruz» era rechazado por judíos y griegos. Para los de la razón era necedad, para los de ley un verdadero escándalo. Pablo, sostenido por la palabra del Señor, no quería saber entre la comunidad sino a Jesucristo y este crucificado (cf. 1Cor 1, 18-2, 5). El que da el incremento a la misión es el Señor (cf. 1Cor 3, 5-9). El apóstol nos recuerda a todos que no debemos avergonzarnos del Evangelio de Dios. Es una perspectiva muy importante para nuestros días. El apóstol exhortaba a la comunidad cristiana, insignificante e irrelevante, a permanecer confiada en la ciudad cosmopolita, pues Dios elige lo que no cuenta. En esta misma perspectiva estimulaba a sus colaboradores a permanecer firmes en el Evangelio, sin avergonzarse de él.

Por esta razón te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos, pues Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza. Así pues, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero; antes bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios. Él nos salvó y nos llamó con una vocación santa, no por nuestras obras, sino según su designio y según la gracia que nos dio en Cristo Jesús desde antes de los siglos, la cual se ha manifestado ahora por la aparición de nuestro Salvador, Cristo Jesús, que destruyó la muerte e hizo brillar la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio. De este Evangelio fui constituido heraldo, apóstol y maestro.  Esta es la razón por la que padezco tales cosas, pero no me avergüenzo, porque sé de quién me he fiado, y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para velar por mi depósito hasta aquel día. Ten por modelo las palabras sanas que has oído de mí en la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús. Vela por el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros. (2Tim 1, 5-12)

Escribiendo a la insignificante comunidad de Roma, el apóstol Pablo insiste, una vez más, en cómo él no se avergüenza del Evangelio de Dios, ya que es fuerza de salvación para todo el que cree.

Pues no me avergüenzo del Evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree, primero del judío, y también del griego. Porque en él se revela la justicia de Dios de fe en fe, como está escrito: El justo por la fe vivirá (Rom 1, 16-17)

Cierto, el Señor sostiene al apóstol en la misión; pero no es menos cierto, que el apóstol debe rectificar sus planes para llevar adelante la misión que le ha sido confiada. Es claro que el Espíritu de Cristo dirige de forma sorprendente la misión apostólica. Recordemos dos momentos muy significativos. Un día, mientras celebraban el culto, el Espíritu pide a la comunidad que estaba en Antioquía enviar en misión a Bernabé y Pablo (cf. Hch 13, 1ss). Más adelante se nos dice cómo el Espíritu conduce a Pablo y su equipo misionero a Macedonia después de impedirles seguir la ruta que ellos se había trazado. Macedonia no entraba en el proyecto apostólico de Pablo y su equipo misionero. No obstante, en el designio de Dios era una etapa capital. (Cf. Hch 16, 4-10)

La misión apostólica, por tanto, no puede guiarse de acuerdo con las estrategias propias de la publicidad y del proselitismo. El apóstol debe vivir la misión como un verdadero acto de docilidad y obediencia al Espíritu del Señor. Él precede, acompaña y prosigue la misión apostólica de la Iglesia. ¿Cómo nos vamos dejando conducir por el Espíritu en nuestra condición de testigos de la esperanza que no defrauda? En toda circunstancia se puede y debe ser signo e instrumento del Señor.

El Señor pide a Pablo dar testimonio en Roma

Pablo dio testimonio de la resurrección de Jesús ante el Sanedrín. Lo hizo de forma inteligente, pues sabiendo que el Sanedrín estaba compuesto por fariseos y saduceos gritó en medio de ellos: «Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseo, se me está juzgando por la esperanza en la resurrección de los muertos». Y como se dividiese la asamblea entre fariseos y saduceos, el tribuno romano salvó la vida de Pablo, llevándolo al cuartel. Pues bien,

La noche siguiente, el Señor se le presentó y le dijo: «¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio en Jerusalén de lo que a mí se refiere, tienes que darlo en Roma». (Hch 23, 11)

El Señor resucitado dispone ahora que Pablo dé testimonio en la casa del emperador como lo ha hecho ante el Sanedrín. Los caminos de Dios y su manera de llevar adelante su obra de salvación no se adecuan a la manera mundana de actuar de las religiones. Así se cumpliría lo que le había predicho el Espíritu cuando subía a Jerusalén y había comunicado a los presbíteros de Éfeso en Mileto.

«Y ahora, mirad, me dirijo a Jerusalén, encadenado por el Espíritu. No sé lo que me pasará allí, salvo que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me da testimonio de que me aguardan cadenas y tribulaciones. Pero a mí no me importa la vida, sino completar mi carrera y consumar el ministerio que recibí del Señor Jesús: ser testigo del Evangelio de la gracia de Dios». (Hc 20, 22-24)

En Roma, Pablo explica a los judíos que no tiene intención de acusarlos. Apeló al Cesar, para librarse del acoso de los judíos, que buscaban su muerte. Así pone de relieve su inocencia y cómo sus cadenas eran la consecuencia de dar testimonio de la esperanza de Israel.

«Yo, hermanos, sin haber hecho nada contra el pueblo ni contra las tradiciones de nuestros padres, fui entregado en Jerusalén como prisionero en manos de los romanos. Me interrogaron y querían ponerme en libertad, porque no encontraban nada que mereciera la muerte; pero, como los judíos se oponían, me vi obligado a apelar al César; aunque no es que tenga intención de acusar a mi pueblo. Por este motivo, pues, os he llamado para veros y hablar con vosotros; pues por causa de la esperanza de Israel llevo encima estas cadenas». (Hch 28, 17-20)

Los Hechos de los Apóstoles se cierran con esta síntesis de la misión apostólica en el Espíritu, tal como la entendían los testigos elegidos por el mismo Señor. Misión que estamos llamados a vivir en todo momento como Iglesia apostólica, ya nos acepten a rechacen los hombres y mujeres del momento histórico que estamos viviendo. He aquí las palabras del evangelista Lucas:

Unos aceptaban con fe lo que decía, pero otros permanecían incrédulos. Se estaban marchando en total desacuerdo, cuando Pablo les dirigió esta sola palabra: «Con razón habló el Espíritu Santo a vuestros padres por medio del profeta Isaías, diciendo: Ve a este pueblo y dile: oiréis con el oído pero no entenderéis, miraréis con los ojos pero no veréis. Porque se embotó el corazón de este pueblo, oyeron con oídos sordos y han cerrado sus ojos para no ver con los ojos ni oír con los oídos ni entender con el corazón y convertirse y que yo los cure. Por ello, sabed todos vosotros que esta salvación de Dios ha sido enviada a los gentiles. Ellos sí la oirán». Permaneció allí un bienio completo en una casa alquilada, recibiendo a todos los que acudían a verlo, predicándoles el reino de Dios y enseñando lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbo. (Hch 28, 24-31)

Conclusión

El apóstol Pablo, escribiendo a la convulsa comunidad de Corinto, testimoniaba cómo era sostenido y consolado por el Resucitado en su misión de consolar y sostener la esperanza de sus comunidades. Creo que podemos cerrar esta introducción a los ejercicios releyendo cómo el apóstol es agraciado por el Espíritu de Cristo con el don de fortaleza, para sostener a la comunidad en el dinamismo profundo de la esperanza que no defrauda. ¿No es también nuestra misión en este momento crucial de nuestra sociedad y de nuestras comunidades?

¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, ¡mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios! Porque lo mismo que abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, abunda también nuestro consuelo gracias a Cristo. De hecho, si pasamos tribulaciones, es para vuestro consuelo y salvación; si somos consolados, es para vuestro consuelo, que os da la capacidad de aguantar los mismos sufrimientos que padecemos nosotros. Nuestra esperanza respecto de vosotros es firme, pues sabemos que si compartís los sufrimientos, también compartiréis el consuelo. Pues no queremos que ignoréis que la tribulación que nos sobrevino en Asia nos abrumó tan por encima de nuestras fuerzas que perdimos toda esperanza de vivir. Pues hemos tenido sobre nosotros la sentencia de muerte, para que no confiemos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos; el cual nos libró y nos librará de esas muertes terribles; y esperamos que nos seguirá librando, si vosotros cooperáis pidiendo por nosotros; así, viniendo de muchos el favor que Dios nos haga, también serán muchos los que le den gracias por causa nuestra. (2Cor 1, 3-11)

 

 

 

 

 

2023 1 El Dios de la esperanza

 

«EL DIOS DE LA ESPERANZA»

«Que el Dios de la esperanza os colme de alegría y de paz viviendo vuestra fe, para que desbordéis de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rom 15, 13)

Esta súplica del apóstol Pablo es una invitación a adentrarnos, con renovada confianza y alegría, en estos días de ejercicios. Como recuerdan las parábolas del tesoro y de la perla preciosa, la radicalidad evangélica brota, en última instancia, de la alegría de haber encontrado a Cristo, mejor dicho, de la alegría de haber sido encontrados por el Señor:

El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.

El reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra. (Mt 13, 44-46)

Los discípulos de Jesús estamos llamados a ser en el mundo testigos y servidores de la esperanza que no defrauda. Y esto en medio de las pruebas y dificultades de la existencia cotidiana y de la misión. Pablo escribía a la insignificante y atribulada comunidad de Roma:

Así pues, habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido además por la fe el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos; y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. (Rom 5, 1-5)

Hoy, como en otros tiempos, se habla de cierto cansancio y desánimo tanto en la sociedad y, como no podía ser de otra forma, en la Iglesia. Juan Pablo II, en el programa pastoral para el presente milenio afirmó que habían pasado los tiempos de la «sociedad cristiana» y, por tanto, que era necesaria una nueva evangelización en la que se implicará la totalidad del pueblo de Dios; pero en el inconsciente colectivo de no pocos creyentes permanece la añoranza de los tiempos pasados.

Alimentarnos de la Palabra para ser «servidores de la Palabra» en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una «sociedad cristiana», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9,16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo. Es necesario un nuevo impulso apostólico que sea vivido, como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos. Sin embargo, esto debe hacerse respetando debidamente el camino siempre distinto de cada persona y atendiendo a las diversas culturas en las que ha de llegar el mensaje cristiano, de tal manera que no se nieguen los valores peculiares de cada pueblo, sino que sean purificados y llevados a su plenitud. (NMI 40)

No voy a repetir, en estos días de oración y contemplación, lo que dicen los abundantes y buenos análisis de la sociología religiosa, ya que son conocidos de todos nosotros. Pero sí quería recordar que las situaciones de cansancio y desánimo han existido a lo largo de la historia del pueblo de las alianzas. Así lo atestiguan las Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento. San Agustín, inspirándose de los libros sapienciales del Antiguo Testamento, señaló que no era de inteligentes decir que los tiempos pasados fueran mejores que los presentes. Para el verdadero discípulo del reino de Dios, lo realmente importante es aprender a vivir el presente desde el futuro que sale a nuestro encuentro en Cristo Jesús, el Buen Pastor. El Señor nos sigue diciendo hoy a todos nosotros:

«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11, 28-30)

El autor de la carta a los Hebreos, por su parte, exhortaba con vehemencia a sus oyentes y lectores a mantenerse firmes en la esperanza profesada:

Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa. Fijémonos los unos en los otros para estimularnos a la caridad y a las buenas obras; no faltemos a las asambleas, como suelen hacer algunos, sino animémonos tanto más cuanto más cercano veis el Día. (Heb 10, 23-25)

«La fe es el fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve. Por ella son recordados los antiguos.» (Heb 11, 1-2). Sobre la palabra fiel de Dios se apoyan la fe, el amor y la esperanza.

En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos. (Hb 1, 1-2)

Jesús, si nos atenemos al evangelio según san Mateo, concluía el sermón del monte, con estas significativas palabras:

El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande». Al terminar Jesús este discurso, la gente estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como sus escribas. (Mt 7, 24-29)

La esperanza del pueblo de las alianzas tiene su fundamento en la palabra viva y operante de Dios; pero con un matiz muy importante que pone de relieve la originalidad del cristianismo. La esperanza de Israel, tal como la presentan los profetas de la alianza, se proyectaba hacia su cumplimiento en un futuro inédito. La esperanza de la fe apostólica nos habla del futuro realizado en Jesucristo, de forma que determina el presente e ilumina el pasado. La fe apostólica invita a vivir el presente desde el futuro realizado ya en Cristo resucitado como primicia de todos los creyentes. Si Cristo no ha resucitado, nuestra fe carece de sentido y permanecemos en nuestros pecados, somos los más desgraciados de la humanidad.

Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados; de modo que incluso los que murieron en Cristo han perecido. Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad. Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto. Si por un hombre vino la muerte, por un hombre vino la resurrección. Pues lo mismo que en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo, en su venida; después el final, cuando Cristo entregue el reino a Dios Padre, cuando haya aniquilado todo principado, poder y fuerza. Pues Cristo tiene que reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la muerte, porque lo ha sometido todo bajo sus pies. Pero, cuando dice que ha sometido todo, es evidente que queda excluido el que le ha sometido todo. Y, cuando le haya sometido todo, entonces también el mismo Hijo se someterá al que se lo había sometido todo. Así Dios será todo en todos. (1Cor 15, 16-28)

Por ello el apóstol de las gentes afirma: «Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos. No os engañéis: “Las malas compañías corrompen las costumbres”. Recuperad la debida sobriedad y no pequéis. Pues lo que tienen algunos es ignorancia de Dios: os lo digo para vergüenza vuestra». (vv 32-34)

En nuestro mundo científico y altivo, como constatamos por experiencia, existe mucha ignorancia de Dios. Se puede ser muy ilustrado y un perfecto ignorante de Dios. La ignorancia de Dios ha perseguido siempre a la humanidad, incluido al hombre religioso. En esta perspectiva es interesante recordar lo que afirma un texto paulino al respecto:

Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí porque no sabía lo que hacía, pues estaba lejos de la fe; sin embargo, la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí junto con la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús. Es palabra digna de crédito y merecedora de total aceptación que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero; pero por esto precisamente se compadeció de mí: para que yo fuese el primero en el que Cristo Jesús mostrase toda su paciencia y para que me convirtiera en un modelo de los que han de creer en él y tener vida eterna. Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén. (1Tim 1, 12-17)

Saulo era un hombre culto e instruido en las Escrituras. Había frecuentado las mejores escuelas rabínicas. Por su nacimiento y formación era una persona marcada por una triple cultura: hebrea, griega y romana. Incluso poseía la ciudadanía romana, como es sabido. Y no obstante reconoce que su comportamiento anterior a su encuentro con el Resucitado era fruto de su ignorancia. En esto consiste «la ignorancia del hombre religioso»: En lugar de ponerse a la escucha del Señor, el hombre pretende fijar, para él y para los demás, el camino que conduce a la conquista de Dios y de sus designios en la historia. Esta ignorancia de Dios nos persigue a todos.

1.- LA PALABRA VIVA DE DIOS FUENTE DE ESPERANZA

Los profetas de la alianza invitan sin cesar al pueblo a volverse a Dios y su palabra, como la fuente de la esperanza. Nada que ver con los falsos profetas, ya sean ingenuos o de calamidades, que hablan por su cuenta atribuyendo sus palabras a Dios, sin que hable en ellos el Espíritu del Señor. Jeremías denuncia así a estos falsos profetas:

Pues aquí estoy yo contra los profetas que se roban entre sí mis palabras —oráculo del Señor—. Aquí estoy yo contra los profetas que se valen de su lengua para pronunciar oráculos —oráculo del Señor—.  Aquí estoy yo contra los profetas que tienen falsos sueños y los cuentan —oráculo del Señor—, extraviando así a mi pueblo con sus mentiras y pretensiones. Y resulta que no los envié ni les di orden alguna. Por eso, no pueden servir de provecho a este pueblo —oráculo del Señor—. (Jer 23, 30-32)

El auténtico profeta que habla en nombre de Dios, invita sin cesar a la conversión y a fundar su fe en la fidelidad, misericordia y justicia del Señor. Dios educa y corrige a su pueblo, como un padre lo hace con su hijo (Dt 8, 1ss), con amor y para que el hijo alcance su madurez, esto es, para que viva de acuerdo con su verdadero designio de amor y salvación revelado en la historia. Él hiere y cura, pero sin forzar la libertad del hombre, creado su imagen y semejanza. En la visión de los cestos de higos buenos y malos, el profeta Jeremías muestra cómo el Señor quiere, en definitiva, la conversión de unos y otros; no faltan sin embargo quienes prefieren vivir según su propia voluntad.

Entonces el Señor habló así: —Esto dice el Señor, Dios de Israel: «Como ocurre con estos higos buenos, que da gusto verlos, voy a mirar con agrado a los desterrados de Judá, que expulsé de este lugar a la tierra de los caldeos. Los miraré con benevolencia y los haré volver a este país; los reconstruiré y no los destruiré; los replantaré y no los arrancaré. Les daré un corazón capaz de conocerme: sabrán que yo soy el Señor. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios cuando vuelvan a mí de todo corazón». (Jer 24, 4-7)

En esta misma perspectiva se expresa el libro primero de Isaías al presentar al pueblo de Israel bajo la imagen de la viña (Is 5, 1-7). Israel es la vid arrancada de Egipto y trasplantada por el Señor (cf. Sal 80 (79), 9.12). Isaías presenta «el canto del amado por su viña» de forma muy sugerente. El Señor esperaba que la viña diera un fruto bueno y abundante; pero sucedió que dio un fruto amargo y abundante. Por ello el Señor la convirtió en un verdadero erial: «no la podarán ni la escardarán, allí crecerán zarzas y cardos».

Ahora bien, unos capítulos más adelante, Isaías entona de nuevo la canción de la viña: «Aquel día cantaréis a la viña deliciosa: Yo, el Señor, soy su guardián… Llegarán días en que Jacob echará raíces, Israel echará brotes y flores, y sus frutos llenarán el mundo». (Is 27, 2-6) Por ello el profeta de la alianza está, por un lado, dolido de la infidelidad de Israel («Yo te planté vid selecta, toda de cepas legítimas, y tú te volviste espino, convertida en cepa borde» Jer 2, 21) y, por otra parte, pleno de admiración y gratitud ante el amor y fidelidad de Dios por los suyos. Dios jamás revoca de forma definitiva su elección, su amor. Él ama con amor eterno.

Porque tú eres un pueblo santo para el Señor, tu Dios; el Señor, tu Dios, te eligió para que seas, entre todos los pueblos de la tierra, el pueblo de su propiedad. Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió, no fue por ser vosotros más numerosos que los demás, pues sois el pueblo más pequeño, sino que, por puro amor a vosotros y por mantener el juramento que había hecho a vuestros padres, os sacó el Señor de Egipto con mano fuerte y os rescató de la casa de esclavitud, del poder del faraón, rey deEgipto.  Reconoce, pues, que el Señor, tu Dios, es Dios; él es el Dios fiel que mantiene su alianza y su favor con los que lo aman y observan sus preceptos, por mil generaciones. Pero castiga en su propia persona a quien lo odia, acabando con él. No se hace esperar; a quien lo odia, lo castiga en su propia persona. Observa, pues, el precepto, los mandatos y decretos que te mando hoy que cumplas. (Dt 7, 6-11)

En el dramático libro de Job encontramos esta afirmación, que luego podemos rastrear y gustar en los salmos y profetas:

Dichoso el mortal a quien Dios corrige: no rechaces la lección del Todopoderoso, porque hiere y pone la venda, golpea y cura con su mano. (Job 5, 17-18; Jer 14, 19-22)

En esta perspectiva conviene tener presente la afirmación de Pablo, invitándonos a superar una lectura moralizante de las Escrituras. Toda Escritura ha sido escrita para mantener y sostener nuestra esperanza y consuelo en medio de la accidentada historia de la humanidad.

Nosotros, los fuertes, debemos sobrellevar las flaquezas de los endebles y no buscar la satisfacción propia. Que cada uno de nosotros busque agradar al prójimo en lo bueno y para edificación suya.  Tampoco Cristo buscó su propio agrado, sino que, como está escrito: Los ultrajes de los que te ultrajaban cayeron sobre mí. Pues, todo lo que se escribió en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra, a fin de que a través de nuestra paciencia y del consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza. Que el Dios de la paciencia y del consuelo os conceda tener entre vosotros los mismos sentimientos, según Cristo Jesús; de este modo, unánimes, a una voz, glorificaréis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Por eso, acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios. Es decir, Cristo se hizo servidor de la circuncisión en atención a la fidelidad de Dios, para llevar a cumplimiento las promesas hechas a los patriarcas y, en cuanto a los gentiles, para que glorifiquen a Dios por su misericordia; como está escrito: Por esto te alabaré entre los gentiles y cantaré para tu nombre. (Rom 15, 1-9)

La esperanza profética y apostólica se basa en la fidelidad de Dios, en su amor misericordioso y gratuito, en su justicia, en su palabra creadora y salvadora. La esperanza bíblica no se funda en la fuerza y razón de la criatura, sino en el poder creador y re-creador de la palabra viva y soberana de Dios. El Dabar divino realiza lo que enuncia. Dios dijo y se hizo. Dios es el creador y el poder de su palabra se muestra en sus obras. El poder salvador de Dios, por otra parte, se revela en la debilidad de los instrumentos que elige para llevar a cabo su obra creadora y salvadora. La fidelidad de Dios resplandece más y más en la infidelidad del pueblo de su elección. Y esta verdad de la fe nos invita a mirar con ojos de fe el misterio de la Iglesia y del hombre.

El profeta de la consolación lo recordaba así al pueblo del exilio, disperso a causa de los pecados de los jefes y del mismo pueblo.

«Consolad, consolad a mi pueblo —dice vuestro Dios—; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados». Una voz grita: «En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos juntos —ha hablado la boca del Señor—». Dice una voz: «Grita». Respondo: «¿Qué debo gritar?». «Toda carne es hierba y su belleza como flor campestre: se agosta la hierba, se marchita la flor, cuando el aliento del Señor sopla sobre ellos; sí, la hierba es el pueblo; se agosta la hierba, se marchita la flor, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre». Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: «Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder y con su brazo manda. Mirad, viene con él su salario y su recompensa lo precede. Como un pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las ovejas que crían». (Is 40, 1-11)

De esta palabra profética se hace eco la afirmación de Jesús: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto al día y la hora y el día, nadie lo conoce, ni los ángeles de los cielos ni el Hijo, sino solo el Padre». (Mt 24, 35-36)

Y les dijo una parábola: «Fijaos en la higuera y en todos los demás árboles: cuando veis que ya echan brotes, conocéis por vosotros mismos que ya está llegando el verano. Igualmente vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. (Lc 21, 19-33)

El libro de la esperanza, esto es, el libro del apocalipsis, afirma cómo los cielos nuevos y la tierra nueva han tenido ya lugar. La esperanza se ha cumplido y así lo celebra y festeja la nueva Jerusalén que desciende desde el cielo. Nuestra liturgia reenvía a la liturgia celeste. Celebramos la obra de Dios fuente de vida y de esperanza gozosa.

Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: «He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios». Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. Y dijo el que está sentado en el trono: «Mira, hago nuevas todas las cosas». Y dijo: «Escribe: estas palabras son fieles y verdaderas». Y me dijo: «Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente.  El vencedor heredará esto: yo seré Dios para él, y él será para mí hijo. Pero los cobardes, incrédulos, abominables, asesinos, impuros, hechiceros, idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda» (Ap 21, 1-8)

El profeta Jeremías, mientras invitaba a la conversión, abría una puerta a la esperanza de Israel, anunciando cómo el Señor iría reuniendo a Israel de nuevo en Jerusalén y dando al pueblo pastores según el corazón de Dios.

Volved, hijos apóstatas —oráculo del Señor—, que yo soy vuestro dueño. Os iré reuniendo a uno de cada ciudad, a dos de cada tribu, y os traeré a Sión. Os daré pastores, según mi corazón, que os apacienten con ciencia y experiencia. Os multiplicaréis y creceréis en el país. Y en aquellos días —oráculo del Señor— ya no se hablará del Arca de la Alianza del Señor: no se recordará ni se mencionará; nadie la echará de menos, ni se volverá a construir otra. (Jer 3, 14-16)

Ezequiel, por su parte, anunció cómo el Dios de la alianza salía en busca de las ovejas perdidas y cómo les daría el pastor mesiánico, para hacer de ellos su pueblo fiel. Dios es justo y cumple siempre su promesa, aun cuando el pueblo elegido le haya dado la espalda. El Dios de la alianza realiza siempre sus promesas; pero no es menos cierto que sus caminos y tiempos no son los imaginados por la razón limitada de los hombres. Dios es justo y fiel. Cumple siempre la palabra dada. Los profetas de la alianza no dejan de insistir en este punto, principio y fundamento de la fe.

El profeta Ezequiel, después de un duro alegato contra los pastores que no han realizado su misión de acuerdo con el designio divino, anuncia de parte de Dios que él mismo será el verdadero Pastor del pueblo de su elección:

Porque esto dice el Señor Dios: «Yo mismo buscaré mi rebaño y lo cuidaré. Como cuida un pastor de su grey dispersa, así cuidaré yo de mi rebaño y lo libraré, sacándolo de los lugares por donde se había dispersado un día de oscuros nubarrones. Sacaré a mis ovejas de en medio de los pueblos, las reuniré de entre las naciones, las llevaré a su tierra, las apacentaré en los montes de Israel, en los valles y en todos los poblados del país. Las apacentaré en pastos escogidos, tendrán sus majadas en los montes más altos de Israel; se recostarán en pródigas dehesas y pacerán pingües pastos en los montes de Israel. Yo mismo apacentaré mis ovejas y las haré reposar —oráculo del Señor Dios—. Buscaré la oveja perdida, recogeré a la descarriada; vendaré a las heridas; fortaleceré a la enferma; pero a la que está fuerte y robusta la guardaré: la apacentaré con justicia».

En cuanto a vosotros, mi rebaño, esto dice el Señor Dios: «Yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío. ¿No os basta pacer en buenos pastos, sino que pisoteáis con las pezuñas el resto del pastizal? ¿No os basta beber el agua clara, sino que enturbiáis el resto con las pezuñas? ¿Ha de pastar mi rebaño lo que vuestras pezuñas pisotearon, y beber lo que vuestras pezuñas enturbiaron? Por eso así les dice el Señor Dios: Yo mismo juzgaré entre la oveja robusta y la flaca. Habéis embestido con el flanco y el cuarto delantero, y corneado a las más débiles hasta dispersarlas y echarlas fuera. Pero yo defenderé mi rebaño y no será ya objeto de pillaje. Yo juzgaré entre oveja y oveja. Suscitaré un único pastor que las apaciente: mi siervo David; él las apacentará, él será su pastor. Yo, el Señor, seré su Dios, y mi siervo David, príncipe en medio de ellos. Yo, el Señor, he hablado. Estableceré con mi rebaño una alianza de paz: exterminaré los animales dañinos de la tierra para que pueda habitar seguro en el desierto y dormir en los bosques. De bosques y desiertos en torno a mi montaña haré una bendición. Enviaré la lluvia a su tiempo, lluvia de bendición. El árbol del campo dará su fruto, y la tierra su cosecha. Estarán seguros en su tierra, y reconocerán que yo soy el Señor, cuando rompa las coyundas de su yugo y los libre del poder de quienes lo esclavizan. No volverán a ser presa de las naciones, ni los devorarán las bestias salvajes; habitarán seguros, sin temores. Para ellos crecerán plantaciones renombradas: nunca más serán consumidos por el hambre en esta tierra, ni tendrán que soportar la burla de otros pueblos, y reconocerán que yo, el Señor, soy su Dios, y que ellos, la casa de Israel, son mi pueblo —oráculo del Señor Dios—.  Vosotros sois mi rebaño, las ovejas que yo apaciento, y yo soy vuestro Dios —oráculo del Señor Dios—». (Ez 34, 11-31)

Lo anunciado por los profetas se ha cumplido en Cristo Jesús. Un cumplimiento en la novedad. Aun cuando desarrollaré este punto en ulteriores reflexiones, me parece oportuno recalcar cómo la palabra apostólica testimonia que el Dios justo ha realizado y sigue realizando su palabra de vida y salvación. El Dios fiel y misericordioso no defrauda. ¡Cristo es nuestra esperanza! (cf. Col 1, 27)

2.- EL TESTIMONIO APOSTÓLICO

El apóstol Pablo, después de su conversión, esto es, de su paso de la economía de la ley a la economía de la gracia, afirma en su carta a los Romanos: «Hemos sido salvados en esperanza». Si los profetas de la alianza, basados en la fidelidad y justicia de Dios, anunciaban un futuro de salvación, la palabra apostólica, en el mismo Espíritu  que habló por los profetas, atestigua que lo anunciado por el Señor se ha cumplido en Jesucristo, el Pastor mesiánico, el Mesías esperado y deseado por el pueblo de las alianzas. He aquí un texto a meditar sin cesar.

Pues considero que los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará. Porque la creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios; en efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no solo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo. Pues hemos sido salvados en esperanza. Y una esperanza que se ve, no es esperanza; efectivamente, ¿cómo va a esperar uno algo que ve? Pero si esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia. Del mismo modo, el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escruta los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios. Por otra parte, sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio.  Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó. (Rom 8, 18-30)

A continuación, el apóstol, lleno de admiración y esperanza, canta cómo estamos llamados los creyentes a caminar con plena seguridad y confianza en medio de las pruebas y dificultades inherentes a la existencia evangélica y misión de la Iglesia en el mundo y al servicio del mundo deseado por el Señor. Nada ni nadie puede separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús y derramados en nuestros corazones por el Espíritu de santidad.

Después de esto, ¿qué diremos? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?; como está escrito: Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor. (Rom 8, 31-39)

Hemos sido salvados en esperanza y esto de forma gratuita. La salvación, como la creación, es don y gracia. Pero si en la creación se nos da la vida sin contar con nosotros, es lo propio de ser criatura, sin embargo, el don de la salvación se dirige a personas libres que deben acogerlo y cultivarlo en la fe. La obra de Dios es que creamos en su enviado. El Padre nos atrae hacia su Hijo encarnado, pero respeta la libertad la persona. Él nos creó y recreó para la libertad. Liberados para la libertad, como enseña el apóstol, nuestra vocación es la libertad. El drama está en que la persona puede rechazar el don de Dios, la esperanza a la que es llamado. De ahí la oración del apóstol para que no echemos en saco roto la gracia, para permanecer en la verdadera inteligencia de la fe y esperanza a la que estamos llamados en Cristo Jesús.

Por eso, habiendo oído hablar de vuestra fe en Cristo y de vuestro amor a todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mis oraciones, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro. Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que llena todo en todos. (Ef 1, 15-22)

El don de la salvación reclama de la persona humana la acogida de la fe y el cultivo perseverante del «Evangelio de la gracia». El Verdadero, esto es, la fuente de la Verdad no puede mentir. El Justo, esto es, la fuente de la justicia no puede dejar de cumplir la palabra dada. Nada hay imposible para «el todopoderoso» a condición que la persona libre se abra a su acción. Todo es posible para el que cree. La respuesta de la fe se halla en la respuesta de María al escuchar del ángel esta palabra «para Dios nada hay imposible»: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». En esta respuesta de la fe se dan cita la humildad y la audacia de quien se apoya en Dios y se deja hacer por su palabra eficaz. ¡El Espíritu puede formar a Cristo en nosotros y por nuestro medio en los demás! 

En esta perspectiva conviene recordar la importancia de una auténtica lectura realmente creyente de las Escrituras. Una lectura en la fe de la Iglesia apostólica, la cual, bajo la acción del Espíritu de la verdad, es conducida la verdad plena. El Espíritu que habló por los profetas es quien da testimonio del enviado del Padre a través de la voz de los testigos apostólicos elegidos por Dios. «El Evangelio anunciado por mí, escribía Pablo, no es de origen humano» (Gal 1, 11). Recordemos que la Tradición con mayúscula arranca de Dios y su garante es el Espíritu de la verdad. El Padre es el verdadero. El Hijo es la Verdad y el Espíritu  de la verdad conduce a la verdad plena. Así han nacido los evangelios y demás escritos apostólicos. Y nosotros, como recordó el Vaticano II, estamos llamados a leer, interpretar y vivir la Escritura, en el Espíritu con que fue escrita:

Y como la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió para sacar el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender no menos diligentemente al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuanta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe. Es deber de los exegetas trabajar según estas reglas para entender y exponer totalmente el sentido de la Sagrada Escritura, para que, como en un estudio previo, vaya madurando el juicio de la Iglesia. Porque todo lo que se refiere a la interpretación de la Sagrada Escritura, está sometido en última instancia a la Iglesia, que tiene el mandato y el ministerio divino de conservar y de interpretar la palabra de Dios.(DV 12)

Para concluir estas reflexiones, volvamos a escuchar lo que Pablo escribía a la comunidad de Roma, a fin de sostenerla en sus tribulaciones:

Nosotros, los fuertes, debemos sobrellevar las flaquezas de los endebles y no buscar la satisfacción propia. Que cada uno de nosotros busque agradar al prójimo en lo bueno y para edificación suya.  Tampoco Cristo buscó su propio agrado, sino que, como está escrito: Los ultrajes de los que te ultrajaban cayeron sobre mí. Pues, todo lo que se escribió en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra, a fin de que a través de nuestra paciencia y del consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza. Que el Dios de la paciencia y del consuelo os conceda tener entre vosotros los mismos sentimientos, según Cristo Jesús; de este modo, unánimes, a una voz, glorificaréis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Por eso, acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios. Es decir, Cristo se hizo servidor de la circuncisión en atención a la fidelidad de Dios, para llevar a cumplimiento las promesas hechas a los patriarcas y, en cuanto a los gentiles, para que glorifiquen a Dios por su misericordia; como está escrito: Por esto te alabaré entre los gentiles y cantaré para tu nombre. Y en otro lugar: Regocijaos, gentiles, junto con su pueblo. Y además: Alabad al Señor todos los gentiles, proclamadlo todos los pueblos. E Isaías vuelve a decir: Aparecerá el retoño de Jesé y el que se levanta para dominar a los gentiles; en él esperarán los gentiles. Que el Dios de la esperanza os colme de alegría y de paz viviendo vuestra fe, para que desbordéis de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo. (Rom 15, 1-13)

Las Sagradas Escrituras son la expresión de la verdadera condescendencia divina. Dios nos habla en un lenguaje humano, de manera que podamos comprender su designio de salvación, el destino hacia donde nos conduce bajo la acción del Espíritu de santidad y verdad.

En la Sagrada Escritura, pues, se manifiesta, salva siempre la verdad y la santidad de Dios, la admirable "condescendencia" de la sabiduría eterna, "para que conozcamos la inefable benignidad de Dios, y de cuánta adaptación de palabra ha uso teniendo providencia y cuidado de nuestra naturaleza". Porque las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres. (DV 13)

 Conclusión

El profeta y el apóstol se caracterizan, entre otras cosas, por ser personas de fe y esperanza en el entramado de la historia. Ellos permanecen en la brecha, solidarios de un pueblo en camino, dando testimonio de la Palabra. Están sostenidos por el Espíritu del Señor que habla en ellos. Sus labios de discípulos hablan de lo que han escuchado en el silencio de la oración y en el compartir fraterno con el pueblo pobre y oprimido. Termino releyendo parte del texto que el Papa Francisco dirigía a los IS el 25 del mes de agosto de 2022:

Este también es el estilo de Dios, que ha mostrado su cercanía y su amor a la humanidad naciendo de una mujer. Es el misterio de la encarnación, origen de esa relación que nos constituye hermanos con toda criatura y que pide continuamente ser contemplado, para descubrir y promover esa bondad que Dios ha reconocido en las diversas realidades y que ni siquiera el pecado, aun ofuscándola, ha sido capaz de destruir completamente.

El carisma que ustedes han recibido los compromete, singularmente y como comunidades, a conjugar la contemplación con esa participación que les permite compartir los anhelos y las esperanzas de la humanidad, acogiendo sus preguntas para iluminarlas con la luz del Evangelio. Están llamados a vivir toda la precariedad de lo provisorio y toda la belleza de lo absoluto en la vida ordinaria, por las calles donde caminan los hombres, donde el cansancio y el dolor son más fuertes, donde los derechos son vulnerados, donde la guerra divide los pueblos, donde se niega la dignidad. Es ahí, como Jesús nos ha mostrado, que Dios sigue dándonos su salvación. Y ustedes están ahí, están llamados a estar ahí, para testimoniar la bondad y la ternura de Dios con gestos cotidianos de amor.

Pero, ¿dónde encontrar la fuerza para ponerse al servicio de los demás con generosidad? ¿Dónde encontrar también la valentía para tomar decisiones audaces que impulsen a un testimonio? Esta fuerza y esta valentía las encuentran en la oración y en la contemplación silenciosa de Cristo. El encuentro orante con Jesús les llena el corazón de su paz y de su amor, que podrán dar a los demás. La búsqueda asidua de Dios, la familiaridad con la Sagrada Escritura y la participación en los sacramentos son la clave de la fecundidad de sus obras.

 

 

 

2023 2 Dios pastor de su pueblo

DIOS PASTOR DEL PUEBLO DE LA ALIANZA

Porque esto dice el Señor Dios: «Yo mismo buscaré mi rebaño y lo cuidaré. Como cuida un pastor de su grey dispersa, así cuidaré yo de mi rebaño y lo libraré, sacándolo de los lugares por donde se había dispersado un día de oscuros nubarrones. Sacaré a mis ovejas de en medio de los pueblos, las reuniré de entre las naciones, las llevaré a su tierra, las apacentaré en los montes de Israel, en los valles y en todos los poblados del país. Las apacentaré en pastos escogidos, tendrán sus majadas en los montes más altos de Israel; se recostarán en pródigas dehesas y pacerán pingües pastos en los montes de Israel. Yo mismo apacentaré mis ovejas y las haré reposar —oráculo del Señor Dios—. Buscaré la oveja perdida, recogeré a la descarriada; vendaré a las heridas; fortaleceré a la enferma; pero a la que está fuerte y robusta la guardaré: la apacentaré con justicia». (Ez 34, 11-16)

Muchas y variadas, de acuerdo con el horizonte cultural en que las Escrituras vieron la luz, son las imágenes a través de la cuales se presentan las relaciones de Dios con el pueblo de la alianza. En todas ellas se pone de relieve la iniciativa divina. El pueblo elegido tiene su origen en el amor y solicitud de Dios, sin que el pueblo pueda esgrimir mérito alguno. En todas ellas se insiste también en cómo la identidad y misión de este pueblo es fijada por Dios en atención a todos los pueblos de la tierra. La relación del Dios de la alianza con Israel no puede separarse de la relación del Dios creador con sus criaturas. El Dios creador y el Dios liberador de la alianza son el mismo. Esto es importante tenerlo siempre presente. La Iglesia está llamada a ser bendición para todos los pueblos de la tierra.

De estas imágenes quiero traer hoy a nuestra meditación y contemplación, la que nos habla de Dios como el verdadero pastor del pueblo elegido. La imagen proviene de la cultura seminómada y durante muchos siglos de la historia de la Iglesia gozó, y aún goza, de una especial preferencia para describir el ministerio de los obispos y presbíteros.

La historia de los patriarcas da cuenta de este origen seminómada. Así lo explicita la elección de Abrahán por parte de Dios. A ello se refiere también uno de los primeros credos del pueblo elegido: «Mi padre era un arameo errante». El libro del Génesis narra la elección y misión de Abrahán, el padre de los creyentes, en estos términos:

El Señor dijo a Abrán: «Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre y serás una bendición.  Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan, y en ti serán benditas todas las familias de la tierra». (Gen 12, 1-3)

En la liturgia de la renovación de la alianza de Dios con su pueblo, tal como leemos en el libro de Josué, la historia de la elección y liberación, esto es, la historia de las relaciones de Dios con el pueblo de la alianza de la promesa y de la ley, se narra de forma significativa en estos términos:

Josué dijo a todo el pueblo: «Así dice el Señor, Dios de Israel: “Al otro lado del río Éufrates vivieron antaño vuestros padres: Téraj, padre de Abrahán y de Najor, y servían a otros dioses. Yo tomé a Abrahán vuestro padre del otro lado del Río, lo conduje por toda la tierra de Canaán y multipliqué su descendencia, dándole un hijo, Isaac. (Jos 24, 2-3)

En uno de los primeros credos de la fe israelita constatamos también la experiencia de los «arameos nómadas». He aquí una significativa confesión de fe:

“Mi padre fue un arameo errante, que bajó a Egipto, y se estableció allí como emigrante, con pocas personas, pero allí se convirtió en un pueblo grande, fuerte y numeroso. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestros gritos, miró nuestra indefensión, nuestra angustia y nuestra opresión. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, con signos y prodigios, y nos trajo a este lugar, y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel. Por eso, ahora traigo aquí las primicias de los frutos del suelo que tú, Señor, me has dado”. (Dt 26, 5-10; cf. Gen 4, 2)

Israel al escribir estos textos para su liturgia hacía memoria de cómo el Señor era el origen de su existencia, de cómo estaba llamado a situarse en la historia de la humanidad, de cuál era su misión. Su meditación puede ayudarnos a repensar y recrear nuestro ministerio pastoral, como veremos a lo largo de estas reflexiones hechas en un clima de oración y bajo el magisterio del Espíritu de la verdad, santidad, amor, libertad y comunión. El verdadero maestro interior, al que cada uno estamos invitados de escuchar es el Espíritu de la verdad. Él conduce a la Iglesia a la verdad plena.

I.- DIOS DA ORIGEN A SU PUEBLO

El Dios creador ni cesó ni cesa de buscar y recrear al hombre, su bien. Lo hace siempre desde una clara alteridad. Ante una humanidad altiva, arrogante y dividida, Dios buscó de nuevo recrear su plan a partir de un hombre, cuyos antepasados eran adoradores de dioses falsos, como acabamos de ver. No es Abrán quien buscó al Dios verdadero, sino Dios el que dirigió su palabra a Abrán. A partir de él, un anciano, y de su mujer Sara, estéril, Dios se da un pueblo numeroso, llamado a ser signo e instrumento de su designio salvador.

La palabra de Dios, conviene notarlo, se presenta como una promesa, como un verdadero compromiso con Abrán, a quien le pide tan solo ponerse en camino. El libro del Génesis presenta así la respuesta del viejo patriarca: «Abrán marchó, como le había dicho el Señor, y con él marchó Lot». La carta a los Hebreos, releyendo la historia desde la luz pascual, comenta:

Por la fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba. Por fe vivió como extranjero en la tierra prometida, habitando en tiendas, y lo mismo Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios. (Heb 11, 8-10)

Dios, por tanto, determinó alumbrar su pueblo, para que fuera una bendición para todas las familias de la tierra. He aquí un punto decisivo para comprender la identidad y misión del pueblo dado a luz por el amor del Señor. Un amor que abraza a todos los pueblos de la tierra a partir de Abrahán, llamado a ser signo e instrumento de su plan de salvación. La grandeza y mérito de Abrahán estuvo en marchar en «la noche de la fe». Así fue constituido «padre de los creyentes».

Andando el tiempo, la promesa de Dios, tras no pocos diálogos y pruebas, se precisa en «la alianza de la promesa», como sabemos, que él mismo Dios ratificó luego con juramento.

Cuando Abrán tenía noventa y nueve años, se le apareció el Señor y le dijo: «Yo soy Dios todopoderoso, camina en mi presencia y sé perfecto. Yo concertaré una alianza contigo: te haré crecer sin medida». Abrán cayó rostro en tierra y Dios le habló así: «Por mi parte, esta es mi alianza contigo: serás padre de muchedumbre de pueblos. Ya no te llamarás Abrán, sino Abrahán, porque te hago padre de muchedumbre de pueblos. Te haré fecundo sobremanera: sacaré pueblos de ti, y reyes nacerán de ti. Mantendré mi alianza contigo y con tu descendencia en futuras generaciones, como alianza perpetua. Seré tu Dios y el de tus descendientes futuros. Os daré a ti y a tu descendencia futura la tierra en que peregrinas, la tierra de Canaán, como posesión perpetua, y seré su Dios». (Ge 17, 1-8)

Abrahán está lejos de ser perfecto según los parámetros de nuestras éticas; pero le vemos avanzar en la fe, apoyado en la palabra-promesa del Señor, que constituye el fundamento sólido de una existencia vivida en la dependencia de Dios y al servicio de la humanidad.

San Pablo, partiendo de las promesas de Dios a Abrahán: «A tu descendencia daré esta tierra»; «Mantendré mi alianza contigo y con tu descendencia» (Gen 12, 7; 17, 7), argumenta: 

Pues bien, las promesas se le hicieron a Abrahán y a su descendencia (no dice «y a los descendientes», como si fueran muchos, sino y a tu descendencia, que es Cristo). Lo que digo es esto: un testamento debidamente otorgado por Dios no pudo invalidarlo la ley, que apareció cuatrocientos treinta años más tarde, de modo que anulara la promesa; pues, si la herencia viniera en virtud de la ley, ya no dependería de la promesa; y es un hecho que a Abrahán Dios le otorgó su gracia en virtud de la promesa. (Gal, 16-18)

Dios lleva adelante su plan de salvación, en favor de la humanidad entera, a través de un hombre limitado en todos los sentidos, pero que se puso en camino bajo la palabra divina: «Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré». Estamos ante la espiritualidad del éxodo. El hombre de fe se pone en camino fiado en la Palabra del Señor. Dios es el pastor y dueño de su pueblo. Él buscó y alumbró su rebaño.

Y esto acontece a través de mediaciones pobres y desproporcionadas, a través de caminos y tiempos desconcertantes para dichas mediaciones, como vemos si recordamos el largo caminar de Abrahán en la noche de la fe. Lo único que el Señor pide es fe. En la debilidad del patriarca se pone de manifiesto el poder de la palabra creadora y recreadora de Dios. Estamos así ante una llamada a vivir el momento presente con esperanza gozosa, esto es, poniéndonos de nuevo en camino fiados en el poder del Dios justo que realiza cuanto anuncia de antemano. Así se lo recordaba el profeta al pueblo pobre y disperso, siempre tentado por la duda, la incertidumbre y la incredulidad:

Saca afuera a un pueblo que tiene ojos, pero está ciego, que tiene oídos, pero está sordo. Que todas las naciones se congreguen y todos los pueblos se reúnan. ¿Quién de entre ellos podría anunciar esto, o proclamar los hechos antiguos? Que presenten sus testigos para justificarse, que los oigan y digan: es verdad. Vosotros sois mis testigos —oráculo del Señor—, y también mi siervo, al que yo escogí, para que sepáis y creáis y comprendáis que yo soy Dios. Antes de mí no había sido formado ningún dios, ni lo habrá después. Yo, yo soy el Señor, fuera de mí no hay salvador. Yo lo anuncié y os salvé; lo anuncié y no hubo entre vosotros dios extranjero. Vosotros sois mis testigos —oráculo del Señor—: yo soy Dios. Lo soy desde siempre, y nadie se puede liberar de mi mano. Lo que yo hago ¿quién podría deshacerlo? Esto dice el Señor, vuestro libertador, el Santo de Israel: por vosotros he enviado una expedición a Babilonia,  he traído a todos los fugitivos y a los caldeos que se glorían en sus naves. Yo soy el Señor, vuestro Santo, el creador de Israel, vuestro rey. (Is 43, 8-15)

Esta historia de amor de Dios por su pueblo se prolonga hoy entre nosotros. No lo perdamos de vista. Está en juego nuestra identidad y misión eclesial en el mundo. La Iglesia es mucho más que un simple grupo religioso. El pueblo de la promesa, de la alianza, es obra de Dios y de la fe de sus elegidos, a fin que fuera bendición para los pueblos de la tierra. «La Iglesia es sacramento universal de salvación». Ella vive en el mundo al servicio del Evangelio, para que la humanidad entera vislumbre el reino de Dios y entre en él. La palabra viva de Dios la pone incesantemente en camino, como puso en camino a Abrahán. Y lo hace, como lo hiciera con el padre de los creyentes, con la fuerza de la fe en medio de las luces y sombras de los límites propios y ajenos, inherentes a la condición secular. La Iglesia debe cultivar conscientemente su condición sacramental. El poder de Dios se revela en la debilidad y fragilidad. El apóstol Pablo se presentaba como el pecador perdonado y agraciado por Dios; y no como un ejemplar salvado por méritos propios.

Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente.Pero Dios tuvo compasión de mí porque no sabía lo que hacía, pues estaba lejos de la fe; sin embargo, la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí junto con la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús. Es palabra digna de crédito y merecedora de total aceptación que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero; pero por esto precisamente se compadeció de mí: para que yo fuese el primero en el que Cristo Jesús mostrase toda su paciencia y para que me convirtiera en un modelo de los que han de creer en él y tener vida eterna. Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén. (1Tim 1, 12-17)

II.- DIOS CAMINA CON SU PUEBLO

EN MEDIO DE LOS PUEBLOS

La historia de la salvación, tal como se narra en las Escrituras del pueblo de las alianzas, es la historia de la fidelidad de Dios ante la tendencia a la apostasía existente en Israel, pueblo de dura cerviz. Así lo denunciaba el profeta Oseas, invitándolo a volver al Señor.

¡Escuchad la palabra del Señor, hijos de Israel! El Señor tiene un proceso contra los habitantes del país,  porque falta fidelidad y falta amor, falta el conocimiento de Dios en el país. Se multiplican juramento y mentira, asesinato, robo y adulterio, y el crimen limita con el crimen. Por eso está de luto el país, y languidecen sus habitantes, junto con los animales del campo y las aves del cielo. ¡Si hasta los peces desaparecen del mar!

Y el profeta añade a continuación el porqué de la situación de un pueblo carente del verdadero conocimiento de Dios, culpando de ello a los sacerdotes y profetas.

Pero que nadie acuse, nadie critique. ¡Contra ti va mi pleito, sacerdote! Tropiezas de día, y también tropieza el profeta contigo de noche. Reduzco a tu madre al silencio. Perece mi pueblo por falta de conocimiento. Ya que tú rechazaste el conocimiento, yo te rechazo de mi sacerdocio; ya que olvidaste la enseñanza de tu Dios, también yo me olvido de tus hijos. (Os 4, 1-6)

Lo que quiero poner de relieve, en este momento, es cómo Dios no ha cesado de mostrar su fidelidad en la agitada historia del pueblo amado y elegido, sin mérito de parte de este. Ya el libro del Génesis cierra la historia de Jacob en Egipto con estas palabras de bendición del patriarca:

 «El Dios en cuya presencia caminaron mis padres Abrahán e Isaac, el Dios que me ha pastoreado desde mi nacimiento hasta hoy, el ángel que me ha librado de todo mal, bendiga a estos muchachos. Se recuerde en ellos mi nombre y el nombre de mis padres Abrahán e Isaac, y se multipliquen sobremanera en medio de la tierra». (Gen 48, 15-16)

Y al bendecir a todos sus hijos, Israel proclama cómo fue pastoreado a lo largo de su vida por el  Dios de Abrahán e Isaac. Con títulos significativos hace memoria de lo que ha sido la fidelidad,  solidez y poder del pastor de Israel, esto es, de su Dios: «Pero su arco se queda rígido, y tiemblan sus manos y sus brazos, ante el Campeón de Jacob, el Pastor, la Roca de Israel». (Gen 49, 24) Yahvé bajó a Egipto con los suyos, para salvarlos y también para que fueran una bendición para los demás pueblos en tiempo de hambre. Abrahán fue llamado para que fuera una bendición para todas las familias de la tierra, lo que se cumplió a través de su «descendencia».

Hagamos ahora un pequeño recorrido por la oración de Israel, pues en ella los creyentes no cesan de cantar y alabar a Yahvé como su verdadero pastor a lo largo de una accidentada historia de amor y desamor. El salmo 23 canta cómo el Señor es el pastor del pueblo, que le permite caminar con plena seguridad en medio de los vaivenes de la historia de los pueblos de la tierra:

El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término. (Sal 23 (22))

Si en el salmo 23, Israel canta con alegría cómo es conducido, con seguridad y firmeza, por su Dios, en el salmo 80 lo invoca para que venga en su auxilio en medio de la prueba.

Pastor de Israel, escucha, tú que guías a José como a un rebaño; tú que te sientas sobre querubines, resplandece ante Efraín, Benjamín y Manasés; despierta tu poder y ven a salvarnos. Oh Dios, restáuranos,  que brille tu rostro y nos salve. (Sal 80 (79), 2-3)

El salmista hace memoria de cómo Dios intervino para liberar a Israel del poder de Egipto y conducirlo a la tierra prometida por él a sus padres. El orante contempla a Israel como la viña plantada por Yahvé. En todo caso, lo importante es recordar que la misión del verdadero pastor consiste en liberar al pueblo de los peligros, de recrearlo para la vida, de conducirlo hacia una vida plena en libertad. Es propio del verdadero pastor liberar a las ovejas de los lobos, cuidarlas,  mantenerlas unidas, para conducirlas por el camino de la vida. Las ovejas son el bien del pastor y este vela por ellas. El salmo 80 termina con estas palabras: «Señor, Dios del universo, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve». El pastor garantiza la salvación de sus ovejas, las defiende, las conduce hacia pastos buenos y las mantiene unidas como un solo rebaño.

 El salmo 78 (77), 52 evoca justamente la acción liberadora de Dios en favor de su pueblo Israel: «Sacó como un rebaño a su pueblo, los guió como un hato por el desierto». «Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. Ojalá escuchéis hoy su voz.» (Sal 95 (94), 7)

Dios libera, reúne, defiende y educa a su pueblo. Lo hace en todo momento, pero no siempre actúa el pastor de la misma manera. Esto conviene tenerlo muy presente. Los profetas lo expresan bien y de maneras diferentes. Oseas lo resume de esta forma:

En su angustia me buscarán, diciendo: «Vamos, volvamos al Señor. Porque él ha desgarrado, y él nos curará; él nos ha golpeado, y él nos vendará. En dos días nos volverá a la vida y al tercero nos hará resurgir; viviremos en su presencia y comprenderemos. Procuremos conocer al Señor. Su manifestación es segura como la aurora. Vendrá como la lluvia, como la lluvia de primavera que empapa la tierra». ¿Qué haré de ti, Efraín, qué haré de ti, Judá? Vuestro amor es como nube mañanera, como el rocío que al alba desaparece. Sobre una roca tallé mis mandamientos; los castigué por medio de los profetas con las palabras de mi boca. Mi juicio se manifestará como la luz. Quiero misericordia y no sacrificio,  conocimiento de Dios, más que holocaustos. Mas ellos, cual Adán, transgredieron la alianza, así me fueron infieles. (Os 6, 1-7)

La ternura y afección del Pastor con su rebaño se expresa de forma seductora en un texto bien conocido de todos. En él se habla de cómo el Señor se compadeció de su pueblo y salió en su busca para reunirlo tras los dramáticos acontecimientos del Exilio.

Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: «Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder y con su brazo manda. Mirad, viene con él su salario y su recompensa lo precede. Como un pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las ovejas que crían». (Is 40, 9-11)

Pero sería una falsa comprensión de la ternura del pastor divino, si dejásemos de meditar cómo educa a su pueblo por medio de la prueba. Cierto, la última palabra la tiene su misericordia, pero el amor busca la conversión y el crecimiento de sus ovejas en la verdad y la libertad, pues sólo la verdad proporciona la libertad auténtica, la libertad propia del amor. Por ello es necesario releer también textos proféticos como los siguientes:

Escuchad, prestad mucha atención, sin orgullo, que habla el Señor. Honrad al Señor, vuestro Dios, antes de que se echen las sombras, antes de que tropiecen vuestros pies por los montes, apenas sin luz; antes de que la luz que esperáis se convierta en sombras mortales, se transforme en lóbregas tinieblas. Pero si no escucháis, lloraré en silencio vuestra arrogancia; se desharán en llanto mis ojos, verteré copiosas lágrimas cuando deporten al rebaño del Señor. (Jer 13, 15-17)

Ahora bien, la misericordia del Señor termina siempre por imponerse. Y es que el pastor no quiere la muerte de sus ovejas, sino que vivan y caminen de acuerdo con su designio salvador.

Así dice el Señor, redentor y Santo de Israel, al despreciado, al aborrecido de las naciones, al esclavo de los tiranos: «Te verán los reyes, y se alzarán; los príncipes, y se postrarán; porque el Señor es fiel, porque el Santo de Israel te ha elegido». Así dice el Señor: «En tiempo de gracia te he respondido, en día propicio te he auxiliado; te he defendido y constituido alianza del pueblo, para restaurar el país, para repartir heredades desoladas, para decir a los cautivos: “Salid”, a los que están en tinieblas: “Venid a la luz”. Aun por los caminos pastarán, tendrán praderas en todas las dunas; no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el bochorno ni el sol; porque los conduce el compasivo y los guía a manantiales de agua. Convertiré mis montes en caminos, y mis senderos se nivelarán. Miradlos venir de lejos; miradlos, del Norte y del Poniente, y los otros de la tierra de Sin. (Is 49, 7-12)

Y Dios, como expresa el profeta, jamás desiste de reunir a su rebaño: «Oráculo del Señor que reúne, a los dispersos de Israel: “Todavía congregaré a otros, además de los ya reunidos». (Is 56. 8)

Esta historia del amor fiel del Dios de la alianza con el pueblo de su elección nos introduce en la fuente de la verdadera y gozosa esperanza. Dios es fiel y cumple sus promesas. También nos introduce, por otra parte, en el dinamismo propio del pastor que actúa en nombre de Dios, el verdadero pastor de su pueblo. Así nos adentramos en cómo Dios actuó y actúa a través de los llamados a pastorear en su nombre al pueblo de su elección.

 

III.- PASTORES SEGÚN EL CORAZÓN DE DIOS

Dios es el verdadero pastor de Israel. Para llevar a cabo su obra de formar, liberar y conducir su pueblo, convoca y elige personas e instituciones que sean realmente signo e instrumento de su acción liberadora y salvadora, de su iniciativa de amor y compasión ante la «querencia de apostasía de su pueblo». Reflexiones y meditemos un poco sobre esta verdad de la historia de Dios con el pueblo elegido.

El oráculo del profeta Jeremías, bien conocido de todos, se enraíza en la historia de las relaciones de Dios con su pueblo. El profeta pide al pueblo volver a Dios, que se compromete a darles pastores según su corazón, como lo hizo desde tiempos inmemoriales.

Volved, hijos apóstatas —oráculo del Señor—, que yo soy vuestro dueño. Os iré reuniendo a uno de cada ciudad, a dos de cada tribu, y os traeré a Sión. Os daré pastores, según mi corazón, que os apacienten con ciencia y experiencia. Os multiplicaréis y creceréis en el país. (Jer 3, 14-16)

Vamos a fijarnos en tres momentos especialmente importantes de la historia de Israel.

1.- El Pastor Moisés: vocación y misión (Ex 3-6)

Israel creció y se instaló en Egipto, olvidándose de Dios. Es un hecho. Luego el pueblo pasó de la prosperidad a la esclavitud. Pero Dios no se olvidó de su pueblo ni de la alianza establecida con sus padres. El Dios de Abrahán, Isaac y Jacob es un Dios de vivos y no de muertos. Escuchó el grito de los esclavos, vio la opresión y miseria de los suyos, se compadeció de su situación y decidió bajar para liberar al pueblo de la espuerta, dándose a conocer de esta forma a los pueblos de la tierra. Así se revelará como el único Dios y salvador. Las promesas y bendición prometidas al padre de los creyentes se cumplen en el momento oportuno. 

Dios preparaba su obra salvadora, conduciendo los acontecimientos. Intervino rescatando a Moisés de las aguas y de la ira del Faraón. En el Horeb, mientras pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, fue llamado por el Señor, para llevar a cabo la liberación de su pueblo y conducirlo a la tierra prometida. Moisés no es el propietario del rebaño de Jetró, mucho menos del pueblo de Dios. Es un «pastor servidor», un servidor elegido por el Señor para conducir su rebaño en nombre suyo. Esto conviene tenerlo siempre presente en la contemplación, pues de otra forma corremos el peligro de suplantar al dueño del rebaño y, en última instancia, su verdadero pastor.

La actitud principal del «pastor siervo» se presenta así en palabras muy significativas: «Moisés era un hombre muy humilde, más que nadie sobre la faz de la tierra». (Num 12, 3) Y por ello el Señor se indignó contra sus hermanos, Aarón y María, que pretendían equipararse con él. Moisés no buscó nunca apropiarse del pueblo, sólo ponerse a su servicio desde la escucha del Señor, el verdadero dueño y guía de su rebaño, el pueblo de su propiedad.

La misión recibida del Señor y que Moisés llevó a cabo con humildad y sumisión, se centró en estos puntos: reunir y poner a los hijos de Israel en camino hacia la tierra de la libertad, aun cuando ellos prefiriesen las cebollas de Egipto. Guiar al pueblo por el desierto a la alianza del Sinaí. Moisés tuvo que soportar la dureza y rebeldía de Israel, pero también tuvo que estar en la brecha, para desaconsejar al Señor airado, que le ofrecía un nuevo pueblo, frente al pueblo de dura cerviz. Así mostraba Moisés su obediencia a Dios y su solidaridad con el pueblo del que procedía. Moisés condujo a su pueblo hasta las puertas de la tierra prometida; pero no entró en ella. El llamado a pastorear el pueblo propiedad de Dios conviene que no deje de meditarlo.

En una palabra, Dios confía las ovejas de su rebaño, a sus servidores: «Sabed que el Señor es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño… El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades» (Sal 100 (99). Y el salmo 77 canta cómo Yahvé guiaba a su pueblo por medio de Moisés y de Aarón. «Guiabas a tu pueblo, como a un rebaño, por mano de Moisés y de Aarón».  (77 (76), 21)

Y cuando Dios anunció a Moisés que moriría sin entrar en la tierra prometida con los suyos, el siervo pidió a su Señor un pastor para el rebaño, a fin de que este avanzase con libertad:

«Que el Señor, Dios de los espíritus de todo viviente, ponga un hombre al frente de esta comunidad, uno que salga y entre al frente de ellos y que los conduzca en sus entradas y salidas, para que no quede la comunidad del Señor como rebaño sin pastor». (Num 27, 16-17)

Un rebaño sin pastor tiende a disgregarse, se halla amenazado por los poderes de este mundo, por los lobos y bestias del campo. Y lo mismo sucede con la comunidad cuando no es conducida por la mano del Señor a través de los servidores elegidos por él.

 

2.- El Pastor David y su misión

Escogió a David, su siervo, lo sacó de los apriscos del rebaño; de andar tras las ovejas, lo llevó a pastorear a su pueblo, Jacob; a Israel, su heredad. Los pastoreó con corazón íntegro, los guiaba con mano inteligente. (Sal 78 (77), 70-72)

La elección de David, para pastorear a Israel en nombre de su Señor, fue determinante en la historia de Dios con su pueblo. Más allá de las limitaciones e infidelidades del hombre David, este condujo  el rebaño del Señor con corazón íntegro y mano inteligente, esto es, de acuerdo con el designio del dueño del rebaño. Pablo, en su discurso sobre la historia de Dios con su pueblo, presenta a David   como un elegido de acuerdo con el corazón de Dios. Él depuso a Saúl y «suscitó como rey a David, en favor del cual dio testimonio, diciendo: Encontré a David, hijo de Jesé, hombre conforme a mi corazón, que cumplirá todos mis preceptos». (Hch 13, 22) Ante la insensatez y desobediencia de Saúl, el profeta le dijo: «El Señor se ha buscado un hombre según su corazón y le ha nombrado jefe sobre su pueblo, porque no has cumplido lo que te ordenó el Señor». (1S 13, 14)

La misión del pastor elegido por Dios es guiar al pueblo de acuerdo con la palabra divina. Y esto comporta, ante todo, formarlo de modo que avance por los caminos de la justicia, libertad y santidad. Esto no es posible si el elegido por Dios quiere imponerse y dominar, si no hace justicia a los pobres, si no lleva al pueblo a caminar en la verdad y obediencia de la alianza, esto es, siguiendo las sendas de la paz verdadera, avanzando desde el conocimiento y escucha de Dios.

La figura de David es, sin duda alguna, controvertida; pero supo avanzar en la verdad, reconociendo su culpa. Cuando Dios, por medio del profeta, le recrimina su pecado, lo reconoce y pide perdón;  antepone el interés del pueblo al suyo personal. Si Dios le indica que no es el elegido para edificarle una casa, renuncia a su proyecto y trabaja para que sea su sucesor quien lleve a cabo la obra. David, con todos sus límites y pecados, fue un hombre de oración y escucha. Y esto es muy importante para conducir a la comunidad del Señor.

El Antiguo Testamento constata, como vemos en la literatura profética, que muchos de los llamados a ser pastores del pueblo elegido no siempre fueron fieles a su misión. En lugar de buscar cómo realizar el designio de Dios, se buscaban a ellos mismos; y así se oponían al mismo Señor. En lugar de pastorear al pueblo y de conducirlo por caminos de paz y libertad, se servían del pueblo y lo dominaban. Y de esta forma contribuían a que el rebaño del Señor se disgregase y fuera presa de las potencias de este mundo. Los lobos pueden disfrazarse de ovejas. ¡Permanezcamos vigilantes!

Los profetas denuncian a los malos pastores y anuncian, por otra parte, que Dios en persona va a intervenir para reunir a los dispersados, para hacer justicia a los pobres y oprimidos, para liberar a las ovejas de su rebaño de los lobos, para que el pueblo disfrute de nuevo de la paz deseada. Como resumen del mensaje profético, resulta interesante rumiar estas palabras de Jeremías:

¡Ay de los pastores que dispersan y dejan que se pierdan las ovejas de mi rebaño! —oráculo del Señor—. Por tanto, esto dice el Señor, Dios de Israel a los pastores que pastorean a mi pueblo: «Vosotros dispersasteis mis ovejas y las dejasteis ir sin preocuparos de ellas. Así que voy a pediros cuentas por la maldad de vuestras acciones —oráculo del Señor—. Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas de todos los países adonde las expulsé, y las volveré a traer a sus dehesas para que crezcan y se multipliquen. Les pondré pastores que las apacienten, y ya no temerán ni se espantarán. Ninguna se perderá —oráculo del Señor—». Mirad que llegan días —oráculo del Señor— en que daré a David un vástago legítimo: reinará como monarca prudente, con justicia y derecho en la tierra. En sus días se salvará Judá, Israel habitará seguro. Y le pondrán este nombre: «El-Señor-nuestra-justicia». Así que llegan días —oráculo del Señor— en que ya no se dirá: «Lo juro por el Señor, que sacó a los hijos de Israel de Egipto», sino: «Lo juro por el Señor, que sacó a la casa de Israel del país del norte y de los países por donde los dispersó, y los trajo para que habitaran en su propia tierra». (Jer 23, 1-8)

Los profetas de la alianza no cesan de denunciar la infidelidad del pueblo y de sus pastores, que debían conducir al pueblo de acuerdo con las cláusulas de la alianza; pero la denuncia iba acompañada, al mismo tiempo, del anuncio de la fidelidad de Dios, que se realizaría sin tardar con el envío de un pastor ideal, como lo fue David. Los verdaderos profetas de la alianza no cesaban de invitar a la conversión y la fe, a poner la esperanza en su Señor, Pastor y Salvador.

3.- El nuevo David

Yo defenderé mi rebaño y no será ya objeto de pillaje. Yo juzgaré entre oveja y oveja. Suscitaré un único pastor que las apaciente: mi siervo David; él las apacentará, él será su pastor. Yo, el Señor, seré su Dios, y mi siervo David, príncipe en medio de ellos. Yo, el Señor, he hablado. Estableceré con mi rebaño una alianza de paz: exterminaré los animales dañinos de la tierra para que pueda habitar seguro en el desierto y dormir en los bosques. De bosques y desiertos en torno a mi montaña haré una bendición. Enviaré la lluvia a su tiempo, lluvia de bendición. El árbol del campo dará su fruto, y la tierra su cosecha. Estarán seguros en su tierra, y reconocerán que yo soy el Señor, cuando rompa las coyundas de su yugo y los libre del poder de quienes lo esclavizan. No volverán a ser presa de las naciones, ni los devorarán las bestias salvajes; habitarán seguros, sin temores. Para ellos crecerán plantaciones renombradas: nunca más serán consumidos por el hambre en esta tierra, ni tendrán que soportar la burla de otros pueblos, y reconocerán que yo, el Señor, soy su Dios, y que ellos, la casa de Israel, son mi pueblo —oráculo del Señor Dios—.  Vosotros sois mi rebaño, las ovejas que yo apaciento, y yo soy vuestro Dios —oráculo del Señor Dios—». (Ez 34, 22-31)

En medio de las tempestades políticas, de las crisis culturales y religiosas de los pueblos, y de las cuales no estaba exento el pueblo elegido, el profeta invita a caminar con la mirada puesta en el Señor fiel y fuerte, que sigue velando por el futuro de su pueblo. En él se encuentra la esperanza y no en nosotros. Además de los malos pastores, también las ovejas fuertes oprimían a las flacas y débiles. Era necesario recrear la verdadera paz y justicia en el seno del pueblo de la alianza.

Dios suscitará un único pastor que apaciente su pueblo en justicia, verdad y santidad. Si el profeta ha denunciado la infidelidad de los pastores, que se habían apropiado del pueblo, ahora anuncia un único pastor. Es importante notarlo. No habrá pastores, sino un único pastor que permanecerá para siempre. Un pastor que no se apropiará de las ovejas. Por ello el profeta proclama esta afirmación luminosa, cargada de esperanza: «Yo, el Señor, seré su Dios, y mi siervo David, príncipe en medio de ellos». La perversión de los pastores tiene lugar cuando se apropian y aprovechan de las ovejas de Dios. El pueblo sigue el criterio de los malos pastores cuando los fuertes aplastan a los pobres y desvalidos. Pero la última palabra es del Señor y esto no debemos olvidarlo en ningún momento. Al final de la carta a los hebreos nos encontramos con esta significativa súplica:

Que el Dios de la paz, que hizo retornar de entre los muertos al gran pastor de las ovejas, Jesús Señor nuestro, en virtud de la sangre de la alianza eterna, os confirme en todo bien para que cumpláis su voluntad, realizando en nosotros lo que es de su agrado por medio de Jesucristo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén. (Heb 13, 20-21)

Conclusión

Dios sigue siendo nuestro pastor. Ha cumplido su promesa con el envío de su Hijo en una carne semejante a la nuestra. El cumplimiento de las promesas se ha realizado en una novedad insospechada para los mismos profetas de la alianza. Es lo que trataremos de contemplar y ahondar un poco en la próxima meditación.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2023 3 El buen pastor

«YO SOY EL BUEN PASTOR»

 

En la meditación anterior vimos cómo y porqué Dios es el verdadero pastor de su pueblo. Él lo formó, liberó y condujo a lo largo de la historia. Además, prometió, según lo anunciado por el profeta Ezequiel, que le daría un pastor que guiaría al pueblo según su designio divino, un nuevo David. La promesa no habla de pastores (como sucede en la promesa hecha por Jeremías: «Os daré pastores según mi corazón, que os apacienten con ciencia y experiencia». Jer 3, 15), sino de un único pastor, príncipe en medio del pueblo elegido. En el evangelio según san Juan, Jesús, el Verbo encarnado, el Hijo del Hombre, el Mesías, el Salvador… etc. se presenta, entre otros muchos títulos y metáforas, como «el Pastor, el bueno».

Los estudiosos del evangelio según san Juan hacen notar que Jesús se identifica como el Pastor anunciado por los profetas; «pero aquí no recibe el calificativo de “verdadero”, como en el caso de la luz, el pan, la vid, sino el de «bueno» (kalós), en un sentido no tanto de mansedumbre o de afabilidad (como han popularizado algunas imágenes piadosas), sino en el sentido que tiene este término en el nuevo testamento: kalós indica la calidad de una cosa o de una persona que responde plenamente a su función». (X Léon-Dufour) Esta observación es importante, en mi opinión, por un doble motivo. En primer lugar porque Jesús no desplaza al Padre, que permanece en todo momento como el dueño y pastor del rebaño. Él es quien da y confía sus ovejas al Hijo para que las apaciente. Jesús lo sabe y por ello afirma ante los judíos, que lo rechazaban y acosaban:

Los judíos, rodeándolo, le preguntaban: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente». Jesús les respondió: «Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, lo que me ha dado, es mayor que todo, y nadie puede arrebatarlas dela mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno». (Jn 10, 24-30)

Y, en segundo lugar. porque Jesús, en el momento de salir de este mundo para volver al Padre, confiaba a los que había recibido de él a su solicitud paterna. Sus discípulos eran las ovejas que el Padre le había confiado y dado; pero Jesús sabía bien que seguían siendo ovejas del Padre que no dejaba de cuidar. Esta conciencia fundaba, por otra parte la seguridad del Pastor Bueno. Él avanzaba en la historia con la plena seguridad de que nadie puede arrebatar de la mano del Padre a los que le habían sido confiados. Aquí radica la auténtica esperanza y seguridad del Pastor mesiánico, así como de los llamados a representarlo durante la marcha del pueblo de Dios en la historia hacia la patria definitiva de la libertad y la gloria.

Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese. He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado. Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, porque son tuyos. Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti. Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. (Jn 17, 5-11)

Partiendo de estas convicciones, y como introducción a la oración personal, ofrezco una pistas para contemplar el ser, que bien pude llamarse sacramental, del pastor mesiánico y cómo Jesús lo llevó a cabo a lo largo de su existencia por los caminos de Galilea y Judá.

I.- JESÚS SE PROCLAMA EL BUEN PASTOR

Dios, por medio de sus siervos los profetas, profetizó contra los malos pastores. Debían guiar y servir al pueblo en justicia y santidad de acuerdo con la clausulas de la alianza, pero en lugar de servirlo se servían de él. Lejos de mantener unido el rebaño del Señor, con su actuación habían contribuido a su dispersión y exilio entre las potencias del mundo. Tampoco habían contribuido a que hubiera justicia y solidaridad entre los fuertes y los débiles. Más todavía, habían buscado apropiarse del pueblo, propiedad de Dios. Por ello el Señor había decidido retirarles el rebaño y pastorear él mismo al pueblo de su propiedad. Él volverá a reunir las ovejas dispersas, las librará y llamará de los diferentes rediles, recreará la justicia entre las ovejas fuertes y débiles, las hará caminar en paz y seguridad. Y, una vez, recreado el rebaño, suscitará «un único pastor»:

Suscitaré un único pastor que las apaciente: mi siervo David; él las apacentará, él será su pastor. Yo, el Señor, seré su Dios, y mi siervo David, príncipe en medio de ellos. Yo, el Señor, he hablado. Estableceré con mi rebaño una alianza de paz: exterminaré los animales dañinos de la tierra para que pueda habitar seguro en el desierto y dormir en los bosques. (Ez 34, 23-25)

Jesús se presenta a sí mismo, entre otras imágenes y símbolos, como el Pastor único y bueno esperado por Israel; pero los judíos habían decidido expulsar de la sinagoga al que lo confesara como Mesías. Así habían expulsado al ciego curado por haber creído en él. (cf. Jn 9). Conviene tener en cuenta este contexto, para mejor comprender las palabras en las que Jesús se afirma como la puerta de las ovejas y el Buen Pastor. Estamos ante un texto de revelación:

«En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estragos; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante. Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo las roba y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. (Jn 10, 7-13)

En continuidad y armonía con la crítica profética, Jesús tacha de ladrones, bandidos, y asalariados, a los que buscan dominar y servirse del rebaño de Dios. De ladrones, ya que pretenden, consciente o inconscientemente, apropiarse del pueblo propiedad de Dios, como recuerda la parábola de los viñadores homicidas (cf. Mc 12, 1ss). De bandidos, pues buscan explotar al pueblo y enriquecerse a costa de él. De asalariados, dado que se comportan como simples funcionarios en lugar de formar y educar al pueblo en la lógica propia de la alianza. Jesús, frente a los «malos y falsos pastores», se proclama como el Pastor Bueno, esto es, como el nuevo David anunciado por el medio del profeta y Dios ha puesto al frente de su rebaño.

En el evangelio según san Juan, la auto-revelación de Jesús como el Buen Pastor, acontece después de un largo recorrido y en un contexto, como he señalado, polémico. El evangelista, en efecto, presenta a Jesús a lo largo de su  evangelio como el Unigénito enviado por el Padre, para dar la vida eterna. El ser filial del Buen Pastor es determinante. Llegado a este punto, conviene recordar que el autor de la carta a los Hebreos cierra su escrito calificando a Jesús como el «gran pastor de las ovejas». Inicia su escrito afirmando cómo Dios en los tiempos últimos habló por medio de su Hijo. Luego insiste cómo Cristo, a diferencia de Moisés, está al frente de la familia de Dios en su calidad de Hijo. Enviado en la carne nos abre el camino hacia el Padre. Él es el verdadero y único Mediador. Es el gran Pastor que ha dado su vida, para conducirnos al Padre ante quien sigue intercediendo por nosotros. La dimensión filial del Buen Pastor queda bien reflejado en esta exhortación de la carta a los Hebreos.

Por tanto, hermanos santos, vosotros que compartís una vocación celeste, considerad al apóstol y sumo sacerdote de la fe que profesamos: a Jesús, fiel al que lo nombró, como lo fue Moisés en toda la familia de Dios. Pero el honor concedido a Jesús es superior al de Moisés, pues el que funda la familia tiene mayor dignidad que la familia misma. En efecto, cada familia tiene un fundador, mas quien lo ha fundado todo es Dios. Moisés, ciertamente, fue fiel en toda su casa, como servidor para atestiguar cuanto había de anunciarse. En cambio, Cristo, como Hijo, está al frente de la familia de Dios; y esa familia somos nosotros, con tal que mantengamos firme la seguridad y la gloria de la esperanza. (Heb 3, 1-6)

La conciencia filial de Jesús, el Buen Pastor, determina su manera de comportarse en la historia. Es consciente de recibirlo todo del Padre. Sus ovejas son las del Padre. Él es príncipe, pero el Padre es quien se las ha confiado. Todo le es dado y de nada se apropia. El Unigénito recibe la vida y la misión. Por ello cuida del rebaño del Padre como de algo que le pertenece, es «el heredero». Y aquí radica la confianza y seguridad del Hijo enviado en una carne débil como la nuestra. El Hijo confía plenamente en el amor todopoderoso del Padre. Entregará su vida para reunir a los hijos de Dios dispersos (cf. Jn 11, 52).

Esta perspectiva filial del Pastor mesiánico es determinante. Jesús mismo lo revela con estas sencillas palabras: «Yo soy el Buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas». (Jn 10, 14-15) El  Padre conoce al Hijo engendrándolo en la eternidad y el Hijo conoce Padre como el que lo engendra en la eternidad. Es un conocimiento vital, personal y reciproco en el Espíritu de la comunión. Y en este conocimiento, Jesús conoce sus ovejas como las ovejas que el Padre le confía y da en herencia.

La misión del Hijo, enviado en la carne y ungido con el Espíritu, es llevar a cabo la obra del Padre. La comida del Pastor, el Bueno, es reunir a las ovejas del Padre y darles vida en abundancia, lejos de aprovecharse de ellas. Jesús dijo a sus discípulos: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra.» (Jn 4, 34) La obra del Padre es dar vida. Dios no quiere la muerte de los suyos, sino que vivan, pues los creó para la vida y no para la muerte.

Consciente de la voluntad del Padre, tal como la habían anunciado los profetas, Jesús, el Buen Pastor, no cesa de trabajar para que haya «un solo rebaño y un solo pastor». Por ello sale en busca de las ovejas perdidas de Israel y las ovejas prisioneras en otros rediles. En los apóstoles que envía luego en el Espíritu, Jesús sigue reuniendo a las ovejas del Padre. Por ello afirma:

Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor. (Jn 10, 16)

Esta afirmación del Hijo enviado por el Padre al mundo, revela cómo el rebaño del Señor trasciende el pueblo elegido, llamado a ser bendición para las familias de los pueblos de la tierra. Si Dios salió a buscar al pueblo diseminado y dispersos entre las naciones durante el exilio, ahora el Buen Pastor nos revela: mi misión es congregar a los pueblos de la tierra en la unidad de la nueva y eterna alianza. Así lo comprendió la fe apostólica alentada y guiada por el Espíritu de la verdad. Así lo enseña de manera maravillosa el segundo capítulo de la carta a los Efesios.

Por tanto vosotros, los que un tiempo erais gentiles según la carne, llamados incircuncisos por los que se llamaban circuncisos en razón de una operación practicada en la carne, recordad que entonces vivíais sin Cristo: extranjeros a la ciudadanía de Israel, ajenos a las alianzas y sus promesas, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear, de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces. Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, a la hostilidad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros los de lejos, paz también a los de cerca. Así, unos y otros, podemos acercarnos al Padre por medio de él en un mismo Espíritu. Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por él también vosotros entráis con ellos en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu. (Ef, 2, 11-22)

Jesús es también la puerta de las ovejas, por la que estas entran y salen como el verdadero rebaño del Señor. Él es el único Pastor establecido por el Padre, para darnos la vida eterna. Pedro, en los Hechos de los Apóstoles, lleno del Espíritu Santo, afirma lo mismo ante los jefes del pueblo que los interrogaban sobre la curación del paralitico que pedía limosna a la puerta del templo.

Entonces Pedro, lleno de Espíritu Santo, les dijo: «Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor aun enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el Nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por este Nombre, se presenta este sano ante vosotros. Él es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos». (Hch 4, 8-12)

El buen Pastor puede dar la vida eterna porque la tiene del Padre en la eternidad. En el Hijo enviado en la carne habla y actúa el Padre. Quien escucha a Jesús, escucha al Padre. Es su palabra única y decisiva. Quien ve al Hijo, ve al Padre. Sus obras son las del Padre. El Padre y él son uno en el Espíritu Santo. Y este misterio de comunión es el que expresa en última instancia el ser del Pastor, el Bueno. Por ello las ovejas del Padre son las del Hijo y las del Hijo las del Padre. De ahí brota también el mutuo conocimiento y comunión de las ovejas y del Pastor, el Bueno. «Yo soy el Buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas». El don del Espíritu de comunión, verdad, santidad y libertad es el garante de esta verdad maravillosa.

Ahora bien, este maravilloso cumplimiento de las promesas hechas por «el Dios de los padres», por el dueño del pueblo de la alianza, Jesús, el Unigénito ungido con el Espíritu de santidad, lo llevó a cabo en el curso de una historia dramática. Desarrolló su misión de pastor mesiánico en la condición de Siervo y no al estilo de los reyes y poderosos de este mundo. Por ello dijo a sus discípulos que se peleaban por los primeros puestos en el reino de Dios:

Jesús, llamándolos, les dijo: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos». (Mc 10, 42-45)

II.- EL EJERCICIO EXISTENCIAL DE LA MISIÓN

En esta segunda parte de la meditación veamos cómo Jesús de Nazaret desplegó su condición de Buen Pastor. No se trata de copiarlo, pero sí de avanzar de acuerdo con su Espíritu, de tal forma que  pastores y ovejas, no perdamos nunca de vista que todo don perfecto procede del Padre, por medio de Jesucristo en el Espíritu de santidad. Recordemos lo que la carta de Santiago enseña:

No os engañéis, mis queridos hermanos. Todo buen regalo y todo don perfecto viene de arriba, procede del Padre de las luces, en el cual no hay ni alteración ni sombra de mutación. Por propia iniciativa nos engendró con la palabra de la verdad, para que seamos como una primicia de sus criaturas. (Sant 1, 16-18)

Los evangelios y demás escritos apostólicos nos muestran el camino existencial seguido por Jesús, el hijo del carpintero, para llevar a cabo su misión de Buen Pastor de los tiempos mesiánicos. Él no cesa de reenviar al Padre y de salir en busca de las ovejas dispersas, para reunirlas y conducirlas al banquete del reino de Dios. Él quiere seguir haciéndolo a través de los que llama y elige para que seamos instrumentos suyos. He aquí unos breves apuntes, cuya pretensión no es otra que invitar a la búsqueda y oración personal.

1.- El conocimiento existencial de la condición humana

Jesús creció y vivió la mayor parte de su devenir histórico en el silencio, trabajo y anonimato del pequeño poblado de Nazaret, como uno de tantos, según canta el himno cristológico de la carta a los filipenses. (cf. Flp 2, 5ss) El evangelista Lucas presenta el tránsito de Jesús de la vida en Nazaret a su misión pública con esta sencilla nota.

Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco». Jesús, al empezar, tenía unos treinta años, y se pensaba que era hijo de José, que a su vez era de Helí… (Lc 3, 21-23)

El Unigénito enviado en la carne vivió así el aprendizaje existencial de la condición humana. Como uno de tantos trabajadores, supo por experiencia qué significa ganarse el pan con el sudor de la frente. No formó parte de la élite social o religiosa, si nos atenemos a las reacciones de sus paisanos cuando volvió a la sinagoga de Nazaret y tomó la palabra en ella.

Saliendo de allí se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?». Y se escandalizaban a cuenta de él. (Mc 6, 1-3)

Jesús aprendió por experiencia la condición humana, como un verdadero hombre. Así lo expresó el Concilio Vaticano II:

El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado. (GS 22)

Nacido de mujer, nació también bajo la ley, como constata el apóstol de las gentes. (cf. Gal 4, 4) Como buen judío frecuentó la sinagoga, oró con las oraciones del pueblo elegido, se formó en la escucha e interpretación de las Escrituras y las llevó a cumplimiento en la novedad del Espíritu. Esto no siempre se tiene bastante en cuenta. Su escuela fue la de un buen judío practicante; pero en su persona y conciencia la verdad anunciada mediante los profetas de la alianza adquiría una novedad insospechada. Así lo contemplamos en su forma de proclamar la palabra con autoridad.

Con el deseo de cumplir toda justicia, acudió en la caravana de los pecadores a recibir el bautismo de penitencia. Es el pórtico de su misión pública, como señalan los evangelistas. Entonces los cielos se rasgan y el Espíritu de la verdad y santidad desciende y permanece sobre él. Y la voz del cielo testimonia en favor suyo: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco.» (Mt 3, 13-17)

Jesús inicia su misión pública, por tanto, acreditado por el Padre y ungido con el Espíritu de la verdad y comunión. Él no se da la misión, la recibe y la lleva a cabo de acuerdo con la totalidad de la Palabra del que lo envía, como puede verse en la forma de vencer la tentación satánica, que trata de desviarlo del designio de Dios. Jesús, sostenido por el Espíritu que lo empujó al desierto, se decidió a seguir el camino del Siervo, de acuerdo con lo anunciado por los profetas de la alianza, que había escuchado en la sinagoga. Es el triunfo de la palabra en la existencia del Siervo. Y así la fe apostólica confiesa: Jesús es la Palabra encarnada, la Palabra definitiva del Padre. «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». (Jn 1, 14) «En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos». (Heb 1, 1-2) Jesús, el Buen Pastor, vive toda su existencia desde la comunión y obediencia con el que lo envía en la carne y lo unge con el Espíritu de la verdad. El Padre y el Hijo son uno en el Espíritu.

2.- El anuncio y don del reino de Dios

Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, inicia su misión pública proclamado la cercanía y presencia del reino de Dios e invitando a la conversión y la fe. Un anuncio que se dirige a todos, a pobres y ricos, a hombres y mujeres, a justos y pecadores. La llegada del reinado de Dios acontece en su persona, palabras y obras, así como en su oración.

 Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio». (Mc 1, 14-15)

Su misión no está en darse a conocer o afirmarse, sino en dar a conocer al Padre y su reinado de amor, como enseña al final de su vida a los que el Padre le había dado:

Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos». (Jn 17, 24-26)

Desde el inicio de su vida pública, Jesús, según narran los evangelios, se rodeo de discípulos, en particular de los Doce, que le acompañaban, mientras recorría los caminos de Galilea y anunciaba la llegada del Reino de Dios. Ahora bien, como le sucede a todo hombre, fue a lo largo de su vida, como notan los evangelios, cómo Jesús fue tomando conciencia de la llegada de la hora del Padre y de cómo estaba llamado a dar la vida, para congregar y conducir el rebaño de su Dios y nuestro Dios, de su Padre y nuestro Padre, tal como lo explicitará tras su resurrección de entre los muertos.

Jesús, dicen los evangelistas, inició su misión, según el designio divino, por la casa de Israel, esto es, convocando a los primeros invitados al banquete del reino. Y así vemos cómo va formando la pequeña comunidad del reino con miembros del pueblo de Israel, incluidas las ovejas descarriadas. El Reino, como la vida eterna, es, ante todo, don, que fructifica en la medida que es acogido con fe y corazón abierto. Así decía a los suyos:

Y vosotros no andéis buscando qué vais a comer o qué vais a beber, ni estéis preocupados. La gente del mundo se afana por todas esas cosas, pero vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de ellas. Buscad más bien su reino, y lo demás se os dará por añadidura. No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. (Lc 12, 29-32)

Desde el inició de su misión pública, Jesús buscó formar la comunidad, germen del reinado de Dios. Salió a la orilla del mar para convocar a unas pescadores iletrados, al decir del Sanedrín. Acogió y reclutó discípulos de entre los discípulos de Juan Bautista. Anduvo por los caminos y las aduanas de los colaboracionistas con el poder opresor. Jesús va al encuentro de los hombres ahí donde viven y trabajan. No espera que vayan a él. Anuncia la llegada del reinado de Dios y sale a los caminos de la historia, para convocar al banquete del reino. Lo hace como el Siervo de la parábola del gran banquete (cf. Lc 14, 15-24). Ante la pregunta del Bautista sobre si era él el que tenía que venir o debían esperar a otro, Jesús contesta:

Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!». (Mt 11, 4-6)

No buscó formar su pequeña comunidad con los sacerdotes y maestros del templo ni con la élite de la nobleza. El Buen Pastor tenía conciencia de ser enviado en primer lugar, de acuerdo con el designio de Dios, a las ovejas descarriadas de Israel. Respetó los tiempos y caminos del Padre. Con sencillez admiró la fe del centurión romano, de la pagana fenicia, de los samaritanos heréticos, del leproso, de la mujer de mala reputación… etc. El reino de Dios es para todos. En este los últimos serán los primeros. El Buen Pastor busca liberar, reunir, hacer justicia, cuidar del débil y excluido de modo particular. Y así, poco a poco, va formando la comunidad, para que haya un solo rebaño y solo pastor. Propio del pastor mesiánico es reunir en un solo rebaño a las ovejas dispersas de Dios.  

3.- Las entrañas compasivas del pastor mesiánico

Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia. Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor». Entonces dice a sus discípulos: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies». (Mt 9, 35-38)

Al desembarcar, Jesús vio una multitud y se compadeció de ella, porque andaban como ovejas que no tienen pastor; y se puso a enseñarles muchas cosas. (Mc 6, 34)

El Buen Pastor comparte las entrañas compasivas de Dios por el pueblo de la espuerta y del exilio.  Sus entrañas se conmueven ante la situación de las muchedumbres, carentes de un pastor que las guie a las fuentes de la vida, justicia y paz. San Pablo recordaba a la comunidad de Roma: «Porque el reino de Dios no es comida y bebida, sino justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo; el que sirve en esto a Cristo es grato a Dios, y acepto a los hombres.» (Rom 14, 17-18)

Jesús no cesó de instruir y formar a las muchedumbres, para que avanzasen por la senda de la verdad y la santidad, con la libertad propia del amor. Él servía a la ovejas del Señor, para que acogieran el reino de Dios y de la paz mesiánica, para que respondieran a la obra de Dios y se abrieran a la fe verdadera. Era muy consciente que en su condición de ungido con el Espíritu, era enviado para dar cumplimiento a las promesas del Señor en su totalidad y novedad. Así lo expresa con rotunda claridad en la sinagoga de Nazaret que había frecuentado con sus paisanos.

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor». Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». (Lc 4, 18-21)

De todos es conocida la reacción de los paisanos. Lucas narra cómo estos pasaron de la aprobación y admiración al rechazo y furia hasta el punto de quererlo despeñar. Marcos y Mateo señalan cómo sus oyentes se escandalizaban y Jesús se admiraba de su falta de fe (Mc 6, 1-6; Mt 13, 54-58). Cierto, Jesús fue admirado por muchos, y también rechazado por buena parte de su pueblo. Sus entrañas compasivas no le impedían ser testigo de la verdad, aceptando ser signo de contradicción, como lo anunció el anciano Simeón movido por el Espíritu cuando fue presentado en el Templo. El mismo Jesús, por otra parte, decía a los discípulos enviados a anunciar la llegada del reino de Dios:

No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espada. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa. El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá recompensa de justo. (Mt 10, 34-41)

4.- La opción decisiva del Buen Pastor

Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor. Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre». (Jn 10, 16-18)

La opción fundamental del Buen Pastor abarca toda su existencia, desde el seno materno de María hasta su exaltación: llevar a cabo la voluntad del Padre. Es la opción propia de la gracia divina, de la perfecta comunión con el amor insondable del Padre. El amor gratuito le lleva a la kénosis, al vaciamiento, y al don de la propia vida. Tal es la libertad del amor y de la gracia, que supera toda generosidad. San Pablo lo sintetiza bien en estas palabras:

«Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza.» (2Cor 8, 9)

El Hijo asumió la condición de esclavo, de siervo, para hacernos, mediante su muerte, partícipes de su vida filial e inmortal, de la naturaleza divina (cf. 2P 1, 3-7). A cuantos lo acogen en la fe, les da la posibilidad de llegar a ser hijos de Dios (cf. Jn 1, 12). Esta opción libre y absoluta la vemos realizarse en su Pascua y plasmarse en la alianza del Espíritu. Los tiempos mesiánicos se han cumplido. Ahora las ovejas del Padre se convierten en las suyas, ya que participan de su misma vida y gloria. Estamos ante el misterio de la salvación y no ante la simple sociología o la ascesis piadosa de la pobreza. Estamos en el insondable misterio de la filantropía divina.

La vida y misión del Buen Pastor es la revelación misma del amor insondable del amor que se hace pobre, para enriquecernos mediante su pobreza. Estamos en la economía de la gracia. El Pastor se hace pobre para enriquecer a las ovejas pobres y descarriadas. Así somos introducidos en el misterio de comunión del Padre y el Hijo en el Espíritu de la verdad. Esta es la verdad, la filantropía divina, a cuya inteligencia plena nos conduce el Espíritu de la verdad, para que la disfrutemos de manera plena y graciosa en la fe, al tiempo que damos testimonio de ella entre los hermanos de camino.

Pues se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, llevemos ya desde ahora una vida sobria, justa y piadosa, aguardando la dicha que esperamos y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, el cual se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo de su propiedad, dedicado enteramente a las buenas obras. De esto es de lo que has de hablar. Exhorta y reprende con toda autoridad. Que nadie te menosprecie. Recuérdales que se sometan a los gobernantes y a las autoridades; que obedezcan, estén dispuestos a hacer el bien, no hablen mal de nadie ni busquen riñas; que sean condescendientes y amables con todo el mundo. Porque antes también nosotros, con nuestra insensatez y obstinación, andábamos por el camino equivocado; éramos esclavos de deseos y placeres de todo tipo, nos pasábamos la vida haciendo el mal y comidos de envidia, éramos insoportables y nos odiábamos unos a otros. Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor al hombre, no por las obras de justicia que hubiéramos hecho nosotros, sino, según su propia misericordia, nos salvó por el baño del nuevo nacimiento y de la renovación del Espíritu Santo, que derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, seamos, en esperanza, herederos de la vida eterna (Tit 2, 11-3, 7)

Tal es el misterio de la filantropía divina que se reveló en el misterio del Verbo encarnado, que hace de Jesús realmente el Buen Pastor, el querido y prometido por el Dios de la alianza. Este misterio se ha hecho carne en la obediencia filial del Pastor mesiánico y en el amor y solidaridad hasta el extremo por sus hermanos. La carta a los Hebreos, comentando el salmo ocho lo expresa así:

Por tanto, lo mismo que los hijos participan de la carne y de la sangre, así también participó Jesús de nuestra carne y sangre, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos. Notad que tiende una mano a los hijos de Abrahán, no a los ángeles. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar los pecados del pueblo.  Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados. (2, 14-18)

El concilio vaticano II recordó a los presbíteros la senda a seguir, para vivir la verdadera caridad pastoral.

En realidad, Cristo, para cumplir indefectiblemente la misma voluntad del Padre en el mundo por medio de la Iglesia, obra por sus ministros, y por ello continúa siendo siempre principio y fuente de la unidad de su vida. Por consiguiente, los presbíteros conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado. De esta forma, desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad. Esta caridad pastoral fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo. (PO 14)

Conclusión

En la Eucaristía, el Buen Pastor, algo inaudito e insospechado para la razón humana, se da en comida y bebida a las ovejas que el Padre le da y confía. Y todo por amor y con el fin de incorporarlas a su vida divina. Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios.

«En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre». (Jn 6, 53-58)

El misterio del amor divino, que se hace carne en la existencia del único Buen Pastor, es la fuente de toda gracia. Y así, en esta perspectiva, nos adentramos en el misterio y sacramentalidad del Hijo enviado por el Padre para dar vida eterna a los que crean en él. No estamos ante el simple sentimiento, sino ante el amor, el agapé divino.

Dios es amor. Y este amor adquiere forma propia en cada una de las personas de la Trinidad Santa. «El amor fontal es el Padre». El Hijo es «el amor encarnado». El Espíritu dado es «el que derrama el amor en nuestros corazones». Por ello no hay pastoreo verdadero de las ovejas de Dios mas que en el amor divino. La obra de la salvación es obra común de las tres personas trinitarias.

«Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Unigénito para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna». (Jn 3, 16) En el amor del Padre, el Hijo, el «gran Pastor», sostenido por el Espíritu eterno (cf. Heb 9, 14), da la vida para reunir a los hijos de Dios dispersos (cf. Jn 11, 49-52). La existencia y misión del único Buen Pastor se comprende a la luz del amor del Padre y en la comunión del Espíritu. Meditemos en estos textos del evangelio según san Juan:

«Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre».(Jn 10, 17-18) Es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que, como el Padre me ha ordenado, así actúo (Jn 14, 31)

El evangelista introduce de forma solemne la Pascua del Buen Pastor con estas palabras: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.» (Jn 13, 1)

El único Buen Pastor nos reenvía al Padre y nos hace vislumbrar la presencia del otro Paráclito. No es posible para nadie copiarlo. El es único. Pero sí es posible y necesario, conocerlo, amarlo y seguirlo en el Espíritu para pastorear a la Iglesia de Dios. El itinerario de la caridad del Pastor mesiánico se nos da a conocer en el Pesebre, la Cruz y la Eucaristía, esto es, en el misterio de la Encarnación, de la Pascua y en el sacramento de la Eucaristía, que los presbíteros estamos llamados a recorrer en el Espíritu de santidad. «El sacerdote es un hombre despojado». «El sacerdote es un hombre crucificado». «El sacerdote es un hombre comido».

 

 

 

 

2023 4 El Espíritu en la vida del pastor

 

EL ESPÍRITU EN LA VIDA Y MINISTERIO DEL PASTOR

 

El momento central de la ordenación del presbítero está constituido por la imposición de manos del Obispo y los presbíteros, junto con la oración en la que se invoca al Padre para que dé a su pueblo santo los ministros que necesita en su caminar hacia su plena realización:

Asístenos, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, autor de la dignidad humana y dispensador de todo don y gracia; por ti progresan tus criaturas y por ti se consolidan todas las cosas. Para formar el pueblo sacerdotal, tú dispones con la fuerza del Espíritu Santo en órdenes diversos a los ministros de tu Hijo Jesucristo.

La oración alcanza su cima en esta petición y deseo:

Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado; renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de ti el segundo grado del ministerio sacerdotal  y sean, con su conducta, ejemplo de vida.

Sean honrados colaboradores del Orden de los Obispos, para que por su predicación, y con la gracia del Espíritu Santo, la palabra del Evangelio dé fruto en el corazón de los hombres, y llegue hasta los confines del orbe.

Mediante la imposición de las manos y la oración desciende el Espíritu sobre el llamado y elegido, capacitándolo para que pueda actuar como ministro de Jesucristo. Dicho con otras palabras: para que su persona, en última instancia, se convierta en una verdadera mediación sacramental del único Buen Pastor, del único Mediador. Cristo es quien por medio del llamado lleva adelante su obra de salvación y santificación que supera toda capacidad humana. Por «la unción del Espíritu» el ordenado es como recreado (como un día lo fue como hijo por el Espíritu en el bautismo), para actuar en nombre de «Cristo Cabeza y Pastor», en su condición de cooperador del «Orden episcopal». Estamos en la dinámica propia de la sacramentalidad.

El ministerio de los presbíteros, por estar unido al Orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo mismo forma, santifica y rige su Cuerpo. Por lo cual, el sacerdocio de los presbíteros supone, ciertamente, los sacramentos de la iniciación cristiana, pero se confiere por un sacramento peculiar por el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma, que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza. (PO 2)

Necesitamos meditar, contemplar y cultivar la identidad del presbítero, a la luz de la unción del Espíritu de la verdad, libertad, santidad y comunión. Esta unción se sitúa en la línea de la unción de Jesús enviado a evangelizar a los pobres, y también de los apóstoles enviados al mundo en el Espíritu, para dar testimonio del reino de Dios y en lo tocante a Jesucristo, como hizo Pablo en Roma. Los testigos y ministros de la Palabra, como Pedro afirmó en casa de Cornelio, el temeroso de Dios, lo son por designación de Dios (cf. Hch 10, 40-43). Jesús eligió y envió a los Doce y luego a los setenta y dos. En el Cenáculo, después de recordarles que eran sus discípulos por elección suya, añadió:

Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. (Jn 15, 26-27)

El mismo Espíritu que habló por los profetas de la alianza y preparó la venida del Mesías y Salvador, es el que descendió sobre Jesús y el que sigue hablando por medio del ministerio apostólico del que participa el ministro ordenado de acuerdo con su vocación propia. Y todo esto para que los pobres sean evangelizados, para que se proclame a los cautivos la libertad, a los ciegos la vista, a los oprimidos la libertad, un verdadero año de gracia del Señor. En la misa en la que los presbíteros reciben «el sacramento del Orden» se lee de forma significativa este Evangelio de san Lucas:

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor». Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». (Lc 4, 18-21)

 

I.- EL ESPÍRITU Y EL MINISTERIO DE LA NUEVA ALIANZA

Para entender y vivir «el ministerio de la nueva alianza» en la comunidad cristiana, en la secularidad es de capital importancia recordar que el Espíritu es quien habilita al presbítero para actuar en nombre de Cristo Cabeza y Pastor. La presencia y acción recreadora del Espíritu es capital en el sacramento del Orden, como en los demás sacramentos de la fe. No se entiende, el ministerio de la nueva alianza en la Iglesia de Dios sin la fuerza, la luz y la acción del Espíritu de la verdad, esto es, sin el «otro Paráclito», como dijo Jesús. El Espíritu desciende sobre la persona del llamado y lo recrea para ser signo e instrumento en la fe «de la autoridad con que Cristo forma, santifica y rige su Cuerpo».

Los Hechos de los Apóstoles enseñan cómo el Espíritu lanzó a la comunidad apostólica a las plazas públicas, para dar testimonio de las maravillas de Dios, para atestiguar la presencia del Reino de Dios, tal como se hizo presente en la persona, predicación, acción y pascua del Pastor mesiánico. Y andando el camino, el autor de los Hechos insiste en cómo el Espíritu sostenía de modo especial a los elegidos para hablar y actuar en el nombre del Señor, tanto dentro como fuera de la Iglesia.  En Mileto, Pablo dirigiéndose a los presbíteros de Iglesia en Éfeso, les exhortaba con estas palabras:

Tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo. (20, 28)

Escribiendo a la Iglesia de Corinto, el apóstol se presenta como ministro de la nueva alianza,  afirmando que su capacidad provenía de Dios. Su ministerio y actuación era, en última instancia, obra del Espíritu de santidad. Necesitamos gustar y ahondar estas afirmaciones, para no quedarnos anclados en la teología de los poderes, con el riesgo de situarse en la lógica propia del funcionario religioso y no en la lógica propia de la sacramentalidad. Una comprensión del ministerio sacerdotal (o del sacerdocio ministerial) preferentemente como funcionario religioso lastró la comprensión y vivencia del ministerio presbiteral en la cristiandad. El apóstol Pablo se presentaba ante la comunidad eclesial frente a los super-apóstoles con esta carta de identidad:

Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todo el mundo. Es evidente que sois carta de Cristo, redactada por nuestro ministerio, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de corazones de carne. Pero esta confianza la tenemos ante Dios por Cristo; no es que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos nada como realización nuestra; nuestra capacidad nos viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una alianza nueva: no de la letra, sino del Espíritu; pues la letra mata, mientras que el Espíritu da vida. Pues si el ministerio de la muerte, grabado en letras sobre piedra, se realizó con tanta gloria que los hijos de Israel no podían fijar la vista en el rostro de Moisés, por el resplandor de su cara, pese a ser un resplandor pasajero, ¡cuánto más glorioso no será el ministerio del Espíritu! Pues si el ministerio de la condena era glorioso, ¿no será mucho más glorioso el ministerio de la justicia? (2Cor 3, 2-9)

Los ministros de la nueva alianza somos, por tanto, portadores del «ministerio del Espíritu». Y esto tiene unas consecuencias espirituales y pastorales de gran calado. El apóstol, unas líneas más adelante, nos invita a sacar las consecuencias de caminar en el Espíritu:

Ahora bien, el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, hay libertad. Mas todos nosotros, con la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente, por la acción del Espíritu del Señor. (3, 17-18)

Por el hecho de ser portadores del «ministerio del Espíritu» los ministros de la mueva alianza estamos llamados a caminar en la libertad y parresía del Espíritu en medio de los hombres y al servicio de su liberación y realización en Cristo. Y esto implica dejarse transformar en la imagen del Pastor de los tiempos mesiánicos.

En esta perspectiva, más allá del poder recibido para actuar en nombre de Cristo, Cabeza y Pastor, lo realmente importante es la dimensión existencial de un ministerio al estilo de Jesús. En efecto, él fue constituido «sumo y eterno sacerdote» a través de una radical obediencia filial al Padre y una solidaridad inquebrantable con la carne que había asumido en la encarnación. No lo olvidemos a lo largo de nuestra vida ministerial.

Pablo, por su parte, se presentaba como «siervo (esclavo) de Cristo Jesús» (Rom 1, 1) y de los amados del Señor. Así podía afirmar el apóstol: «Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros como siervos (esclavos) vuestros por Jesús». (2Cor 4, 5) En su diatriba con la comunidad de Corinto, Pablo argüía: «Por lo que veo, a nosotros, los apóstoles, dios nos coloca los últimos; como condenados a muerte, dados en espectáculo público para los ángeles y los hombres». (1Cor 4, 9)

El siervo (esclavo) no se pertenece, es del Señor y para el Señor. El servicio desde el último lugar es lo propio del siervo, como lo hizo Jesús lavando los pies a los suyos y está llamado a realizarlo el servidor de la nueva alianza. Encontramos así el punto de anclaje de quien está capacitado por gracia a representar a Cristo el Buen Pastor en la comunidad eclesial y en el mundo. Por ello habla Pablo de ser «locos por Cristo». Es lo propio de quien desea hacerlo presente en la comunidad a través de su presencia y servicio. En esto consiste la verdadera imitación del Siervo del Señor.

 

La espiritualidad apostólica o ministerial brota del interior mismo del ministerio de la nueva alianza. Por ello el Concilio Vaticano II afirmó:

El ejercicio de la triple función sacerdotal requiere y favorece a un tiempo la santidad

  1. Los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo su triple función.

Por ser ministros de la palabra de Dios, leen y escuchan diariamente la palabra divina que deben enseñar a otros; y si al mismo tiempo procuran recibirla en sí mismos, irán haciéndose discípulos del Señor cada vez más perfectos, según las palabras del apóstol Pablo a Timoteo: "Esta sea tu ocupación, éste tu estudio: de manera que tu aprovechamiento sea a todos manifiesto. Vela sobre ti, atiende a la enseñanza: insiste en ella. Haciéndolo así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan" (1 Tim., 4, 15-16). Pues pensando cómo pueden explicar mejor lo que ellos han contemplado, saborearán más a fondo "las insondables riquezas de Cristo" (Ef., 3, 8) y la multiforme sabiduría de Dios. Teniendo presente que es el Señor quien abre los corazones y que la excelencia no procede de ellos mismos, sino del poder de Dios, en el momento de proclamar la palabra se unirán más íntimamente a Cristo Maestro y se dejarán guiar por su Espíritu. Así, uniéndose con Cristo, participan de la caridad de Dios, cuyo misterio, oculto desde los siglos, ha sido revelado en Cristo.

Como ministros sagrados, sobre todo en el Sacrificio de la Misa, los presbíteros ocupan especialmente el lugar de Cristo, que se sacrificó a sí mismo para santificar a los hombres; y por eso son invitados a imitar lo que administran; ya que celebran el misterio de la muerte del Señor, procuren mortificar sus miembros de vicios y concupiscencias. En el misterio del Sacrificio Eucarístico, en que los sacerdotes desempeñan su función principal, se realiza continuamente la obra de nuestra redención, y, por tanto, se recomienda con todas las veras su celebración diaria, la cual, aunque no pueda obtenerse la presencia de los fieles, es una acción de Cristo y de la Iglesia. Así, mientras los presbíteros se unen con la acción de Cristo Sacerdote, se ofrecen todos los días enteramente a Dios, y mientras se nutren del Cuerpo de Cristo, participan cordialmente de la caridad de Quien se da a los fieles como pan eucarístico. De igual forma se unen con la intención y con la caridad de Cristo en la administración de los Sacramentos, especialmente cuando para la administración del Sacramento de la Penitencia se muestran enteramente dispuestos, siempre que los fieles lo piden razonablemente. En el rezo del Oficio divino prestan su voz a la Iglesia, que persevera en la oración, en nombre de todo el género humano, juntamente con Cristo, que "vive siempre para interceder por nosotros" (Hb., 7, 25).

Rigiendo y apacentando el Pueblo de Dios, se ven impulsados por la caridad del Buen Pastor a entregar su vida por sus ovejas, preparados también para el sacrificio supremo, siguiendo el ejemplo de los sacerdote que incluso en nuestros días no han rehusado entregar su vida; siendo educadores en la fe, y teniendo ellos mismos "firme esperanza de entrar en el santuario en virtud de la sangre de Cristo" (Hb., 10, 19), se acercan a Dios "con sincero corazón en la plenitud de la fe" (Hb., 10, 22); y robustecen la esperanza firme respecto de sus fieles, para poder consolar a los que se hallan atribulados, con el mismo consuelo con que Dios los consuela a ellos mismos; como rectores de la comunidad, cultivan la ascesis propia del pastor de las almas, dando de mano a las ventajas propias, no buscando sus conveniencias, sino la de muchos, para que se salven, progresando siempre hacia el cumplimiento más perfecto del deber pastoral, y cuando es necesario, están dispuestos a emprender nuevos caminos pastorales, guiados por el Espíritu del amor, que sopla donde quiere. (PO 13)

Como consecuencia de lo que el Concilio afirma, quiero evocar una afirmación muy significativa de la carta a los Efesios, que el apóstol dirige a toda la comunidad, pero que adquiere especial relieve para el presbítero, si realmente desea llevar a cabo el ministerio del Espíritu: «No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios con que él os ha sellado para el día de la liberación final.» (Ef 4, 30) Si recordamos brevemente el ministerio del Espíritu Santo en la historia de la salvación, vemos bien qué implica entristecer el Espíritu y sus consecuencias.

Propio del ministerio del Espíritu es conducir la humanidad a Cristo, hacer nacer a Cristo del seno de María y formar a Cristo en el corazón de cada persona, dar testimonio de él que es el camino y la verdad y la vida, transfigurar el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Cristo, hacer de la Iglesia un misterio de comunión en la diversidad, conducir a los seres humanos a la Pascua del Hijo, enriquecer al cuerpo de Cristo con dones y carismas diferentes, para que todos contribuyan en la acción común de la Iglesia, llamada a actualizar en el mundo el amor del Padre en su condición de sacramento de salvación… etc. En una palabra es necesario que los presbíteros ahondemos en la inteligencia del ministerio del Espíritu Santo del que participamos por gracia, para no entristecerlo. Lo entristecemos cuando remamos en dirección contraria o diferente a la que se nos reveló en el Pastor Mesiánico. El cual se hizo pobre para enriquecer a todos con su pobreza, murió en la cruz para darnos vida y libertad a los que vivíamos como esclavos, y en el sacramento pascual se nos da como pan de vida y bebida de salvación, para que andemos el camino al servicio de los demás.

En el Espíritu, el Hijo, enviado en la carne, recorrió con plena fidelidad y libertad el camino del Siervo, para darnos vida eterna a los siervos. Esta es la verdad que la Iglesia está llamada a proclamar en las plazas y calles, en los caminos y encrucijadas de la historia, para convocar a todos, buenos y malos en el festín del reino de Dios. He aquí la verdad a cuyo servicio se ha de poner el ministro de la nueva alianza[1].

El «gran pastor de las ovejas», sostenido por el Espíritu eterno, se despojó voluntariamente de su vida, para comunicar la vida eterna a sus hermanos, con los que se había unido al asumir su carne. El que es consciente de ser portador por gracia del «ministerio del Espíritu Santo», buscará ser dócil instrumento en sus manos para llevar el nombre del Señor al corazón de las personas, pueblos y culturas. Lo hará con valentía y respeto, con la integridad y discreción que caracteriza en todo momento la acción del Espíritu en la historia de la salvación. La obra de la salvación es obra del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo[2].

 

II.- TESTIGOS DEL EVANGELIO DE DIOS EN EL ESPÍRITU

Característica propia de la misión del Espíritu es la de ser testigo de Jesucristo muerto y resucitado. En el discurso-testamento del cenáculo, Jesús dice a sus discípulos:

Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. (Jn 15, 26-27)

Resucitado de entre los muertos, ante la pregunta de los discípulos sobre si había llegado el momento en que iba a  restaurar el reino de Israel, Jesús respondió:

«No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra». (Hch 1, 7-8)

Es importante comprender el sentido del testigo, que no ha de confundirse ni con el ejemplar ni con el proselitista. El testigo no cesa reenviar a otro, es decir a la fuente de la vida y libertad en el amor. El testimonio de Pedro ante el Sanedrín es aleccionador en este sentido. El apóstol guiado por el Espíritu pone a sus oyentes ante el acontecimiento, es decir, ante Jesucristo, al que le dieron muerte y Dios lo resucitó de entre los muertos. Y si él, un iletrado a los ojos de los que le juzgan en nombre de la ley, puede dar testimonio lo hace en el Espíritu de la verdad que Dios da a los que le obedecen.

Pedro y los apóstoles replicaron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. Dios lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados.  Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen». (Hch 5, 29-32)

Mientras «el ejemplar» busca, consciente o inconscientemente, afirmarse y el proselitista seducir, el autentico testigo reenvía al que hace verdaderamente libres en el amor, o dicho con otras palabras, el testigo en el Espíritu reenvía a Jesucristo como la fuente de la verdadera vida y libertad en el amor.

La misión del pastor arranca siempre del testimonio dado en el Espíritu Santo. Jesús, en el momento de enviar a los discípulos en misión, les daba, entre otras, esta consigna pastoral.

Mirad que yo os envío como ovejas entre lobos; por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas. Pero ¡cuidado con la gente!, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas  y os harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos y ante los gentiles. Cuando os entreguen, no os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en aquel momento se os sugerirá lo que tenéis que decir, porque no seréis vosotros los que habléis, sino que el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros. (Mt 10, 16-20)

En los tiempos de la cristiandad, en los que nos hemos movido y seguimos moviéndonos en ocasiones, tuvimos la tentación de querer imponer la verdad. En medio de una sociedad un tanto laicista, existe el riesgo de adaptar el evangelio de Dios, para ser acogidos por el mundo. Las formas de la mundanidad, como ha denunciado el Papa Francisco son sutiles y variadas. Todos necesitamos clarificarnos en este punto e interrogarnos si damos espacio al Espíritu, para que en nosotros y por nosotros, esto es, en nuestro ser y hacer ministerial, dé testimonio de la verdad.

El evangelista Juan presenta al «otro Paráclito», como el Espíritu de la verdad. Jesús es el testigo de la verdad, es la verdad. El Espíritu Santo nos conduce a la verdad plena y es también la verdad. Y los creyentes estamos llamados a ser testigos de la verdad en el Espíritu. En este sentido es preciso meditar lo que enseña la carta primera de san Juan sobre el apóstol en su condición de testigo de la vida y la verdad, que son inseparables. El que está ungido con el Espíritu de la verdad, no cesará de atestiguar el amor del Padre revelado en Jesucristo y dado a conocer vital y existencialmente por el Espíritu. Estamos en el núcleo de la fe. San Juan afirma: «Si decimos que estamos en comunión con él y vivimos en las tinieblas, mentimos y no obramos la verdad». (1Jn 1, 6)

La unción del Espíritu es la que nos permite permanecer en la verdad, esto es, en la confesión del Hijo de Dios venido en la carne y en el amor divino, ya que Dios es amor. Él nos amó el primero y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Por ello el creyente, si quiere realmente ser testigo de la verdad debe velar, para no dejarse arrastrar por la mentira. Es necesario distinguir bien entre las opiniones y la verdad.

Queridos míos: no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo. En esto podréis conocer el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios: es del Anticristo. El cual habéis oído que iba a venir; pues bien, ya está en el mundo. Vosotros, hijos míos, sois de Dios y lo habéis vencido. Pues el que está en vosotros es más que el que está en el mundo.  Ellos son del mundo; por eso hablan según el mundo y el mundo los escucha. Nosotros somos de Dios. Quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el Espíritu de la verdad y el espíritu del error. (1Jn 4, 1-6)

Los testigos en el Espíritu no pueden ser contradictorios y se han de adaptar en todo al testimonio que el mismo Padre ha dado de su Hijo. El autor de la primera carta de Juan, además del testimonio del Padre, lo cual se sitúa en perfecta sintonía con los evangelios, insiste en tres testigos:

Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama al que da el ser ama también al que ha nacido de él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor de Dios: en que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Este es el que vino por el agua y la sangre: Jesucristo. No solo en el agua, sino en el agua y en la sangre; y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Porque tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre, y el testimonio de los tres es único. Si aceptamos el testimonio humano, mayor es el testimonio de Dios. Pues este es el testimonio de Dios, que ha dado testimonio acerca de su Hijo. El que cree en el Hijo de Dios tiene el testimonio en sí mismo. Quien no cree a Dios lo hace mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo. Y este es el testimonio: Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo tiene la vida, quien no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. Os he escrito estas cosas a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que os deis cuenta de que tenéis vida eterna. (1Jn 5, 1-13)

Hoy como ayer y mañana debemos estar atentos, para permanecer en la escucha del Espíritu que es también la verdad. Solo él puede conducirnos hacia la verdad plena, revelada en la Palabra hecha carne. Ni la razón ni la ley pueden hacerlo por ellas mismas. Venzamos la tentación de reducir a Jesús a un simple maestro de sabiduría o promotor de unos valores, o simple fundador de la mejor de las religiones. De ello nos libra la verdadera unción que el Padre nos regala a través de la unción del Hijo y del Espíritu de santidad, verdad, libertad y comunión.

III.- COLABORADORES DÓCILES DEL ESPÍRITU

El verdadero pastor de las ovejas de Dios está llamado a situarse en todo momento a la escucha de lo que el Espíritu hace en todo hombre y mujer. El Espíritu le precede siempre en el corazón de las personas, pueblos y culturas. No olvidemos esta sencilla verdad. El Espíritu preparó en la historia la llegada del Hijo enviado en la carne por el Padre. Y aquí, a mi modo ver, radica el sentido y dinámica de una auténtica sinodalidad, vivida personal y comunitariamente. El camino lo hacemos juntos, pero el camino es fijado por el Señor. Así lo reivindican los profetas de la alianza, así lo afirma el mismo Señor. Dios, a través de Moisés, fijó el camino a seguir al pueblo liberado de la esclavitud. Isaías recuerda: los caminos y planes de Dios no son los de los hombres (cf. Is 55, 6-11). Jesús afirma en el evangelio según san Juan: «Yo soy el camino y la verdad y la vida». (Jn 14, 6) Y el Espíritu nos es dado para andar el camino fijado por el Padre, para caminar hacia la verdad plena. Por ello lo que se le pide al pueblo de Dios y a los pastores puestos por el Espíritu, para pastorear la Iglesia de Dios, es, ante todo, docilidad al Espíritu de la verdad y santidad. No es el pueblo el que tiene autoridad para fijar el camino a Dios, sino que está urgido a caminar como comunidad por la senda fijada por el Señor. Liberado por Cristo para la libertad, su vocación es la libertad del amor. Pablo concluía su argumentación sobre las obras de la carne y la obra del Espíritu con esta exhortación: «Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu». (Gal 5, 25)

El concilio Vaticano después de afirmar cómo en Jesucristo se ha revelado el misterio de Dios y del hombre, añade: en la encarnación Cristo «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre», mediante su Pascua restauró internamente al creyente, pero también a toda carne, a todo hombre, y concluye con un párrafo que, en mi opinión, es de la mayor importancia para avanzar como discípulos y apóstoles de Jesucristo en una actitud permanente de discernimiento espiritual y pastoral. He aquí la afirmación conciliar:

Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual.

Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!,¡Padre! (GS 22)

Para «ser colaboradores de Dios», los presbíteros puestos por el Espíritu al servicio de la Iglesia de Dios están llamados a vivir en una actitud permanente de discernimiento. El Papa Francisco habla con frecuencia de la necesidad de vivir en la dinámica de un real discernimiento. Acoger, escuchar, acompañar, proponer es muy importante, pero cuando falta el discernimiento espiritual y pastoral, existe el riesgo de caminar fuera del camino, que es Cristo[3]. De todos es conocido el comentario de Santo Tomás de Aquino sobre la afirmación de Jesús «yo soy el camino». Por eso el santo recordaba en otro momento de su vida: no el que corre más llega antes, es necesario correr, aunque sea con paso cojitranco por el camino que es Cristo. De otra forma, cuanto más se corre más se aleja uno de la meta.

El discernimiento requiere de unos y otros una profunda actitud de humildad y docilidad, para percibir en los mismos signos de los tiempos, los signos del Espíritu de santidad, verdad, libertad y comunión en el amor. Es necesario ser claros, pues se corre el riesgo de presentar como del Espíritu, lo que viene de nuestras ideas y sentimientos. Quien busca imponer sus buenas ideas y planes, lejos de discernir está tratando de imponerse. Tampoco el criterio de la mayoría es siempre expresión de la verdad proveniente de Dios, del Verdadero, la fuente de la verdad. Las opiniones y la Verdad no nos lo mismo. En este sentido conviene recordar la historia de Susana, condenada por la mayoría siguiendo la mentira de los viejos testigos, y salvada por un joven movido por el espíritu del Señor.

El discernimiento espiritual y pastoral, supone, ante todo, la escucha para descubrir la vocación y misión que Dios quiere de los que ha llamado y elegido, así como de su Iglesia en el mundo, a fin de llevar a cabo su plan en la historia, tal como en su condescendencia y derroche de amor se ha dignado revelarnos.

Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado. En él, por su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, conforme a la riqueza de la gracia que en su sabiduría y prudencia ha derrochado sobre nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad: el plan que había proyectado realizar por Cristo, en la plenitud de los tiempos: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra. En él hemos heredado también los que ya estábamos destinados por decisión del que lo hace todo según su voluntad, para que seamos alabanza de su gloria quienes antes esperábamos en el Mesías. En él también vosotros, después de haber escuchado la palabra de la verdad —el evangelio de vuestra salvación—, creyendo en él habéis sido marcados con el sello del Espíritu Santo prometido. (Ef 1, 5-13)

En el discernimiento espiritual se trata de verificar de qué espíritu somos y cuál es la vocación y misión que estamos llamados a cultivar con la gracia del Señor, con el Espíritu de la verdad. En efecto el presbítero es ungido con el Espíritu, para llevar a cabo su ministerio en el mundo[4].

El discernimiento pastoral está más centrado en la respuesta que la comunidad eclesial está invitada a dar a los retos y desafíos de nuestro mundo. No para complacerle o conquistarlo, sino para darle a conocer el misterio revelado en Cristo Jesús, para darle a conocer existencialmente la verdad que hace libre. Para ello es necesario ser fieles y dóciles  colaboradores de la acción del Espíritu. La evangelización de la cultura y la inculturación del Evangelio se postulan mutuamente y no deben contraponerse. Sólo así se llega a ser colaborador del Espíritu de la verdad y de la libertad, a fin que personas y culturas desarrollen su vocación y misión de acuerdo con lo que el Señor desea de ellas, para que contribuyan a la fraternidad en Cristo a la que está llamada la humanidad por el Padre.

Ante el reto de una nueva evangelización, conviene recordar lo que el Concilio decía sobre la necesidad de estar atentos para interpretar los signos de los tiempos a la luz del Evangelio.

Para cumplir esta misión es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza. He aquí algunos rasgos fundamentales del mundo moderno. (GS 4)

Tanto en el discernimiento espiritual como en el discernimiento pastoral, creo interesante recordar  lo que Pablo VI indicó: es importante tener en cuenta el contexto antropológico en el que se ha de llevar a cabo el anuncio de la Buena Nueva, la cual no procede de la industria del hombre, sino de Dios, el Verdadero. El Evangelio es uno y único. Está fue una de las preocupaciones del apóstol Pablo. Un mismo evangelio para judíos y griegos, esto es, un Evangelio que rompe los muros de la enemistad, para hacer de los dos pueblos irreconciliables un hombre nuevo en Cristo Jesús. El evangelio ni es de los judíos ni es de los griegos, sino que hace de judíos y griegos un hombre nuevo en Cristo. La Iglesia de Dios es una nueva creación en Cristo, de modo que el muro de la enemistad fue derribado por la cruz del Hijo del hombre.

Para mantener una actitud de permanente discernimiento, creo que es muy importante conjugar la lectura de la Palabra de Dios, de los sacramentos de la fe, de la vida de la Iglesia y de la vida de los hombres, en particular de los pobres.

El discernimiento es una exigencia de todo el pueblo de Dios y debe ser llevado a cabo en la comunión y con la participación de todos sus miembros de acuerdo con la gracia recibida del Señor. En esta perspectiva  unos números de la carta apostólica de Pablo VI, OCTOGESIMA ADVENIENS, para nuestra reflexión y oracion.

  1. Nos vemos con confianza como el Espíritu del Señor continúa su obra en el corazón de la humanidad y congrega por todas partes comunidades cristianas conscientes de su responsabilidad en la sociedad. En todos los continentes, entre todas las razas, naciones, culturas, en todas las condiciones, el Señor sigue suscitando auténticos apóstoles del Evangelio.

Nos hemos tenido la dicha de encontrarlos, admirarlos y alentarlos durante nuestros recientes viajes. Nos hemos acercado a las muchedumbres y escuchado sus llamamientos, gritos de preocupación y de esperanza a la vez. En estas circunstancias, hemos podido ver con nuevo relieve los graves problemas de nuestro tiempo, particulares ciertamente en cada región, pero de todas maneras comunes a una humanidad que se pregunta sobre su futuro, sobre la orientación y el significado de los cambios en curso. Siguen existiendo diferencias flagrantes en el desarrollo económico, cultural y político de las naciones: al lado de regiones altamente industrializadas, hay otras que están todavía en estadio agrario; al lado de países que conocen el bienestar, otros luchan contra el hambre; al lado de pueblos de alto nivel cultural, otros siguen esforzándose por eliminar el analfabetismo. Por todas partes se aspira una justicia mayor, se desea una paz mejor asegurada en un ambiente de respeto mutuo entre las personas y entre los pueblos.

  1. Ciertamente, son muy diversas las situaciones en las cuales, de buena gana o por fuerza, se encuentran comprometidos los cristianos, según las regiones, los sistemas socio-políticos y las culturas. En unos sitios se hallan reducidos al silencio, considerados como sospechosos y tenidos, por así decirlo, al margen de la sociedad, encuadrados sin libertad en un sistema totalitario. En otros son una débil minoría, cuya voz difícilmente se hace sentir. Incluso en naciones donde a la Iglesia se le reconoce su puesto, a veces de manera oficial, ella misma se ve sometida a los embates de la crisis que estremece la sociedad, y algunos de sus miembros se sienten tentados por soluciones radicales y violentas de las que creen poder esperar resultados mas felices. Mientras que unos, inconscientes de las injusticias actuales, se esfuerzan por mantener la situación establecida, otros se dejan seducir por ideologías revolucionarias, que les promete, con espejismo ilusorio, un mundo definitivamente mejor.
  2. Frente a situaciones tan diversas, nos es difícil pronunciar una palabra única como también proponer una solución con valor universal. No es este nuestro propósito ni tampoco nuestra misión. Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación propia de su país, esclarecerla mediante la luz de la palabra inalterable del Evangelio, deducir principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción según las enseñanzas sociales de la Iglesia tal como han sido elaboradas a lo largo de la historia especialmente en esta era industrial, a partir de la fecha histórica del mensaje de León XIII sobre la condición de los obreros, del cual Nos tenemos el honor y el gozo de celebrar hoy el aniversario.

A estas comunidades cristianas toca discernir, con la ayuda del Espíritu Santo, en comunión con los obispos responsables, en diálogo con los demás hermanos cristianos y todos los hombres y mujeres de buena voluntad, las opciones y los compromisos que conviene asumir para realizar las transformaciones sociales, políticas y económicas que se consideren de urgente necesidad en cada caso.

En este esfuerzo por promover tales transformaciones, los cristianos deberían, en primer lugar, renovar su confianza en la fuerza y en la originalidad de las exigencias evangélicas. El Evangelio no ha quedado superado por el hecho de haber sido anunciado, escrito y vivido en un contexto sociocultural diferente. Su inspiración, enriquecida por la experiencia viviente de la tradición cristiana a lo largo de los siglos, permanece siempre nueva en orden a la conversión de la humanidad y al progreso de la vida en sociedad, sin que por ello se le deba utilizar en provecho de opciones temporales particulares, olvidando su mensaje universal y eterno.

  1. En medio de las perturbaciones e incertidumbres de la hora presente, la Iglesia tiene un mensaje específico que proclamar, tiene que prestar apoyo a los hombres y mujeres en sus esfuerzos por tomar en sus manos y orientar su futuro. Desde la época en que la Rerum novarumdenunciaba clara y categóricamente el escándalo de la situación de los obreros dentro de la naciente sociedad industrial, la evolución histórica ha hecho tomar conciencia, como lo testimoniaban ya la Quadragesimo anno y la Mater et magistra, de otras dimensiones y de otras aplicaciones de la justicia social.

El reciente Concilio ecuménico ha tratado, por su parte, de ponerlas de manifiesto, particularmente en la constitución pastoral Gaudium et spes. Nos mismo hemos continuado ya estas orientaciones con nuestra encíclica Populorum progressio: «Hoy el hecho de mayor importancia, decíamos, del que cada uno debe tomar conciencia, es que la cuestión social ha adquirido proporciones mundiales». «Una renovada toma de conciencia de las exigencias del mensaje evangélico impone a la Iglesia el deber de ponerse al servicio de los seres humanos para ayudarles a comprender todas las dimensiones de este grave problema y para convencerles de la urgencia de una acción solidaria en este viraje de la historia de la humanidad». Este deber, del que Nos tenemos viva conciencia, nos obliga hoy a proponer algunas reflexiones y sugerencias, promovidas por la amplitud de los problemas planteados al mundo contemporáneo.

  1. Corresponderá, por otra parte, al próximo Sínodo de los obispos estudiar más de cerca y analizar profundamente la misión de la Iglesia ante los graves problemas que plantea hoy la justicia en el mundo. El aniversario de la Rerum novarum nos ofrece hoy la ocasión, señor cardenal, de confiar nuestras inquietudes y nuestro pensamiento ante este problema a usted en su calidad de presidente de la Comisión «Justicia y Paz» y del Consejo para los Seglares. Queremos así alentar a estos organismos de la Santa Sede en su acción eclesial al servicio de toda la humanidad.
  2. Al hacerlo queremos, sin olvidar por ello los constantes problemas ya abordados por nuestros predecesores, atraer la atención sobre algunas cuestiones que por su urgencia, su amplitud, su complejidad, deben estar en el centro de las preocupaciones de los cristianos en los años venideros, con el fin de que, en unión con las demás personas, se esfuercen por resolver las nuevas dificultades que ponen en juego el futuro mismo de hombres y mujeres. Es necesario situar los problemas sociales planteados por la economía moderna —condiciones humanas de la producción, equidad en el comercio y en la distribución de las riquezas, significación e importancia de las crecientes necesidades del consumo, participación en las responsabilidades― dentro de un contexto más amplio de civilización nueva. En los cambios actuales tan profundos y tan rápidos, la persona humana se descubre a diario de nuevo y se pregunta por el sentido de su propio ser y de su supervivencia colectiva. Vacilando sobre si debe o no aceptar las lecciones de un pasado que considera superado y demasiado diferente, tiene, sin embargo, necesidad de esclarecer su futuro ―futuro que la persona percibe tan incierto como inestable― por medio de verdades permanentes, eternas, que le rebasan ciertamente, pero cuyas huellas puede, si quiere realmente, encontrar por sí misma.

 

 

 

 

 

2023 5 Pastorea mis ovejas

«PASTOREAR LA IGLESIA DE DIOS»

 

En las meditaciones anteriores hemos contemplado cómo el amor mutuo del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo se revelaba en la historia del Buen Pastor. El Padre ama al Hijo porque da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 17-18). El mundo comprenderá que el Hijo ama al Padre, pues le obedece y vive su amor amando a los suyos hasta el extremo (cf. Jn 13, 1; 14, 30-31). El Hijo dio su vida para reunir a los hijos de Dios dispersos (cf. Jn 11, 52). Así lo atestigua la fe apostólica. En la historia del Buen Pastor se encarna el amor de Dios por el hombre creado a su imagen y semejanza.

San Pablo, en el discurso de Mileto, exhortaba a los presbíteros de Éfeso a tener cuidado de ellos mismos y de todo el rebaño al frente del cual los había colocado el Espíritu: 

Tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo. (Hch 20, 28)

El amor a Cristo de los llamados al ministerio apostólico comporta la disponibilidad a despojarse de la propia vida, a fin de pastorear las ovejas del Señor. El último encuentro de Jesús resucitado con Pedro es seductor y luminoso en esta perspectiva. Después de haber almorzado Jesús, con los discípulos, se lleva a solas a Pedro con quien mantiene el siguiente diálogo:

Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis corderos». Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Él le dice: «Pastorea mis ovejas». Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: «¿Me quieres?» y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme». (Jn 21, 15-19)

El amor y seguimiento de Jesús para Pedro se expresa a partir de ese momento en el pastoreo de sus ovejas y corderos. Un pastoreo a riesgo de la propia vida. El amor es comunión en el amor de quien ha dado la vida para reunir a los hijos de Dios dispersos por el mundo. El Padre envió al Hijo en la carne, para liberar y congregar a los que el pecado había dispersado. Ahora el Hijo, resucitado de entre los muertos, envía en el Espíritu a los que ha recibido del Padre, para reunir sus ovejas y corderos y conducirlos a la vida sin ocaso. Tener cuidado de uno mismo y pastorear la Iglesia de Dios, determina el verdadero seguimiento de Jesucristo, que implica permanecer en él, siendo signo e instrumento suyo para pastorear la Iglesia de Dios, llamada a ser en Cristo «sacramento universal de salvación» en y para el mundo. (cf GS 45)

Ante la pregunta de Pedro sobre el futuro del discípulo amado, Jesús resucitado responde de forma tajante: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme.» (v. 22) He aquí la última palabra del Señor. Seguir a Jesús en el pastoreo de sus ovejas, de las ovejas del Padre, es lo propio de los que el Espíritu Santo ha puesto al servicio de la Iglesia de Dios, la que él se adquirió con la sangre de su Hijo enviado en la carne. Ya vimos cómo son ladrones y bandidos, los «pastores» que se apropian del rebaño, esto es, de la Iglesia que el Señor adquirió mediante el don de su propia vida. Está en juego nuestro verdadero amor, conocimiento y seguimiento del Señor. El Espíritu Santo capacita a los presbíteros como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios.

A continuación, desarrollaré algunos puntos con el fin de dar pistas para la contemplación y oración personal y comunitaria. Jesús resucitado sigue siendo «el Pastor príncipe» anunciado por la voz profética.  En él tienen los ministros ordenados el verdadero modelo a imitar.

Así pues, a los presbíteros entre vosotros, yo presbítero con ellos, testigo de la pasión de Cristo y partícipe de la gloria que se va a revelar, os exhorto: pastoread el rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, mirad por él, no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa; no como déspotas con quienes os ha tocado en suerte, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño. Y, cuando aparezca el Pastor supremo, recibiréis la corona inmarcesible de la gloria. Igualmente, los más jóvenes: someteos a los mayores. Pero revestíos todos de humildad en el trato mutuo, porque Dios resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes. (1P 5, 1-5)

En esta misma carta, el apóstol recordaba a la comunidad eclesial cómo había sido rescatada para la esperanza y la justicia mediante la Pascua del Señor:

En cambio, que aguantéis cuando sufrís por hacer el bien, eso es una gracia de parte de Dios. Pues para esto habéis sido llamados, porque también Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas. Él no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca. Él no devolvía el insulto cuando lo insultaban; sufriendo no profería amenazas; sino que se entregaba al que juzga rectamente. Él llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia. Con sus heridas fuisteis curados. Pues andabais errantes como ovejas, pero ahora os habéis convertido al pastor y guardián de vuestras almas. (1P 2, 20-25)

El libro de la esperanza, el Apocalipsis, canta cómo el Cordero degollado, mediante su sangre adquirió para Dios hombres de todo pueblo y nación, haciendo de ellos un reino de sacerdotes (cf. Ap 5, 1-14). Y añade el vidente:

Después de esto vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con voz potente: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!». Y todos los ángeles que estaban de pie alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes cayeron rostro a tierra ante el trono, y adoraron a Dios, diciendo: «Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén». Y uno de los ancianos me dijo: «Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?». Yo le respondí: «Señor mío, tú lo sabrás». Él me respondió: «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios, dándole culto día y noche en su templo. El que se sienta en el trono acampará entre ellos. Ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol ni el bochorno. Porque el Cordero que está delante del trono los apacentará y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos». (Ap 7, 9-17)

Y como ya indiqué resulta significativo cómo Jesús resucitado, único mediador de la nueva y eterna alianza en su sangre, es presentado por la carta a los Hebreos: «el Gran Pastor de las ovejas».

Que el Dios de la paz, que hizo retornar de entre los muertos al gran pastor de las ovejas, Jesús Señor nuestro, en virtud de la sangre de la alianza eterna, os confirme en todo bien para que cumpláis su voluntad, realizando en nosotros lo que es de su agrado por medio de Jesucristo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén. (Heb 13, 20-21)

Veamos ahora el camino seguido por Jesús, para dar a sus ovejas pastores según el corazón de Dios, como anunciase el profeta Jeremías. Es una llamada de interrogarse: ¿Cómo cuidarse para ser los pastores que el Señor quiere hoy para su Iglesia en la secularidad que le caracteriza? El Papa Francisco, hablando a los Institutos seculares, recordaba una verdad que no siempre se ha tenido bastante en cuenta: «la naturaleza secular de la Iglesia». Decía así:

El término secularidad, que no equivale plenamente al de laicidad, es el corazón de vuestra vocación, que manifiesta la naturaleza secular de la Iglesia, pueblo de Dios, en camino entre los pueblos y con los pueblos.

1.- ENTRAR POR LA PUERTA

Entrar por «la puerta de las ovejas» comporta, ante todo, cultivar la conciencia de ser llamado y enviado por el Espíritu del Señor en la comunión de la Iglesia. Jesús al presentarse como la puerta de las ovejas, enseña que son salteadores y malos pastores los que no han sido llamados y enviados. Dicho con otras palabras: Nadie puede arrogarse la dignidad del «sacerdocio» (cf. Heb 10, 4ss). Es el Espíritu el que pone a los pastores al servicio, al frente de la Iglesia de Dios en camino hacia su plenitud; y no frente a la Iglesia o por encima de ella.

Los evangelios insisten en cómo la iniciativa de la llamada y envío de los apóstoles es del Señor. En la orilla del mar, con el simbolismo, que esto encierra para la Biblia, Jesús llama a los primeros discípulos, para que hacer de ellos pescadores de hombres. En el discurso testamento del Cenáculo,  les decía:

No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros. (Jn 15, 16-17)

Jesús pasó, «vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dice: “Sígueme”. Se levantó y lo siguió». (Mc 2, 14) La iniciativa es del Señor y no del llamado. De este se espera la pronta y radical respuesta. Dejarlo todo y ponerse en camino tras las huellas del que está de camino hacia el Padre desde los últimos e invitando a unos y otros a marchar con él.

La llamada y envío de los Doce cobra así especial significado.

Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él. E instituyó doce para que estuvieran con él  y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios: Simón, a quien puso el nombre de Pedro, Santiago el de Zebedeo, y Juan, el hermano de Santiago, a quienes puso el nombre de Boanerges, es decir, los hijos del trueno, Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el de Caná y Judas Iscariote, el que lo entregó. (Mc 3, 13-19)

El evangelista Lucas narra cómo Jesús pasó la noche en oración antes de llamar a los Doce (cf. Lc 6, 12-15). Mateo, por su parte, relata que el Señor envió a los Doce en misión, después de sentir compasión ante la muchedumbre que andaba como ovejas sin pastor y de invitarlos a orar al dueño de la mies para que enviase operarios a la mies (cf. Mt 9, 36-10, 1ss). San Juan, en la llamada oración sacerdotal, presenta a los que se hallaban sentados a la mesa con él, como «los que el Padre le ha dado» (cf. Jn 17, 1ss). Y a los que le pedían sentarse a su derecha e izquierda, Jesús les dijo: «el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado» (Mc 10, 40). Todo esto nos obliga a los discípulos a estar muy atentos, pues también los ladrones y bandidos pueden presentarse con todo tipo de argumentos capciosos. Jesús alertaba así a los que querían seguirlo:

Entrad por la puerta estrecha. Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos. Cuidado con los profetas falsos; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. (Mt 7, 13-16)

San Pablo, por su parte, en el discurso a los presbíteros de Éfeso, y que se encuentra en el trasfondo de estas reflexiones los ponía en guardia con estas palabras:

Yo sé que, cuando os deje, se meterán entre vosotros lobos feroces, que no tendrán piedad del rebaño.  Incluso de entre vosotros mismos surgirán algunos que hablarán cosas perversas para arrastrar a los discípulos en pos de sí. Por eso, estad alerta: acordaos de que durante tres años, de día y de noche, no he cesado de aconsejar con lágrimas en los ojos a cada uno en particular. Ahora os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia, que tiene poder para construiros y haceros partícipes de la herencia con todos los santificados. (Hch 20, 29-32)

Entrar por la puerta de las ovejas, por tanto, es estar y caminar con Jesús para ir en busca de las ovejas perdidas, de los hijos de Dios dispersos por el mundo, para reunirlos en torno al único Pastor y comunicarles vida eterna en abundancia.

Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial. ¿Qué os parece? Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en los montes y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, en verdad os digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Igualmente, no es voluntad de vuestro Padre que está en el cielo que se pierda ni uno de estos pequeños. (Mt 18, 11-14)

Solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola:  «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. (Lc 15, 1-7)

Jesús, por tanto, en medio de sus trifulcas con los fariseos y los escribas, iba formando a sus discípulos para ser «pescadores de hombres». Los pastores están llamados a vivir en Cristo, y en él y con él a salir en busca de lo que está perdido o se resisten a entrar en el rebaño del Señor. El Buen Pastor tiene la misión de reunir a las ovejas bajo un solo rebaño y un solo pastor, para que participen de la vida misma de Dios.

2.- ENVIADOS PARA PREDICAR Y EXPULSAR DEMONIOS

Jesús convocó a los Doce para que estuvieran y caminarán con él. Tal es el principio y fundamento del discipulado y del apostolado. Él convoca y envía a quien quiere, en su soberana libertad, para que compartan su misión de anunciar el Reino de Dios, para hacer presente la cercanía del Señor, para que con su mismo poder y autoridad liberen a las personas del poder del príncipe de este mundo. No es un poder para dominar, sino para liberar, para luchar contra todo lo que esclavice a los hijos de Dios. Es muy importante recordar que la misión del apóstol, del enviado en el Espíritu, es luchar contra el pecado a fin de salvar al pecador. Tal es la novedad de la llegada del reino de Dios, de la cercanía del Dios justo y misericordioso, tal como se ha revelado en el Unigénito, que vino a destruir el poder del pecado y buscar a los que andaban perdidos, como ovejas sin pastor.

En los llamados y elegidos para pastorear las ovejas y corderos del Señor, quiere hacerse presente el Buen Pastor. En ellos sigue velando y haciendo frente a los lobos que dispersan y destruyen a las ovejas de Dios. Recordemos lo que el salmista canta:

El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel. El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha; de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche. El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre. (Sal 121 (120))

La vigilancia del pastor exige no estar replegado sobre uno mismo. El vigilante en el nombre del Señor recibe la misión de hacer posible que las ovejas de Dios entren y salgan en libertad y esperanza. Una vez más descubrimos cómo la oración de Moisés era realmente profética, cuando pedía un pastor para su pueblo: «Que el Señor, Dios de los espíritus de todo viviente, ponga un hombre al frente de esta comunidad, uno que salga y entre al frente de ellos y que los conduzca en sus entradas y salidas, para que no quede la comunidad del Señor como rebaño sin pastor». (Num 27, 16-17) El Señor resucitado sigue colaborando con los que ha llamado y enviado para liberar a las ovejas del Padre y conducirlas a la vida en plenitud. La vigilancia del pastor debe conjugar oración, palabra y acción. Dicho de otra forma: estar y caminar con Jesús, que eso es la oración del apóstol; anunciar con su palabra y vida la cercanía de Dios, del reino de Dios; y con el poder de Dios liberar a sus hermanos del poder del pecado.

Jesús, por su parte, invitaba a orar a sus oyentes, para que el Señor enviase obreros a recoger la mies abundante y dispersa en su campo, el ancho mundo. Las ovejas de Dios necesitan pastores enviados por él. Es Dios quien envía los obreros a su viña. Él cuida de sus ovejas. ¡El Espíritu Santo pone los vigilantes al frente del rebaño! Esta es la verdad que alienta nuestra esperanza. El que no entra por la puerta de las ovejas es un salteador. Las ovejas son del Señor. A él solo le corresponde establecer «los pastores» que, ungidos en el Espíritu Santo, sean «sacramentos vivientes» del único Pastor.

3.- PASTOREAR LA IGLESIA DE DIOS

Volvamos ahora al discurso de Pablo a los presbíteros de Éfeso. En él es posible señalar unos cuantos rasgos muy significativos de lo que implica llevar a cabo la honorífica misión de pastorear la Iglesia de Dios en el mundo y para el mundo, esto es, para que los hijos de Dios dispersos formen un solo rebaño en torno a un solo pastor, de modo que sean para el mundo signo e instrumento de las maravillas de Dios. Retomo de forma sencilla las palabras de Pablo en Mileto. El apóstol andaba inquieto por el futuro de la comunidad, como nosotros hoy.

3.1.- Pablo hace memoria de cómo fue formándose la comunidad del Señor

«Vosotros habéis comprobado cómo he procedido con vosotros todo el tiempo que he estado aquí, desde el primer día en que puse el pie en Asia, sirviendo al Señor con toda humildad, con lágrimas y en medio de las pruebas que me sobrevinieron por las maquinaciones de los judíos; cómo no he omitido por miedo nada de cuanto os pudiera aprovechar, predicando y enseñando en público y en privado, dando solemne testimonio tanto a judíos como a griegos, para que se convirtieran a Dios y creyeran en nuestro Señor Jesús.» (Hch 20, 18-21)

Pablo recuerda, en un primer momento, a los ancianos, presbíteros, «supervisores» o responsables de la comunidad de los efesios, cómo la comunidad nació de su predicación del Evangelio de Dios; una misión realizada entre gritos y lágrimas. El apóstol, como un servidor humilde, servía al Señor dándolo a conocer, sin servirse de su ministerio, de forma gratuita. En la misma perspectiva escribía a la comunidad de Corinto, que había engendrado para Cristo mediante el Evangelio:

No os escribo esto para avergonzaros, sino para amonestaros. Porque os quiero como a hijos; ahora que estáis en Cristo tendréis mil tutores, pero padres no tenéis muchos; por medio del Evangelio soy yo quien os ha engendrado para Cristo Jesús. (1Cor 4, 14-15)

Pablo insiste así cómo la comunidad tiene su origen en el Evangelio de Dios, que postula  conversión y fe. El ministerio apostólico tiene la misión de prolongar el anuncio del reino de Dios y la invitación a la conversión y la fe, como lo hiciera el mismo Jesucristo en su predicación. Ahora la fe en Jesucristo, a quien Dios resucitó de entre los muertos, nos introduce en el verdadero reinado de Dios. La fe en Jesucristo, por otra parte, conviene notarlo hoy y siempre, hace que la comunidad esté formada por judíos y griegos. La carta a los Efesios afirma que la comunidad de los discípulos es una nueva creación.

Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear, de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces. Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, a la hostilidad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros los de lejos, paz también a los de cerca. Así, unos y otros, podemos acercarnos al Padre por medio de él en un mismo Espíritu. Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por él también vosotros entráis con ellos en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu. (Ef 2, 13-22)

La comunidad cristiana permanece fiel en la medida que vive y avanza de acuerdo con el misterio revelado de forma definitiva en la Pascua de Jesucristo. Y esto supone acercarse al Padre por medio del Hijo en un mismo Espíritu. Estamos en el Evangelio de la gracia, en la economía de la gracia. La Iglesia de Dios es católica y apostólica, «misionera por naturaleza». Jesucristo, reconcilió con Dios a judíos y griegos, uniéndolos en un solo pueblo mediante la cruz, dando muerte, en él, a la hostilidad. He aquí la paz que debe vivir, reflejar y promover en el mundo la comunidad de los verdaderos discípulos. Una paz obra del Verbo encarnado. No estamos ante unos simples valores. El diálogo de la salvación supone dar testimonio de la verdad que libera y realiza la paz anunciada para los tiempos mesiánicos. Paz que comporta hacer justicia a los pobres, recrear la armonía entre los pueblos, hacer abundar el verdadero conocimiento de Dios, como ya señaló el profeta de la fe, Isaías:

Pero brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor. Lo inspirará el temor del Señor. No juzgará por apariencias ni sentenciará de oídas;  juzgará a los pobres con justicia, sentenciará con rectitud a los sencillos de la tierra; pero golpeará al violento con la vara de su boca, y con el soplo de sus labios hará morir al malvado. La justicia será ceñidor de su cintura, y la lealtad, cinturón de sus caderas. Habitará el lobo con el cordero, el leopardo se tumbará con el cabrito, el ternero y el león pacerán juntos: un muchacho será su pastor. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león como el buey, comerá paja. El niño de pecho retoza junto al escondrijo de la serpiente, y el recién destetado extiende la mano hacia la madriguera del áspid. Nadie causará daño ni estrago por todo mi monte santo: porque está lleno el país del conocimiento del Señor,  como las aguas colman el mar. Aquel día, la raíz de Jesé será elevada como enseña de los pueblos: se volverán hacia ella las naciones y será gloriosa su morada. (Is 11, 1-10)

3.-2.- El Testigo anuncia la totalidad del plan de Dios

Y ahora, mirad, me dirijo a Jerusalén, encadenado por el Espíritu. No sé lo que me pasará allí, salvo que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me da testimonio de que me aguardan cadenas y tribulaciones.  Pero a mí no me importa la vida, sino completar mi carrera y consumar el ministerio que recibí del Señor Jesús: ser testigo del Evangelio de la gracia de Dios. Y ahora, mirad: sé que ninguno de vosotros, entre quienes he pasado predicando el reino, volverá a ver mi rostro. Por eso testifico en el día de hoy que estoy limpio de la sangre de todos: pues no tuve miedo de anunciaros enteramente el plan de Dios. (vv 22-27)

El discurso de Pablo se presenta como un verdadero testamento. Dice lo que ha hecho y da orientaciones para el futuro. Ante todo señala cómo en todo momento caminaba guiado y conducido por el Espíritu, el verdadero testigo y protagonista de la misión apostólica. Un Espíritu que no le anunciaba precisamente cosas placenteras, sino que lo que llevaba como encadenado. Es la paradoja que está llamado a vivir el testigo del Evangelio de la gracia de Dios. Él recibió el ministerio del Señor Jesús y, por medio de la comunidad, del Espíritu de santidad. Los presbíteros de Éfeso lo han recibido por medio del Espíritu Santo, para pastorear la Iglesia de Dios.

Pablo subraya cómo anunció enteramente el plan de Dios. El subrayado del apóstol tiene una gran significación, pues existe siempre la tentación de la parcialidad, de buscar agradar a los oyentes en lugar de dar testimonio de la verdad liberadora. Jesucristo vino al mundo para ser testigo de la verdad de Dios. El apóstol es enviado al mundo para ser testigo de la verdad liberadora. La comunidad de los discípulos está llamada a vivir y proclamar la verdad liberadora en el lo concreto de la historia, en la vida cotidiana. La carta a los gálatas proclama que Jesucristo nos liberó para la libertad, que nuestra vocación es la libertad del amor, que si vivimos por el Espíritu estamos llamados a caminar tras el Espíritu. La comunidad de los discípulos deben permanecer en «la fe que obra por amor» y no por otros intereses. Los presbíteros de la comunidad deben tener muy presente la totalidad del plan de Dios, si no quieren cargar con la culpa de su pueblo. El P. Chevrier enseñaba: «Un poco menos de devoción y un poco más de fe en Jesucristo». (VD p. 449)

El testigo de la verdad puede ser acogido o rechazado, como aconteció con el Hijo enviado por el Padre. Los labradores de la parábola dieron muerte al hijo, para quedarse con la viña. Por ello el testigo, a la luz de la pedagogía de la condescendencia divina, se mantiene firme y comunica la totalidad el Evangelio de Dios, aun cuando no sea escuchado, pero siempre desde la cercanía y el amor, con entrañas de misiericordia. Ante los tribunales de este mundo, ya sean religiosos o laicistas, el testigo deja que el Espíritu hable en él.

3.3.- Velar para pastorear gratuitamente la Iglesia de Dios en el mundo

Tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo. Yo sé que, cuando os deje, se meterán entre vosotros lobos feroces, que no tendrán piedad del rebaño. Incluso de entre vosotros mismos surgirán algunos que hablarán cosas perversas para arrastrar a los discípulos en pos de sí. Por eso, estad alerta: acordaos de que durante tres años, de día y de noche, no he cesado de aconsejar con lágrimas en los ojos a cada uno en particular. Ahora os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia, que tiene poder para construiros y haceros partícipes de la herencia con todos los santificados.  De ninguno he codiciado dinero, oro ni ropa. Bien sabéis que estas manos han bastado para cubrir mis necesidades y las de los que están conmigo. Siempre os he enseñado que es trabajando como se debe socorrer a los necesitados, recordando las palabras del Señor Jesús, que dijo: “Hay más dicha en dar que en recibir”». (vv. 28-35)

Los presbíteros, tras las huellas del apóstol, están llamados a vivir y actuar como siervos de la Iglesia de Dios, en modo alguno como señores. Su misión es servir, escuchar, acoger, anunciar, enseñar, animar y dar testimonio a unos y otros, para que permanezcan fieles al «Evangelio de la gracia de Dios» mediante el cual fue engendrada la Iglesia de Dios, en medio de pueblos y culturas diferentes. Para ello, los presbíteros o «episkopous» de la comunidad están llamados a cuidarse, a fin de pastorear la comunidad que se les ha confiado. Jesús no vino a resolver todos los problemas. Destruyó el poder del pecado y nos liberó para la fe que actúa por amor, al servicio del crecimiento de la persona, para llevar a cabo el designio de Dios en la historia.  El apóstol llama a los presbíteros a la vigilancia y les traza el programa a seguir.

Los pastores han de tomar conciencia, ante todo, que han sido puestos al frente de la comunidad por el Espíritu de la verdad, libertad y comunión; y, por tanto, deben actuar en la dependencia de quien conduce a la verdad plena, a la libertad del amor y la comunión que brota de la cruz del Pastor mesiánico, que entregó su vida para crear de judíos y griegos «en sí mismo un único hombre nuevo haciendo las paces». (Ef 2, 15)

Puesto que la comunidad está formada por personas limitadas es preciso pastorear con solicitud y amor, con entereza y ternura, entre pruebas y lágrimas, al rebaño de Dios. Para ello necesario hacerlo con la entrega y dedicación del Señor y de sus siervos, los apóstoles. Jesús es el Buen Pastor que dio su vida por las ovejas. Pablo se dio a las comunidades. Pastorear la Iglesia de Dios comporta un despojo profundo de uno mismo y estar atento para llevar adelante totalidad del plan de Dios sobre la comunidad y sus miembros. Y esto es posible en la medida que uno se deja conducir por el Espíritu de Dios, como lo hiciera el Buen Pastor, y como también lo hicieran a lo largo de la historia los siervos del Señor, los profetas y apóstoles, testigos de la verdad de Dios.

Pastorear el pueblo de Dios comporta, por otra parte, velar para que la comunidad de los discípulos no se deje arrastrar y dispersar por los «lobos» que están al acecho del rebaño. Con gran realismo señala el apóstol cómo en su ausencia se alzarán voces discordantes de entre los mismos ancianos. No es fácil permanecer en la verdad liberadora. Lo sabemos por experiencia. Existe la tentación de adecuar el Evangelio a la razón o la ley, contentarse con repetir no es signo de fidelidad, sino de pereza. La auténtica fidelidad evangélica pasa por dejarse conducir por el Espíritu a la verdad plena, que encierra en sí toda novedad. La verdad del Evangelio renueva a la Iglesia a lo largo de la historia; y no la mera repetición del pasado. Pablo constataba que «el logos de la cruz» era escándalo para los judíos y necedad para los griegos; pero a ambos les predicaba la novedad de Jesucristo crucificado y resucitado. No lo olvidemos: la comunidad de los efesios estaba compuesta de judíos y griegos. Los razonamientos matan el Evangelio; y el poder anula el dinamismo de la gracia de quien siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza.

Pablo sabía por experiencia la importancia de velar para que no se desvirtuase el Evangelio del reino de Dios y lo tocante a Jesucristo. Así se refleja en las cartas a los gálatas y a los corintios. En la carta a los gálatas, el apóstol testimonia cómo sufre de nuevo dolores de parto, para formar a Cristo en la comunidad, para conformarla de acuerdo con el Evangelio de la gracia (cf. Gal 4, 12-20). A los corintios les reprocha aceptar sin discernimiento un evangelio diferente al predicado por él (2Cor 11, 1ss). A la comunidad de Tesalónica,  escribía:

Vosotros, hermanos, sabéis muy bien que nuestra visita no fue inútil; a pesar de los sufrimientos e injurias padecidos en Filipos, que ya conocéis, apoyados en nuestro Dios, tuvimos valor para predicaros el Evangelio de Dios en medio de fuerte oposición. Nuestra exhortación no procedía de error o de motivos turbios, ni usaba engaños, sino que, en la medida en que Dios nos juzgó aptos para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos: no para contentar a los hombres, sino a Dios, que juzga nuestras intenciones. Bien sabéis vosotros que nunca hemos actuado ni con palabras de adulación ni por codicia disimulada, Dios es testigo, ni pretendiendo honor de los hombres, ni de vosotros, ni de los demás, aunque, como apóstoles de Cristo, podíamos haberos hablado con autoridad; por el contrario, nos portamos con delicadeza entre vosotros, como una madre que cuida con cariño de sus hijos. Os queríamos tanto que deseábamos entregaros no solo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habíais ganado nuestro amor. Recordad, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no ser gravosos a nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios. Vosotros sois testigos, y Dios también, de que nuestro proceder con vosotros, los creyentes, fue leal, recto e irreprochable; sabéis perfectamente que, lo mismo que un padre con sus hijos, nosotros os exhortábamos a cada uno de vosotros, os animábamos y os urgíamos a llevar una vida digna de Dios, que os ha llamado a su reino y a su gloria. (1Tes 2, 1-12)

Pablo, como buen conocer de las Escrituras y de la condición humana, tenía, sin duda alguna, muy presente la palabra profética del libro del Deuteronomio:

El Señor dijo a Moisés: «Tú vas a reunirte con tus padres y este pueblo se levantará y se prostituirá con los dioses extranjeros de la tierra adonde va a entrar, y me abandonará y romperá la alianza que concerté con él. Ese día mi ira se encenderá contra él. Los abandonaré y les ocultaré mi rostro. Será presa fácil y le ocurrirán innumerables males y desgracias. Entonces se preguntará: “¿No me habrán alcanzado estos males porque mi Dios no está en medio de mí?”. Y yo, ese día, ocultaré aún más mi rostro por toda la maldad que cometió, pues se volvió hacia otros dioses. Y ahora, escribid este cántico, enseñádselo a los hijos de Israel, haced que lo reciten, para que este cántico sea mi testigo contra los hijos de Israel. Cuando haya llevado a este pueblo a la tierra que mana leche y miel, que prometí con juramento a sus padres, y coma hasta saciarse, engorde y se vuelva a otros dioses y los sirva, me despreciará y romperá mi alianza;  entonces, cuando le ocurran innumerables males y desgracias, este cántico dará testimonio contra él, pues su descendencia no se olvidará de recitarlo, porque conozco los planes que ya traza hoy, antes de haberlo llevado a la tierra que prometí con juramento». (Dt 31, 16-21)

El apóstol, con gran realismo, invitaba a los presbíteros a vivir sencillamente, trabajando para ganar el pan, sin servirse del rebaño de Dios, sino cuidando de los más débiles. «¡Es trabajando como se ha de socorrer a los necesitados!». «Hay más dicha en dar que en recibir». Es una forma de insistir en la gratuidad del ministerio y en socorrer a los débiles y necesitados, pero como obreros del Evangelio y no como señores o funcionarios del rebaño de Dios. El P. Chevrier invitaba a los suyos con estas palabras: «¡Ganarse el pan anunciando a Jesucristo!».

3.4.- Pablo encomienda a los presbíteros a Dios y a la palabra de su gracia

El apóstol, consciente de que en lo sucesivo no podrá seguir acompañando a los presbíteros de la amada comunidad, los encomienda a Dios y a la palabra de su gracia. Pablo, testigo de la fe, nos reenvía a la oración del Buen Pastor. En el momento de pasar de este mundo al Padre, Jesús le confiaba los discípulos que había recibido de él. Pablo, verdadero paradigma del discípulo y apóstol, imitaba así la manera de hacer y orar de Jesús.

Por la palabra se alumbró la comunidad de los discípulos de la que formaban parte los presbíteros. La palabra de Dios se encarnó y su dinamismo sigue construyendo y manteniendo viva la comunidad eclesial. La Palabra es viva, penetrante, eficaz y dinámica. Hace lo que anuncia. Es una palabra de gracia, capaz de recrearnos y de recrear a cuantos se abren con fe a ella. Jesús recordó a los seguidores que terminaron por darle la espalda: «El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y, con todo, hay algunos de entre vosotros que no creen.» (Jn 6, 63-64) A los presbíteros nos toca anunciarla de la mejor manera posible en medio de pueblos y culturas tan plurales. Con nuestras comunidades, en la comunión de nuestros presbiterios y en nuestros equipos sacerdotales, estamos llamados y urgidos a buscar, con sencillez y humildad, los caminos más adecuados para presentar la totalidad del evangelio con la parresía del Espíritu de la verdad y comunión en la diversidad.

El servidor del «Evangelio de la gracia» sabe que Dios sigue cuidando de su Iglesia a través del Buen Pastor, de la Palabra hecha carne, y del Espíritu de la verdad. Él sabe y cree que el Señor colabora con él, o mejor, que somos un real un instrumento suyo si nos dejamos hacer y guiar por su Palabra fecunda de vida y libertad. Esta conciencia nos libra de la angustia y de la tristeza de quienes olvidan que la Iglesia es de Dios. Él sigue cuidando de ella. «El poder del infierno no la derrotará». (Mt 16, 18) El Buen Pastor afirmó de una vez para siempre:

Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, lo que me ha dado, es mayor que todo, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno». (Jn 10, 27-30)

El pastor creyente no cesa de meditar y contemplar cómo Cristo, el verdadero Esposo, sigue presentándose a la Iglesia como una Esposa sin mancha ni arruga.

Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. (Ef 5, 25-27)

Para concluir escuchamos una vez más la palabra apostólica: «Tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo.»

 

 

2023 6 el ministerio de la palabra

EL MINISTERIO DE LA PALABRA

 

 «El primer munus» de los presbíteros, según enseña el Concilio Vaticano II, es el anuncio de la Palabra de Dios. «Por la palabra de Dios vivo» se reúne, constituye e incrementa el Pueblo de Dios. Por ella se suscita la fe y consolida la fe en el corazón de los creyentes. En ella hay que buscar la luz y fuerza para avanzar en «santidad y justicia» como discípulos y testigos de Jesucristo en la historia. «Anunciar el Reino de Dios y lo tocante a Jesucristo», como hacía Pablo prisionero en Roma, es la misión de la Iglesia apostólica por los caminos y encrucijadas de nuestro mundo. Pero, antes de iniciar los puntos de la reflexión, considero interesante leer el texto conciliar.

El Pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo, que con todo derecho hay que esperar de la boca de los sacerdotes. Pues como nadie puede salvarse, si antes no cree, los presbíteros, como cooperadores de los obispos, tienen como obligación principal el anunciar a todos el Evangelio de Cristo, para constituir e incrementar el Pueblo de Dios, cumpliendo el mandato del Señor: "Id por todo el mundo y predicar el Evangelio a toda criatura" (Mc., 16, 15). Porque con la palabra de salvación se suscita la fe en el corazón de los no creyentes y se robustece en el de los creyentes, y con la fe empieza y se desarrolla la congregación de los fieles, según la sentencia del Apóstol: "La fe viene por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo" (Rom., 10, 17). Los presbíteros, pues, se deben a todos, en cuanto a todos deben comunicar la verdad del Evangelio que poseen en el Señor. Por tanto, ya lleven a las gentes a glorificar a Dios, observando entre ellos una conducta ejemplar, ya anuncien a los no creyentes el misterio de Cristo, predicándoles abiertamente, ya enseñen el catecismo cristiano o expongan la doctrina de la Iglesia, ya procuren tratar los problemas actuales a la luz de Cristo, es siempre su deber enseñar, no su propia sabiduría, sino la palabra de Dios, e invitar indistintamente a todos a la conversión y a la santidad. Pero la predicación sacerdotal, muy difícil con frecuencia en las actuales circunstancias del mundo, para mover mejor a las almas de los oyentes, debe exponer la palabra de Dios, no sólo de una forma general y abstracta, sino aplicando a circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio.

Con ello se desarrolla el ministerio de la palabra de muchos modos, según las diversas necesidades de los oyentes y los carismas de los predicadores. En las regiones o núcleos no cristianos, los hombres son atraídos a la fe y a los sacramentos de la salvación por el mensaje evangélico; pero en la comunidad cristiana, atendiendo, sobre todo, a aquellos que comprenden o creen poco lo que celebran, se requiere la predicación de la palabra para el ministerio de los sacramentos, puesto que son sacramentos de fe, que procede de la palabra y de ella se nutre. Esto se aplica especialmente a la liturgia de la palabra en la celebración de la misa, en que el anuncio de la muerte y de la resurrección del Señor y la respuesta del pueblo que escucha se unen inseparablemente con la oblación misma con la que Cristo confirmó en su sangre la Nueva Alianza, oblación a la que se unen los fieles o con el deseo o con la recepción del sacramento. (PO 4)

Junto a la afirmación conciliar, quiero hacerme eco de una afirmación que escucho con frecuencia en el diálogo con las familias y, en particular, en el sacramento de la reconciliación. Muchas familias y personas de hondo raigambre cristiano, se lamentan e interrogan: ¿Por qué nuestros hijos, que son personas buenas, abandonan la Iglesia? ¿Por qué dejan la práctica religiosa? ¿Qué hemos hecho mal para que vivan de espaladas a la fe en el Señor? Ya lo obispos europeos constataban, en el Sínodo de Europa celebrado en el año 1991, la apostasía silenciosa de tantos y tantos cristianos. Estos no niegan la importancia de vivir de acuerdo con unos valores, pero pretenden hacerlo como si Dios no existiera. Hemos formado buenas personas, pero cabe preguntarse si hemos formados  creyentes y discípulos de Jesucristo.

En este sentido, conviene recordar a pensadores como K. Rahner[5] y A. Gesché[6] que alertaban sobre el riesgo de una teología antropocéntrica y del hacer. Al poner al hombre en el centro se desplaza la verdadera cuestión de la fe y se socava de alguna forma la autoridad de la Palabra de Dios, fuente de vida, verdad, libertad y comunión. Rahner escribía: «Lo que opino es esto: hay pocos hombres que piensen que, en último término, no es Dios el que existe para ellos, sino que ellos son los que existen para Dios». Gesché, tras afirmar «la fuerza dinámica de la fe», ponía en guardia contra el militantismo: «Esto es lo que hoy debemos recordar. Si en «la derecha» se forman doctrinarios y en la «izquierda» militantes, se corre el riesgo de no formar ya creyentes y personas. No digo que no haya que comprometerse, sino que hay una deriva posible y, por lo tanto, una dimensión que no hay que olvidar y frente a la cual hemos de estar vigilantes.» Benedicto XVI recordó en su primera encíclica esta verdad. «Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna » (cf. 3, 16).» (DCE 1) El Papa Francisco se ha referido en varias ocasiones a esta afirmación de su predecesor. Y es que estamos ante una cuestión decisiva para la fe: ¿Formamos de verdad personas creyentes, discípulos? ¿Qué alimento damos a los que el Señor nos ha confiado? ¿Qué antropología subyace en nuestra acción evangelizadora?

La situación es, sin duda, dolorosa y nos interroga a los llamados a ser pastores del pueblo de Dios en un nuevo paradigma de sociedad. El concilio Vaticano II hablaba de mutaciones en la sociedad; el Papa Francisco afirma que nos encontramos ante un cambio de época. Puesto que todos compartimos, según creo, esta constatación, no es necesario que me alargue más. Solo quiero  recordar que nuestra situación no es inédita. Los profetas de la alianza alzaron ya su voz ante la deriva vivida por el pueblo, abandonando la tradición y tradiciones de los padres, para marchar tras los ídolos familiares y de las grandes potencias del mundo. Señalaban como causa importante de la infidelidad del pueblo la falta de auténticos pastores: denunciaban la forma de vivir y actuar de los jefes, los sacerdotes y los falsos profetas. Jesús, por su parte, se lamentaba que las muchedumbres andaban como ovejas sin pastor.

Malaquías, el último de los profetas, acusaba con vehemencia a los sacerdotes de no haber formado al pueblo en la dinámica profunda de la alianza. Por ello Dios iba a enviar a su mensajero que purificaría al pueblo de sus apostasías.

Esto es lo que os mando, sacerdotes: Si no escucháis y no ponéis todo vuestro corazón en glorificar mi nombre, dice el Señor del universo, os enviaré la maldición y maldeciré vuestra bendición; sí, la maldeciré, pues no ponéis todo vuestro corazón en ello. Mirad, os increparé en vuestra descendencia, os echaré basura a la cara, la basura de vuestras fiestas, y os llevarán con ella. Y reconoceréis que os he enviado este mandato, para que subsista mi alianza con Leví, dice el Señor del universo. Mi alianza con él era una alianza de vida y de paz, y se la di para que me temiese, me honrase y se rindiese a mi nombre. Transmitía la ley con fidelidad y no se encontraba fallo alguno en sus labios; caminaba conmigo en paz y en rectitud y apartaba del pecado a mucha gente. Pues la boca del sacerdote atesora conocimiento, y a él se va en busca de instrucción, pues es mensajero del Señor del universo. Pero vosotros os habéis separado del camino recto y habéis hecho que muchos tropiecen en la ley, invalidando la alianza de Leví, dice el Señor del universo. Pues yo también os voy a hacer despreciables y viles para todo el pueblo, ya que vuestra boca no ha guardado el camino recto y habéis sido parciales en la aplicación de la ley. (Mal 2, 1-9)

Oseas, un auténtico profeta de la alianza, había culpado a los sacerdotes de la apostasía del pueblo, pues no habían alimentado al pueblo de la palabra de Dios.

Pero que nadie acuse, nadie critique. ¡Contra ti va mi pleito, sacerdote! Tropiezas de día, y también tropieza el profeta contigo de noche. Reduzco a tu madre al silencio. Perece mi pueblo por falta de conocimiento.  Ya que tú rechazaste el conocimiento, yo te rechazo de mi sacerdocio; ya que olvidaste la enseñanza de tu Dios, también yo me olvido de tus hijos. Cuantos más eran, más pecaban contra mí,  cambiaré su gloria en ignominia. Se alimentan del pecado de mi pueblo, ansían el fruto de su pecado. ¡Como el pueblo, así el sacerdote! Le pediré cuentas de sus andanzas, le retribuiré según sus obras:  comerán, pero no se saciarán, se prostituyeron pero no se multiplicarán, porque abandonaron al Señor. Prostitución, vino y mosto poseen el corazón. Mi pueblo consulta a su madero, su cayado lo instruye. La pasión de la prostitución los ha extraviado, se prostituyen alejándose del abrigo de su Dios. Sacrifican sobre la cumbre de los montes, queman incienso sobre las colinas, al abrigo de la encina, del álamo y del terebinto, porque su sombra es buena. ¡Por eso se prostituyen vuestras hijas y vuestras nueras cometen adulterio! No pediré cuentas a vuestras hijas si se prostituyen, ni a vuestras nueras si cometen adulterio:  porque son ellos, los sacerdotes, los que se van con prostitutas y sacrifican con las consagradas. ¡Y un pueblo que no comprende, se pierde! (Os 4, 4-14)

Y un poco más adelante, el profeta insiste:

¡Escuchad, sacerdotes! Atención, casa de Israel! Corte del rey, prestad oídos: ¡Contra vosotros es el proceso! Porque fuisteis una trampa en Mispá y un lazo tendido en el Tabor. Llevaron al colmo las inmolaciones en Sitín. Yo soy una advertencia para todos. Yo conozco a Efraín, Israel no se me oculta. Ahora has inducido a Efraín a prostituirse, se ha manchado Israel. Sus acciones no les permiten volver a su Dios, porque la pasión de la prostitución está en ellos y desconocen al Señor. La soberbia de Israel ha testimoniado contra ellos, Israel y Efraín tropiezan por sus faltas, hasta Judá tropieza con ellos. Con su rebaño y su ganado irán a buscar al Señor, pero no lo encontrarán: se despojó de ellos. Traicionaron al Señor engendrando bastardos. Ahora los devorará la luna nueva, a ellos con su herencia. (Os 5, 1-7)

Las citas, en que se acusa a los sacerdotes de la apostasía del pueblo de las alianzas, podrían multiplicarse. El pastoreo del pueblo de Dios comporta alimentar con la palabra de Dios la fe del pueblo.  No basta una formación moral y en valores, es necesario conducir a la fe. «Iré en medio de ellos, verán lo que es un sacerdote y les daré la fe». (P. Chevrier) La fe en Jesucristo, su enviado, es obra del Padre. «Nadie viene a mí si el Padre no lo atrae» (Jn 6, 44). Pablo enseña que la fe brota de la escucha de la Palabra. «Así, pues, la fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a través de la palabra de Cristo.» (Rom 10, 17) Formar una Iglesia evangelizada y evangelizadora, en la perspectiva señalada por Pablo VI en Evangelii Nuntiandi 14-15, debe ser la primera tarea y preocupación del presbítero según afirmó el concilio Vaticano II.

I.- LA PALABRA DE DIOS CREADORA DE VIDA Y LIBERTAD

Cuando uno contempla y estudia a los servidores de la Palabra de Dios, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, descubre con admiración y alegría esta convicción: Para ellos la Palabra de Dios es fuente de verdad, vida y libertad. Es la palabra del Dios creador y libertador, del Dios de la promesa y alianza. Conviene interrogarse si vivimos, con sencillez y alegría, nuestra condición de servidores de la Palabra. Cierto, en ocasiones el ministerio de la Palabra puede resultar doloroso. Baste escuchar en este sentido al profeta Jeremías:

Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; has sido más fuerte que yo y me has podido. He sido a diario el hazmerreír, todo el mundo se burlaba de mí. Cuando hablo, tengo que gritar, proclamar violencia y destrucción. La palabra del Señor me ha servido de oprobio y desprecio a diario. Pensé en olvidarme del asunto y dije: «No lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre»; pero había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía. (Jer 20, 7-9)

La palabra liberadora de Dios puede ser acogida o rechazada. Ella se propone, pero no se impone al estilo de las leyes provenientes de los hombres. Jesús, al proclamar la verdad, fue abandonado por gente que había creído en él. He aquí un relato significativo:

Dijo Jesús a los judíos que habían creído en él: «Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». Le replicaron: «Somos linaje de Abrahán y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: “Seréis libres”?». Jesús les contestó: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es esclavo. El esclavo no se queda en la casa para siempre, el hijo se queda para siempre. Y si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres. Ya sé que sois linaje de Abrahán; sin embargo tratáis de matarme, porque mi palabra no cala en vosotros… (Jn 8, 31-50)

El relato evangélico concluye con estas palabras: «Entonces cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió de templo». Pero, independientemente si la Palabra es acogida o no, lo que importa, ante todo, es si los servidores de del Evangelio de Dios, creemos y experimentamos que es una palabra vivificadora y liberadora. Hagamos un pequeño recorrido por la historia del Dios de la alianza con su pueblo elegido.

El libro del Deuteronomio es claro y determinante en esta perspectiva. Me limito a subrayar un detalle decisivo: la ley dada por el Señor es fuente de vida y libertad. Procede del Creador y Libertador, del Dios de la alianza, que conduce al pueblo de la esclavitud a la libertad. Una ley, por tanto, para caminar hacia la libertad y en la libertad. La Ley comienza con esta afirmación:

“Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí. (Dt. 5, 6-7)

La finalidad de la alianza y sus clausulas, lejos de buscar el sometimiento del pueblo a Dios, fija el camino a seguir, para que el pueblo elegido viva y crezca en paz y libertad en medio de los pueblos de la tierra, a fin de ser para estos una bendición.

Así pues, reconoce hoy, y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Observa los mandatos y preceptos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos, después de ti, y se prolonguen tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre». (Dt 4, 39-40)

Reconoce, pues, en tu corazón, que el Señor, tu Dios, te ha corregido, como un padre corrige a su hijo,  para que observes los preceptos del Señor, tu Dios, sigas sus caminos y lo temas. Cuando el Señor, tu Dios, te introduzca en la tierra buena, tierra de torrentes, de fuentes y veneros que manan en el monte y la llanura, tierra de trigo y cebada, de viñas, higueras y granados, tierra de olivares y de miel, tierra en que no comerás tasado el pan, en que no carecerás de nada, tierra que lleva hierro en sus rocas y de cuyos montes sacarás cobre, entonces comerás hasta saciarte, y bendecirás al Señor, tu Dios, por la tierra buena que te ha dado. Guárdate de olvidar al Señor, tu Dios, no observando sus preceptos, sus mandatos y sus decretos que yo te mando hoy. No sea que, cuando comas hasta saciarte, cuando edifiques casas hermosas y las habites, cuando críen tus reses y ovejas, aumenten tu plata y tu oro, y abundes en todo,  se engría tu corazón y olvides al Señor, tu Dios, que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud. (8, 5-14)

Los profetas de la alianza, ante la dolorosa experiencia del Exilio, insisten en cómo la palabra es fuente de vida, consuelo y libertad. Así lo atestiguan estas afirmaciones del profeta de la consolación.

Una voz grita: «En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos juntos —ha hablado la boca del Señor—». Dice una voz: «Grita». Respondo: «¿Qué debo gritar?». «Toda carne es hierba y su belleza como flor campestre: se agosta la hierba, se marchita la flor, cuando el aliento del Señor sopla sobre ellos; sí, la hierba es el pueblo; se agosta la hierba, se marchita la flor, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre (Is 40, 3-8)

Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será la palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo.  Saldréis con alegría, os llevarán seguros; montes y colinas romperán a cantar ante vosotros, aplaudirán los árboles del campo. (Is 55, 10-12)

Los profetas de la alianza, en continuidad con las afirmaciones de Moisés, recalcan que la palabra de Dios es creadora de vida y libertad para el pueblo. Y lo mismo hace el testimonio apostólico, como puede verse en la carta de Santiago.

Poned en práctica la palabra y no os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros mismos. Porque quien oye la palabra y no la pone en práctica, ese se parece al hombre que se miraba la cara en un espejo y, apenas se miraba, daba media vuelta y se olvidaba de cómo era. Pero el que se concentra en una ley perfecta, la de la libertad, y permanece en ella, no como oyente olvidadizo, sino poniéndola en práctica, ese será dichoso al practicarla. (Sant 1, 22-25)

Hablad y actuad como quienes van a ser juzgados por una ley de libertad, pues el juicio será sin misericordia para quien no practicó la misericordia; la misericordia triunfa sobre el juicio. (Sant 2, 12-13)

En el evangelio según san Mateo, Jesús proclama cómo debemos acudir a él en nuestros cansancios y angustias. El nos aliviará; pero al mismo tiempo nos invita a caminar con corazón manso y humilde, cargando con su yugo suave.

Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera». (Mt 11, 28-30)

El problema se plantea cuando la ley queda reducida a la letra y la salvación deja de ser gracia, para pensarse en términos de conquista y mérito. La letra mata mientras que el don del Espíritu da vida. Así lo expone el apóstol de las gentes con meridiana claridad; pero que demasiada frecuencia tendemos a olvidarlo:

Pero esta confianza la tenemos ante Dios por Cristo; no es que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos nada como realización nuestra; nuestra capacidad nos viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una alianza nueva: no de la letra, sino del Espíritu; pues la letra mata, mientras que el Espíritu da vida. (2Cor 3, 4-6)

A la luz de la enseñanza profética y apostólica, conviene interrogarse si estamos comunicando realmente la palabra de vida y libertad a nuestros hermanos de camino. Cristo es la Palabra encarnada. En ella se halla la vida y libertad de las personas, familias, pueblos y culturas. El amor por los hermanos implica ser obedientes a quien nos envía a proclamar la verdad liberadora. No es  expresión de amor rehuir ser signo de contradicción como lo fue Jesús y sus enviados apostólicos.

Ahora bien, esto no obsta, para que meditemos en la pedagogía de la condescendencia divina.  Además de la fe en la palabra viva de Dios y aceptar los riesgos que comporta su anuncio, es necesario también confiar en la capacidad y libertad de las personas, pueblos y culturas, para acoger la Palabra de la vida. Por ello el ministerio de la palabra no puede desarrollarse más que como un acto de fe en la Palabra anunciada y de confianza en el oyente de la Palabra en que el Espíritu nos precede y no deja de trabajar. El Espíritu nos hace hace testigos de la Palabra, como lo hizo en los profetas y apóstoles. El Espíritu obra de acuerdo con el atractivo del Padre en el corazón de las personas, para conducirlas hacia la Pascua, fuente de vida y libertad. El ministerio de la Palabra, «el primer munus» del presbítero según el concilio Vaticano II, exige de nosotros un acto de fe en la acción discreta y casta del Espíritu en el testigo y en el oyente como receptor libre de la Palabra del Señor, sin que esto obste para que como instrumentos libres e inteligentes, sigamos buscando los caminos adecuados para llevar el Evangelio de Dios al corazón de las personas, pueblos y culturas. Releamos este texto del Concilio:

Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual.

Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!,¡Padre! (GS 22)

II.- ASUMIR LA PARADOJA

El ministro del Evangelio no debe olvidar que la palabra salvadora de Dios no se impone por la fuerza, pues se dirige a la libertad de las personas y, a través de ellas, a las culturas, fruto de la razón y de la tradiciones humanas. La vocación del ser humano es la libertad. Fue creado por Dios en y para la libertad, para un verdadero diálogo de amor. Solo con el hombre entabló el Creador un diálogo. Solo al hombre le dio Dios prescripciones y esperó de él una respuesta.

Consciente de esta verdad, el ministro del Evangelio debe asumir la paradoja que entraña el anuncio de la palabra de Dios, fuente de la verdad y libertad. En efecto, Jesucristo, la Palabra encarnada de Dios, vino al mundo para reunir a los hijos de dispersos, para crear comunión y hacer de los dos pueblos un hombre nuevo en Él, para liberar y salvar...etc. Y no obstante, las Escrituras hablan de cómo la Palabra encarnada fue signo de contradicción, artífice de división y juicio, una piedra de tropiezo… etc. ¡Cómo cuesta acoger la totalidad del Evangelio y darlo a conocer! Pensemos, por ejemplo, en esta palabra del Señor:

No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espada. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa. El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá recompensa de justo. (Mt 10, 34-41)

El profeta como el apóstol no pueden rehuir la paradoja que entraña el anuncio de la totalidad del mensaje evangélico si quiere permanecer fiel dispensador de la verdad del Evangelio de Dios. De otra forma corre el riesgo de falsear la palabra de Dios y quedar entrampado en la dinámica propia de la ideología, poco importa del signo que sea. En la ideología (no hablo de los acentos que todos podemos tener) la razón se alza como la fuente de la verdad y el juez de lo que debe hacerse. Es preciso velar y orar para no caer en la ideología.

La inteligencia de la fe avanza desde la escucha al Espíritu de la verdad. «Los razonamientos, se ha dicho,matan la acogida del Evangelio». (P. Chevrier) La inteligencia de la fe busca acoger la novedad perenne de la Palabra que Dios nos sigue dirigiendo aquí y ahora. La Palabra de Dios rejuvenece a la Iglesia y a cuantos la acogen con fe verdadera en el seno de la historia.

No es el hombre el que hace la Palabra, aun cuando esta nos llegue a través de hombres situados en una cultura determinada, sino la Palabra la que hace al hombre en su devenir histórico, si se deja conducir por el Espíritu de la verdad. La fe busca comprender y por ello está abierta a la acción del Espíritu, el verdadero garante de la inteligencia de la fe y del testimonio en el seno de la gran Tradición de la Iglesia. Por otra parte, el creyente, si permanece abierto al magisterio del Espíritu, que conduce a la verdad plena, no dudará en dialogar con unos y otros, para mejor conocer la verdad, pues sabe que el Espíritu trabaja en el corazón de las personas y culturas. El auténtico creyente es una persona abierta a la verdad, venga de donde venga, y, por tanto, una persona de escucha y discernimiento. San Pablo escribía a la comunidad de los filipenses, poniendo de relieve los valores del paganismo e integrándolos en la paz de Dios:

Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca. Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y en la súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios.  Y la paz de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. Finalmente, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta. (Flp 4, 5-8)

A la pequeña e insignificante comunidad de Roma (según los cálculos de los estudiosos la comunidad contaría en torno a 150 miembros), en medio de un poderoso imperio y del pluralismo religioso, propio del politeísmo, Pablo la animaba a vivir con sereno discernimiento:

Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual. Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto. (Rom 12, 1-2)

El ministro del Evangelio de Dios, por tanto, debe asumir la paradoja que conlleva la proclamación de la Palabra de Dios en la secularidad. Es necesario estar vigilantes para no caer en la tentación que nos acecha: ser parciales en la acogida y proclamación de la Palabra, o bien, vivir replegados sobre nosotros mismos, al estilo de las sectas. Es necesario contemplar cómo Jesús, en el Espíritu de santidad y verdad, anuncia y proclama de la llegada del reino de Dios, la cercanía de Dios Padre. Volvamos a leer, una vez más el testimonio de la manera de anunciar la totalidad del mensaje evangélico por parte de Pablo en el discurso a los presbíteros de Éfeso en Mileto:

 Y ahora, mirad: sé que ninguno de vosotros, entre quienes he pasado predicando el reino, volverá a ver mi rostro. Por eso testifico en el día de hoy que estoy limpio de la sangre de todos: pues no tuve miedo de anunciaros enteramente el plan de Dios. (Hch 20, 25-27)

Jesús, el primero y el más grande de los evangelizadores, afirma cómo su predicación es un real acto de obediencia. Nada dice de sí mismo, sino que hace lo que ve hacer al Padre y habla lo que le escucha. Él hace siempre lo que agrada al Padre. La misión es sumisión perfecta al que envía. Pero, al mismo tiempo, le vemos admirar la fe del centurión y de la siro-fenicia, así como la apertura de los excluidos de la religión oficial. El enviado tiene labios de discípulo, en la medida que tiene oídos de discípulo. El Señor lo equipa con la parresía proveniente del Espíritu de la verdad. Para mejor comprender lo que pretendo decir, escuchemos uno de los cánticos del profeta de la consolación en que el Siervo se presenta como el testigo de la palabra proveniente del que lo envía:

El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento.  Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos. El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Mi defensor está cerca, ¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos, ¿quién me acusará? Que se acerque. Mirad, el Señor Dios me ayuda, ¿quién me condenará? Mirad, todos se consumen como un vestido, los roe la polilla. (Is 50, 4-9)

El siervo se caracteriza, ante todo, por ser discípulo. Nada dice de él mismo, sino de lo que escucha de quien lo envía a los consiervos. Y esto se refleja bien en cómo Jesús, la Palabra encarnada llevó adelante el anuncio de la llegada del reino de Dios. A los judíos que se negaban a creer en él, les dijo antes de dirigirse a los discípulos en el cenáculo:

Habiendo hecho tantos signos delante de ellos, no creían en él para que se cumpliera el oráculo de Isaías que dijo: «Señor, ¿quién ha creído nuestro anuncio? y ¿el brazo del Señor a quién ha sido revelado?». Por ello no podían creer, porque de nuevo dijo Isaías: «Ha cegado sus ojos y ha endurecido sus corazones, para que no vean con sus ojos y entiendan en su corazón y se conviertan y yo los cure». Esto dijo Isaías cuando vio su gloria y habló acerca de él. Sin embargo, incluso muchos de los principales creyeron en él, pero, a causa de los fariseos, no lo confesaban públicamente para no ser expulsados de la sinagoga, pues prefirieron la gloria de los hombres a la gloria de Dios. Jesús gritó diciendo: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas. Al que oiga mis palabras y no las cumpla, yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo, lo hablo como me ha encargado el Padre». (Jn 12, 37-50)

En esta perspectiva, Jesús formó a los suyos, para que avanzasen como verdaderos discípulos y hermanos. El Maestro es uno. El Padre es uno. Todos discípulos y hermanos, frente a los que se sitúan como maestros y padres, ocupando los primeros lugares.

Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar rabbí, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo.  No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el Mesías. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». (Mt 23, 8-12)

III.- EL ANUNCIO DEL EVANGELIO HOY

Jesús, ungido con el Espíritu, anunció la cercanía y presencia del reinado de Dios, invitando a la conversión y a la fe.

Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios.Convertíos y creed en el Evangelio». (Mc 1, 14-15) Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos». (Mt 4, 17)

En él y por él se cumplía lo anunciado por los profetas. Los pobres eran evangelizados. Para ello había sido enviado por el Padre en una carne semejante a la del pecado (cf. Rom 8, 3). A los admiradores que querían retenerlo, les dijo: «Es necesario que proclame el reino de Dios también a las otras ciudades, pues para esto he sido enviado». Y Lucas comenta: «Y predicaba en las sinagogas de Judea.» (Lc 4, 43-44) En Jesús, su predicación, brotaba de la conciencia de ser enviado, para llevar a cabo el reinado de Dios.

Envió a los Doce para anunciar la llegada del reinado de Dios. «Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos». (Mt 10, 1ss) «Luego los envió a proclamar el reino de Dios y a curar los enfermos». (Lc 9, 2) Los envío a predicar en pobreza, como ovejas en medio de lobos, alertándolos de que podían ser rechazados y, por otra parte, haciéndolos partícipes de su poder liberador y salvador. Lucas, narrando el envío y misión de los setenta y dos, presenta así la urgencia de anunciar la llegada del reinos de Dios.

 Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya en ella, y decidles: “El reino de Dios ha llegado a vosotros”. Pero si entráis en una ciudad y no os reciben, saliendo a sus plazas, decid: “Hasta el polvo de vuestra ciudad, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que el reino de Dios ha llegado”. (Lc 10, 8-11)

El reino de Dios es un verdadero don de Dios. Como tal son debe ser acogido, proclamado y cultivado con  la parresía del Espíritu de la verdad, esto es con valentía y aplomo. El evangelista Lucas subraya con fuerza cómo el reino de Dios le ha sido dado por el beneplácito a la pequeña e insignificante de la comunidad de los seguidores de Jesús:

La gente del mundo se afana por todas esas cosas, pero vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de ellas.  Buscad más bien su reino, y lo demás se os dará por añadidura. No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. (Lc 12, 30-32)

El discípulo y testigo del reino de Dios, debe aprender a vivir del don de Dios, a buscarlo y recibirlo con gratitud; pero sin olvidar que el anuncio del reino de Dios comporta asumir el camino propio de la pobreza y la contradicción.

Los Hechos de los Apóstoles narran cómo los apóstoles, enviados por el Resucitado con la fuerza del Espíritu, van al encuentro de judíos y paganos, para anunciarles la Buena Nueva del Reino y lo tocante a Jesús de Nazaret, en quien y por quien se han cumplido las Escrituras. En este sentido es significativo cómo comienza y concluye el libro de los Hechos. Durante cuarenta días Jesús resucitado formó a los discípulos sobre el reino y cómo dar testimonio de él en el Espíritu. Pablo en Roma predicaba el reino y lo tocante a Jesucristo.

En mi primer libro, Teófilo, escribí de todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el comienzo hasta el día en que fue llevado al cielo, después de haber dado instrucciones a los apóstoles que había escogido, movido por el Espíritu Santo. Se les presentó él mismo después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios. Una vez que comían juntos, les ordenó que no se alejaran de Jerusalén, sino «aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar, porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días». Los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?». Les dijo: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra». (Hch 1, 1-8)

Permaneció allí un bienio completo en una casa alquilada, recibiendo a todos los que acudían a verlo,  predicándoles el reino de Dios y enseñando lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos.(Hch 28, 30-31)

Pablo, en prisión, anunciaba a judíos y gentiles la llegada del reinado de Dios, revelado y realizado en la persona de Jesucristo muerto y resucitado. Su apelación al Cesar, para librarse de la conjura de los judíos, servía para llevar a cabo el designio del Señor: dar testimonio del reino de Dios en el corazón del imperio de este mundo. Los caminos de Dios no son los nuestros. El apóstol prisionero vivía con la confianza de ser amado por el Señor que se había entregado por él, al tiempo que anunciaba a unos y otros la esperanza de Israel, el reino de Dios en la ciudad del emperador del mundo.

El anuncio de la llegada del reino de Dios, claro está, debe tener en cuenta la situación social, cultural y religiosa en la que se encuentran los oyentes de la Palabra de Dios. Pero el mensaje, en cualquier caso, es uno y el mismo para todos. Juan Pablo II lo expresó en términos claros cuando invitó a la Iglesia a caminar desde Cristo en el programa pastoral de siempre:

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Este programa de siempre es el nuestro para el tercer milenio.

Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad. El Jubileo nos ha ofrecido la oportunidad extraordinaria de dedicarnos, durante algunos años, a un camino de unidad en toda la Iglesia, un camino de catequesis articulada sobre el tema trinitario y acompañada por objetivos pastorales orientados hacia una fecunda experiencia jubilar. Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Dicha sintonía será ciertamente más fácil por el trabajo colegial, que ya se ha hecho habitual, desarrollado por los Obispos en las Conferencias episcopales y en los Sínodos. ¿No ha sido éste quizás el objetivo de las Asambleas de los Sínodos, que han precedido la preparación al Jubileo, elaborando orientaciones significativas para el anuncio actual del Evangelio en los múltiples contextos y las diversas culturas? No se debe perder este rico patrimonio de reflexión, sino hacerlo concretamente operativo.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos. (NMI 29)

En nuestros países de antigua cristiandad, como recuerda el Papa Francisco, nos encontramos con personas sumergidas en una crisis de valores, como ha sucedido en otros momento de en un verdadero cambio de época, en un pluralismo cultural y religioso, con personas que no han oído hablar de la fe cristiana, con cristianos alejados de la práctica religiosa o que practican de forma intermitente a causa de ciertos compromisos sociales, de grupos dispersos y replegados sobre ellos mismos, en ocasiones un tanto sectarios, o bien ante cristianos muy piadosos y centrados en una cierta religiosidad popular.. etc. Y si a esto añadimos el divorcio existente entre la fe y la vida ordinaria, todos estaremos de acuerdo sobre la necesidad de una nueva evangelización. Es algo que se viene diciendo desde el Concilio Vaticano II, pero no acertamos siempre a encontrar los caminos adecuados, para llevar el Evangelio de Dios al corazón de las personas, pueblos y culturas.

Hoy estamos llamados a interrogarnos, con sencillez y transparencia, teniendo en cuenta el contexto social, cultural y religioso donde estamos llamados a ser presencia del Buen Pastor, si conducimos a buenos pastos a los hombres y mujeres con quienes caminamos en la historia. «El ministerio de la palabra», es claro, no será vivido de la misma manera, si se trata de afianzar la fe de una comunidad ya existente y con larga tradición cristiana, o bien de convocar a los hijos de Dios dispersos, en una cultura secular o religiosa. Es preciso colaborar con el Espíritu de la verdad, caminando con ellos, escuchando, acompañando y orientando a las personas y comunidades en su proceso de conversión y de fe, teniendo en cuenta los dones del Señor con los que nos ha agraciado. En el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, hay diferentes dones y carismas, obra del Espíritu de santidad, libertad y verdad.

Los escritos del Nuevo Testamento dan cuenta de cómo hay diversas formas de vivir el ministerio de la Palabra, aun cuando todos ellos traten de alimentar las comunidades de la palabra viva de Dios, fuente de la verdadera esperanza.

A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo. Por eso dice la Escritura: Subió a lo alto llevando cautivos y dio dones a los hombres. Decir subió supone que había bajado a lo profundo de la tierra; y el que bajó es el mismo que subió por encima de los cielos para llenar el universo. Y él ha constituido a unos, apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelistas, a otros, pastores y doctores, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud. Para que ya no seamos niños sacudidos por las olas y llevados a la deriva por todo viento de doctrina, en la falacia de los hombres, que con astucia conduce al error; sino que, realizando la verdad en el amor, hagamos crecer todas las cosas hacia él, que es la cabeza: Cristo, del cual todo el cuerpo, bien ajustado y unido a través de todo el complejo de junturas que lo nutren, actuando a la medida de cada parte, se procura el crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en el amor. (Ef 4, 7-16)

Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro. Pues en la Iglesia Dios puso en primer lugar a los apóstoles; en segundo lugar, a los profetas, en el tercero, a los maestros, después, los milagros, después el carisma de curaciones, la beneficencia, el gobierno, la diversidad de lenguas.  ¿Acaso son todos apóstoles? ¿O todos son profetas? ¿O todos maestros? ¿O hacen todos milagros?  ¿Tienen todos don para curar? ¿Hablan todos en lenguas o todos las interpretan? Ambicionad los carismas mayores. (1Cor 12, 27-30)

Estamos ante un gran desafío para vivir la sinodalidad, esto es, la comunión, participación y misión colaborando cada uno de nosotros de acuerdo con el don de Dios, teniendo en cuenta el designio de Dios, que nos ha revelado en su derroche de amor.

Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado. En él, por su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados,  conforme a la riqueza de la gracia que en su sabiduría y prudencia ha derrochado sobre nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad: el plan que había proyectado realizar por Cristo, en la plenitud de los tiempos: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra. (Ef 1, 3-10)

 

 

 

2023 7 El presbítero ministro de los sacramentos y la eucaristía

 

EL PRESBÍTERO MINISTRO DE LOS SACRAMENTOS

El segundo «munus» de los presbíteros, según el Concilio Vaticano II, es el «ministros de la sacramentos y de la Eucaristía». Pero al abordar esta afirmación, conviene no olvidar, como en ocasiones sucedió en tiempos de la cristiandad, que los sacramentos de la Iglesia presuponen la fe proveniente de la escucha de la Palabra de Dios. Cuando esto no se tiene claro, se corre el riesgo de reducir los sacramentos a simples ritos religiosos. El texto conciliar se inicia con estas palabras tan significativas:

Dios, que es el solo Santo y Santificador, quiso tener a los hombres como socios y colaboradores suyos, a fin de que le sirvan humildemente en la obra de la santificación. Por esto congrega Dios a los presbíteros, por ministerio de los obispos, para que, participando de una forma especial del Sacerdocio de Cristo, en la celebración de las cosas sagradas, obren como ministros de Quien por medio de su Espíritu efectúa continuamente por nosotros su oficio sacerdotal en la liturgia.

Los presbíteros, por el sacramento del Orden, son asociados a «la obra de la santificación», a la obra de Dios, «que es el solo Santo y Santificador». Consciente de esta dignidad, san Pablo, escribiendo   a la comunidad de Corinto, afirma que nadie se encuentra a la altura de un tal ministerio, de ahí la necesidad de caminar en la humildad de quien se reconoce fruto de la gracia.

Doy gracias a Dios, que siempre nos asocia a la victoria de Cristo y difunde por medio de nosotros en todas partes la fragancia de su conocimiento. Porque somos incienso de Cristo ofrecido a Dios, entre los que se salvan y los que se pierden; para unos, olor de muerte que mata; para los otros, olor de vida, para vida. Pero, ¿quién es capaz de esto? Por lo menos no somos como tantos otros que negocian con la palabra de Dios, sino que hablamos con sinceridad en Cristo, de parte de Dios y delante de Dios. (2Cor 2, 14-17)

Cuanto más se medita en el sacramento del Orden, más se admira y da gracias al Señor por su manera tan sorprendente de llevar a cabo la obra de la santificación de la humanidad. Lo que es el presbítero, lo es por gracia. «Su capacidad», como recuerda el apóstol, le viene de Dios. Él lo asocia por gracia a la victoria de Cristo en el Espíritu de santidad. El presbítero no debe atribuirse nada como propio. Debe ser muy consciente de esta verdad: es un instrumento de la obra salvadora y santificadora de Dios. Y como tal  está llamado a ser pobre y humilde.

Dios es santo. El Santo de Dios es Jesucristo. El Espíritu Santo es el que nos hace partícipes de la santidad de Dios. El ministro ordenado, por tanto, es un instrumento humano de la acción santificadora del  Dios tres veces santo, como proclama el profeta Isaías y canta la liturgia celeste según el libro del Apocalipsis. De ahí que se haya presentado en la historia al sacerdote como representante de Cristo, pues quien acoge al que lo ha enviado, acoge al que lo envía, como el que acogía a Jesús, acogía al Padre que lo había enviado.

Cierto, muchos han criticado, y no sin razón, el presentar al ministro ordenado como otro Cristo, pues dio pie, en no pocas ocasiones, a un cierto clericalismo y autoritarismo dentro de la Iglesia, incluso en le mundo en tiempos de la cristiandad. Por ello es útil y necesario recordar: todo cristiano es y debe vivir como representante de Cristo en el mundo y sus estructuras. San Agustín afirma en su comentario al evangelio según san Juan:

Felicitémonos, pues, y demos gracias porque nos ha hecho no sólo cristianos, sino Cristo ¿Entendéis, hermanos, comprendéis la gracia de Dios sobre nosotros? Asombraos, alegraos: hemos sido hechos Cristo, pues, si él es la cabeza, nosotros somos sus miembros; el hombre total somos él y nosotros. Es esto lo que dice el apóstol Pablo: Para que ya no seamos pequeñines, zarandeados y circundados por todo viento de doctrina. Ahora bien, más arriba había dicho: Hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y al reconocimiento del Hijo de Dios, al varón perfecto según la medida de edad de la plenitud del Mesías. La plenitud, pues, de Cristo es la cabeza y los miembros. ¿Qué significa la cabeza y los miembros? Cristo y la Iglesia. Por cierto, nos arrogaríamos esto soberbiamente si no se dignase prometerlo el mismo que mediante idéntico apóstol dice: Ahora bien, vosotros sois cuerpo y miembros de Cristo. (21, 8)

Pero no es menos cierto, que los consagrados con la unción del Espíritu en el sacramento del Orden, reciben la misión de presidir el pueblo de Dios en el nombre de Cristo, esto es, de reenviar a Cristo Cabeza y Pastor, como se vivencia de forma particular en la presidencia de la Eucaristía.

Por el sacramento del Orden, y no por méritos propios, los presbíteros participan de forma especial del Sacerdocio de Cristo, que es el que preside en realidad la acción litúrgica del pueblo de Dios. Pero tengamos presente lo que enseñó el Concilio Vaticano II:

El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios. Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante. (LG 10)

No estamos ante el sacerdocio del Antiguo Testamento o de las religiones. Es Cristo quien bautiza, es Cristo el que sigue dándose en el pan y en el vino. Él sigue diciendo por labios del que preside la acción litúrgica: «Tomad y comed, tomad y bebed». El ministro ordenado ha recibido la gracia de actuar en nombre del Santo de Dios que nos hace santos incorporándonos a él mediante el Espíritu de la santidad. El presbítero no es el funcionario religioso de unos ritos, sino signo e instrumento de la acción santificadora del Santo de Dios. Él ha sido capacitado sacramentalmente, esto es, por gracia, para visibilizar en la fe la presencia y acción del Dios santo y santificador, como enseña el Concilio. Hoy, como siempre, es necesario recuperar el verdadero dinamismo sacramental del misterio de la Iglesia, pues de otra forma se corremos el riesgo de caer en el dinámica mundana de la propaganda religiosa o del funcionario cultual. Es preciso permanecer vigilantes.

Para hacer presente a Cristo en la asamblea de los fieles, por otra parte, es necesario vivir una real comunión jerárquica. El cuerpo de Cristo es uno y único, como atestigua la fe apostólica. Así lo indica el concilio Vaticano II cuando afirma:

Por el Bautismo introducen a los hombres en el pueblo de Dios; por el Sacramento de la Penitencia reconcilian a los pecadores con Dios y con la Iglesia; con la unción alivian a los enfermos; con la celebración, sobre todo, de la misa ofrecen sacramentalmente el Sacrificio de Cristo. En la administración de todos los sacramentos, como atestigua San Ignacio Mártir, ya en los primeros tiempos de la Iglesia, los presbíteros se unen jerárquicamente con el obispo, y así lo hacen presente en cierto modo en cada una de las asambleas de los fieles. (PO 5)

En la constitución sobre la sagrada liturgia, los padres conciliares afirman cómo Cristo está presente en el sacrificio de la Misa, en la persona del ministro… etc.  Estamos ante el misterio de la fe. Meditemos esta página conciliar:

Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, "ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz", sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos" (Mt., 18,20). Realmente, en esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre Eterno.

Con razón, pues, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia. (SC 7)

Es en la presidencia del sacramento de la Eucaristía, por tanto, el presbítero vive de modo particular, el hecho de ser asociado a la obra santificadora de Dios, fuente de toda santidad. Un ministerio que acontece por la fuerza del Espíritu de santidad. En la sagrada liturgia, «el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro». La celebración litúrgica es «obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia».

1.- LA EUCARISTÍA Y EL SACERDOCIO MINISTERIAL

La Cena Pascual del Señor con los Doce, tal como nos es transmitida por los evangelistas y la tradición paulina, se presenta como culminación de la misión de Jesús e inicio de la existencia de la Iglesia apostólica que sale a la plaza pública en Pentecostés. En efecto, el evangelista san Juan inicia la narración del lavatorio de los pies con este pórtico: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». Y concluye así el relato: «Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?  Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis. En verdad, en verdad os digo: el criado no es más que su amo, ni el enviado es más que el que lo envía. Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica». (Jn 13, 1-19)

Los evangelistas sinópticos ven también la celebración de la Cena pascual como el culmen de la misión de Jesús y la proyección de la comunidad apostólica en el futuro. La institución del sacramento pascual de la Eucaristía y el mandato de celebrarlo, adquieren así todo su sentido. San Lucas presenta el deseo ardiente de Jesús de celebrar su Pascua antes de padecer; y no volverá a celebrarla con ellos hasta su cumplimiento en el reino de Dios. En su sangre derramada por la humanidad entera acontece la nueva y eterna alianza anunciada por el profeta. En esta misma perspectiva se mueve la tradición paulina. Mateo y Marcos, aunque de manera más austera, señalan también la importancia de la institución de la Eucaristía para el futuro de la comunidad apostólica.

Y cuando llegó la hora, se sentó a la mesa y los apóstoles con él y les dijo: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios». Y, tomando un cáliz, después de pronunciar la acción de gracias, dijo: «Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios». Y, tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía». Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros. (Lc 22, 14-20; cf. 1Cor 11, 23-25)

Jesús manda a la comunidad apostólica: «Haced esto en memoria mía». La Iglesia, por tanto, está llamada a vivir y celebrar la Cena Pascual en memoria del Señor que se ofrece al Padre por la humanidad; y esta ofrenda la realiza sostenido por el Espíritu (cf. Heb 9, 14). El Buen Pastor se entrega por las ovejas para salvarlas. Él Hijo se ofrece en sacrificio para liberar a los esclavos del poder del pecado, para inaugurar y sellar la nueva alianza en su sangre, para dar a los creyentes la posibilidad de acoger y dar testimonio como hijos del reino de Dios en la historia. El misterio de la Iglesia se presenta como «el germen del reino de Dios» (cf. LG 5) en la tierra, que los cristianos estamos llamados a cultivar personal y comunitariamente, hasta que alcance su plena realización. En esta perspectiva, son interesantes las afirmaciones conciliares en torno a la Eucaristía a propósito del segundo munus de los presbíteros.

Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo que, con su Carne, por el Espíritu Santo vivificada y vivificante, da vida a los hombres que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El. Por lo cual, la Eucaristía aparece como la fuente y cima de toda la evangelización; los catecúmenos, al introducirse poco a poco en la participación de la Eucaristía, y los fieles ya marcados por el sagrado Bautismo y Confirmación, por medio de la recepción de la Eucaristía se injertan plenamente en el Cuerpo de Cristo.

La existencia y el hacer del cristiano tienen su origen y dinamismo en el encuentro personal con la persona de Jesucristo. En ella se encuentra nuestra paz y salvación, nuestra esperanza y vida sin ocaso. Y porque en la Eucaristía el cristiano es incorporado de forma progresiva al cuerpo viviente de Cristo resucitado, el sacramento de la fe, del amor y de la esperanza,  se presenta como «fuente y cima» de su existencia y misión evangelizadora. La Eucaristía y al misión son inseparables.

Pues bien, si todo cristiano está urgido a vivir la verdad del sacramento, cuanto más lo será para los llamados a presidir la celebración eucarística en nombre de Cristo Cabeza. ¿Como representarlo de manera sacramental y existencial? ¿Cómo no darse en Cristo como buen?. Con razón la espiritualidad del presbítero es, ante todo, una espiritualidad eucarística. En ella, como dice el Concilio, se encuentra la fuente de la unidad de su vida y perfección sacerdotal.

En realidad, Cristo, para cumplir indefectiblemente la misma voluntad del Padre en el mundo por medio de la Iglesia, obra por sus ministros, y por ello continúa siendo siempre principio y fuente de la unidad de su vida. Por consiguiente, los presbíteros conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado. De esta forma, desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad. Esta caridad pastora fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo. (PO 14)

En el amor del Padre y por amor a los hombres, Jesús recorrió la senda del pesebre y la pascua, para darse a cuantos creyeran en él como pan de vida y bebida de salvación. Las tres etapas del Pesebre, la Cruz y la Eucaristía son propias de la espiritualidad de los llamados a significar y hacer presente en el mundo al único Buen Pastor, enviado por el Padre para dar la vida eterna, o lo que es lo mismo, para instaurar el reino de Dios en la historia. He aquí la misión para la que nadie está a la altura, pero a la que el Señor nos destina en humildad y pobreza, obediencia y caridad, con la parresía del Espíritu. También nosotros, sostenidos por el Espíritu, como lo fuera el Hijo del hombre, podemos dar «culto al Dios vivo» en favor de los hermanos de camino.

2.- EL MINISTERIO DE LA RECONCILIACIÓN

Me he detenido un poco en la importancia de la Eucaristía, fuente y culmen de la evangelización y, por lo mismo, de la comunidad evangelizada y evangelizadora, así como de la vida y misión de los ministros ordenados. Ahora haré unas breves reflexiones sobre «el ministerio de la reconciliación» y su importancia para la espiritualidad y hacer pastoral del presbítero. Doy por supuesto que todos estamos llamados a frecuentar el sacramento de la reconciliación, de la alegría de ser perdonados. Me limito a comentar brevemente la afirmación conciliar.

Es, pues, la celebración eucarística el centro de la congregación de los fieles que preside el presbítero. Enseñan los presbíteros a los fieles a ofrecer al Padre en el sacrificio de la misa la Víctima divina y a ofrendar la propia vida juntamente con ella; les instruyen en el ejemplo de Cristo Pastor, para que sometan sus pecados con corazón contrito a la Iglesia en el Sacramento de la Penitencia, de forma que se conviertan cada día más hacia el Señor, acordándose de sus palabras: "Arrepentíos, porque se acerca el Reino de los cielos" (Mt., 4, 17).

La celebración de la Eucaristía comienza de ordinario con el rito de la penitencia, en la que confesamos nuestra condición de pecadores. Es un momento de silencio y de reconciliación con el Señor, para disponernos a celebrar el sacramento del amor, para dejarnos recrear por el amor en la verdad y la gracia, si realmente estamos contritos. El Concilio de Trento, en el cap. II sobre el sacrificio de la misa, recordó una verdad que no siempre se tiene bastante presente:

El sacrificio de la Misa es propiciatorio no sólo por los vivos, sino también por los difuntos.
Y por cuanto en este divino sacrificio que se hace en la Misa, se contiene y sacrifica incruentamente aquel mismo Cristo que se ofreció por una vez cruentamente en el ara de la cruz; enseña el santo Concilio, que este sacrificio es con toda verdad propiciatorio, y que se logra por él, si nos acercamos al Señor contritos y penitentes, con sincero corazón y recta fe, con temor y reverencia misericordia, y hallaremos su gracia por medio de sus oportunos auxilios. En efecto, aplacado el Señor con esta oblación, y concediendo la gracia, y don de la penitencia, perdona los delitos y pecados por grandes que sean; porque la hostia es una misma, uno mismo el que ahora ofrece por el ministerio de los sacerdotes, que el que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, con sola la diferencia del modo de ofrecerse. Los frutos por cierto de aquella oblación cruenta se logran abundantísimamente por esta incruenta: tan lejos está que esta derogue de modo alguno a aquella. De aquí es que no sólo se ofrece con justa razón por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles que viven; sino también, según la tradición de los Apóstoles, por los que han muerto en Cristo sin estar plenamente purgados.

Es evidente que el concilio de Trento, al poner de relieve el sacrificio de la Misa, en modo alguno  quería debilitar la importancia del sacramento de la reconciliación. Pero sí nos invita a profundizar en el ministerio de la reconciliación.

San Pablo enseña cómo nuestra condición de nueva criatura en Cristo, proviene del hecho que Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo. La iniciativa de la reconciliación es de Dios, obra de su amor. El apóstol nos invita a no echar en saco roto la gracia de la reconciliación.

Por tanto, si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo. Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él. Y como cooperadores suyos, os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios. (2Cor 5, 16-6, 1)

En el sacramento de la alegría, por tanto, celebramos gozosamente la acción de Dios Padre, que nos reconcilia con él en la sangre de su Hijo. Pues bien, Dios ha confiado este ministerio a la Iglesia, en cuyo nombre lo ejerce el ministerio ordenado. Recordemos la fórmula de la absolución sacramental de gran riqueza trinitaria y eclesial.

«Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

El ministro del sacramento de la reconciliación tiene, entre otras, una misión importante. Debe educar al penitente, para que deje de mirarse a sí mismo y contemple el misterio gozoso de un Dios que no cesa de salir en busca de sus dos hijos (del que viene arrepentido y del que no quiere acudir a la fiesta) para darles la posibilidad de ser recreados en el verdadero amor filial. De otra forma, es lo que yo puedo constatar en no pocos de los penitentes, además de la pérdida del sentido del pecado, se deja en la penumbra la contemplación del amor divino en el sacramento de la reconciliación. A muchos les duele en definitiva la pérdida de su imagen, el no poderse presentar ante ellos mismos y ante Dios como vencedores.

Al no contemplar cómo es toda la Iglesia la que se halla implicada en el sacramento de la reconciliación, este tiende a desvirtuarse de diversas maneras. Así, por ejemplo se pierde de vista la dimensión social y eclesial del mismo pecado, el examen de conciencia no parte de lo que Dios ha hecho en la persona, sino de lo que he hecho o dejado de hacer según mi propia religiosidad.

Si la catequesis mistagógica es necesaria para vivir y celebrar las riquezas de todo sacramento, creo que es urgente desarrollarla con relación al sacramento de la reconciliación. Es necesario poner de relieve que estamos celebrando la acción de Dios reconciliándonos con él en Jesucristo y, por tanto, recreándonos por el Espíritu como nuevas criaturas en la Iglesia. En esta perspectiva es de la mayor importancia ahondar en las diferentes perspectivas que ofrecen las parábolas del Evangelio, en las que se pone de manifiesto la iniciativa del Señor en busca de la oveja perdida y la alegría del Padre, deseando reunir a sus hijos en la mesa de la fraternidad.

3.- EL MINISTERIO DE LA ORACIÓN

En el seminario, mis formadores me insistieron, por activa y pasiva, que debía orar mucho para ser «un buen sacerdote». Y tenían, sin duda alguna, mucha razón en ello; pero luego, andando el tiempo, entendí que era necesario encontrar una motivación, si cabe, más profunda, una raíz más honda.

La oración es una dimensión constitutiva del ministerio apostólico, de la evangelización vivida tras las huellas de Jesús, el primero de los evangelizadores. A Jesús le vemos avanzar en oración constante. En ella busca sin cesar la voluntad del Padre, tanto en el silencio de la noche como ante los acontecimientos. Sus labios de discípulo se forjan en la escucha y en el Padre que lo sostiene. Levanta los ojos al Padre y lo bendice antes de dar de comer a la muchedumbre. Contempla el obrar del Padre y nada puede hacer sino lo que ve hacer al Padre. En la oración recibe del Padre a sus discípulos. Descubre en ella la acción del Padre en Pedro, pero también en la fe del centurión o de la cananea. Intercede por los suyos y los confía al cuidado del Padre. Sabe que nadie puede arrebatarlos de su mano. Educa a sus discípulos en la oración ante el Padre que ve en lo secreto; y les da a conocer la oración que los distingue como hijos del Padre en el mundo. Seguir a Jesús en su oración filial y apostólica, enseñar a orar como lo hiciera él, es parte integrante del ministerio presbiteral. No basta, por tanto, orar para ser un buen funcionario, sino que es de todo punto desarrollar esta dimensión constitutiva del ministerio apostólico, como lo vemos también, en la existencia de Pablo, paradigma del verdadero discípulo y apóstol. Decir que no se tiene tiempo para orar es, por tanto, confesar que no se tiene tiempo para el ministerio apostólico.

El Señor, en efecto, llamó a los que quiso y se fueron con él. «E instituyo doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar los demonios». (Mc 3, 14-15) Estar y caminar con Jesús, la Vid verdadera plantada por el Padre, es la condición para que el sarmiento produzca el fruto bueno, abundante y perenne, para avanzar como verdaderos discípulos y testigos en la misión. Jesús, en la unión y dependencia del Padre, llevaba a cabo su misión de Buen Pastor, con plena confianza, pues nadie puede quitar al Padre las ovejas que le ha dado. Y lo mismo vemos en el apóstol Pablo, paradigma del verdadero discípulo y apóstol:

Doy gracias a mi Dios cada vez que os recuerdo; siempre que rezo por vosotros, lo hago con gran alegría. Porque habéis sido colaboradores míos en la obra del Evangelio, desde el primer día hasta hoy. Esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros esta buena obra, la llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús. Esto que siento por vosotros está plenamente justificado: os llevo en el corazón, porque tanto en la prisión como en mi defensa y prueba del Evangelio, todos compartís mi gracia. Testigo me es Dios del amor entrañable con que os quiero, en Cristo Jesús. Y esta es mi oración: que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis al Día de Cristo limpios e irreprochables, 11 cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, para gloria y alabanza de Dios. (Flp 1, 3-11)

Jesús envió a los Doce a predicar la llegada del reino de Dios, la verdadera revelación del nombre del Padre. El discurso testamento de despedida del cenáculo se cierra de forma significativa con estas palabras de Jesús. «Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos». (Jn 17, 25-26) Antes les había dicho que el Espíritu les enseñaría y conduciría a la verdad plena, que el Espíritu sería su verdadero testigo. La palabra y testimonio del apóstol, como la del Siervo, debe nacer de la escucha. En su predicación, debe dejar que el Espíritu dé testimonio de la Palabra proveniente del Padre. Jesús no dijo nada de él mismo.

El ministerio de la oración, de la escucha y contemplación, se presenta como el principio y fundamento de la predicación y hacer del discípulo verdadero. El discípulo y el apóstol se fragua en el silencio, la escucha y el diálogo con el Señor, en la oración y el estudio. En este sentido conviene recordar los tres imperativos de la oración perseverante, que el Señor enseñó prometiendo como don del Espíritu Santo: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre». (Lc 11, 9-10) El servidor del Evangelio no cesa de seguir buscando el rostro del Señor en lo concreto de su ministerio. En los profetas de la alianza hablaba el Espíritu. En los apóstoles daba testimonio el Espíritu. Y el Espíritu  quiere hablar en nosotros, si lo escuchamos, personal y comunitariamente. El Espíritu viene en nuestra ayuda, para que oremos y hablemos como conviene.

Por otra parte, el poder o autoridad para expulsar demonios, para liberar a los hombres del poder del maligno, también nos reenvía a la oración. En efecto, Jesús respondió a los discípulos que no habían podido expulsar al espíritu inmundo y le preguntaban el porqué: «Esta especie solo puede salir con oración». (Mc 9, 29) Mateo insiste en la fe (Mt 17,  20). La oración de la fe abre el camino para que el Señor realice su obra de liberación a través del orante, para que el Espíritu de la verdad siga dando testimonio ante los tribunales de este mundo mediante personas pobres y limitadas. Solo así el apóstol hablará de verdad en en nombre del Señor. Pablo podía decir: «Y es como si Dios mismo exhortará por medio de nosotros». (2Cor 5, 20)

El ministerio de la vigilancia y de la intercesión forma parte integrante de la vida y existencia del pastor mesiánico. Quien dice, por tanto, que no tiene tiempo para orar, está diciendo que no tiene tiempo para vivir su ministerio de hacer presente al Buen Pastor. Jesús se retiraba con frecuencia a orar. Velaba y oraba por los que el Padre le había confiado. Y sentado a la derecha del Padre, sigue intercediendo por la humanidad. «De ahí que puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de él, pues vive siempre para interceder a favor de ellos». (Hb 7, 25)

El ministerio de la oración implica, por otra parte, educar  la porción del pueblo de Dios, que se le ha confiado para una oración realmente cristiana, como lo hiciera Jesús con los discípulos, para una oración en el Espíritu de Cristo Jesús. Para mejor comprender la importancia de este ministerio, recordemos que Jesús y los apóstoles vivieron en un ambiente religioso. La cuestión estaba en superar la oración propia de los judíos y de los paganos. Hoy también, a pesar del secularismo, estamos confrontados con la misma cuestión tanto dentro de nuestras comunidades parroquiales, como en los diferentes grupos religiosos que pululan en torno a ellas. Estamos ante un punto decisivo, pues está en juego el verdadero encuentro con el Señor y la vivencia de la existencia como vocación y misión.

Cuando no se enseña a orar, como el Buen Pastor enseñó a sus discípulos, la identidad cristiana se debilita y desfigura con frecuencia. Los presbíteros, asociados a «la obra de Dios», esto es, a la obra de santificación llevada a cabo por la Trinidad santa, deben educar en la oración de la fe que identifica al verdadero discípulo de Jesús, al ciudadano del reino de Dios en el devenir histórico. He aquí unas breves indicaciones.

Los discípulos de Jesús eran personas de oración, sin duda alguna, pues procedían de un pueblo invitado a orar cinco veces al día. Algunos de ellos procedían de los discípulos de Juan Bautista. Un día viendo orar a Jesús, uno de ellos le dijo: «Señor enseñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». (Lc 11, 1-4) La petición del discípulo va más allá del método o de una fórmula. Pide una oración que identifique a los seguidores de Jesús en medio de los otros grupos religiosos de ayer, de hoy y de siempre. La respuesta de Jesús, la conocemos. La oración dominical identifica al cristiano como hijo de Dios y hermano universal. Como hijo debe glorificar al Padre y recibir todo como don suyo. Como hermano lo que pide para sí lo pide también para los demás. En la oración dominical ora siempre «el nosotros» de los hijos y hermanos.

Los padres y doctores de la Iglesia, que no cesaron de comentar el Padrenuestro, recuerdan cómo en él se encuentra la síntesis del Evangelio y de todas las peticiones que el discípulo puede elevar a Dios en el Espíritu de santidad. La oración dominical es en verdad un programa de vida cristiana y también de acción misionera en el mundo. Una oración que estamos llamados a realizar y vivir en el Espíritu de Cristo, que sigue clamando en nosotros Abba, Padre.

El concilio Vaticano II nos recordó a los presbíteros la importancia de este ministerio de la oración, de modo particular, como no podía ser de otros modo, en el marco de la oración litúrgica, en cuanto es la oración del pueblo de Dios reunido y presidido por el mismo Cristo Jesús. Una oración dirigida al Padre por medio del Hijo en el Espíritu de santidad. Una oración que glorifica al Padre y funda la comunión y solidaridad con los hermanos. Por ello nos dice a los presbíteros:

Les enseñan, igualmente, a participar en la celebración de la sagrada liturgia, de forma que en ella lleguen también a una oración sincera; les llevan como de la mano a un espíritu de oración cada vez más perfecto, que han de actualizar durante toda la vida, en conformidad con las gracias y necesidades de cada uno; llevan a todos al cumplimiento de los deberes del propio estado, y a los más fervorosos les atraen hacia la práctica de los consejos evangélicos, acomodada a la condición de cada uno. Enseñan, por tanto, a los fieles a cantar al Señor en sus corazones himnos y cánticos espirituales, dando siempre gracias por todo a Dios Padre en el nombre de nuestro Señor Jesucristo.

Los loores y acciones de gracias que elevan en la celebración de la Eucaristía los presbíteros, las continúan por las diversas horas del día en el rezo del Oficio Divino, con que, en nombre de la Iglesia, piden a Dios por todo el pueblo a ellos confiado o, por mejor decir, por todo el mundo.

La casa de oración en que se celebra y se guarda la Sagrada Eucaristía, y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe de estar limpia y dispuesta para la oración y para las funciones sagradas. En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud a la dádiva de quien por su Humanidad infunde continuamente la vida divina en los miembros de su Cuerpo. Procuren los presbíteros cultivar convenientemente la ciencia y, sobre todo, las prácticas litúrgicas, a fin de que por su ministerio litúrgico las comunidades cristianas que se les han encomendado alaben cada día con más perfección a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. (PO 5)

Llamado a presidir «la acción litúrgica», cumbre de la verdadera oración según el Evangelio, el presbítero tiene la misión de formar a la comunidad eucarística, para ofrecerse con Cristo al Padre en favor de la humanidad. En liturgia toda oración está dirigida al Padre por Cristo en el Espíritu Santo. Es una oración comunitaria, de la asamblea, y no puede quedar reducida a una simple devoción personal. ¿Educamos a los que el Señor nos ha confiado en el sentido de la oración verdadera o nos contentamos como propiciar algunas devociones?

Es evidente que «la acción litúrgica» va más allá de los ritos y de unas preces repetidas de forma un tanto rutinaria. Participar en la oración litúrgica comporta ofrecerse y darse en y con Cristo al Padre y a los hermanos en el Espíritu de la santidad y justicia. La mística de la celebración eucarística nos recuerda estas cuatro dimensiones esenciales: el abajamiento, pues no hay Eucaristía sin encarnación, el compartir fraterno, la comunión en la ofrenda del Hijo, y el anuncio de su muerte y resurrección hasta su vuelta en gloria. Todo esto supone una verdadera educación para entrar en comunión de vida y destino con Jesús, el que nos preside y se nos da: tomad y comed mi cuerpo: tomad y bebed mi sangre. La comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo lleva consigo recibir en él al hermano y darse al hermano en él, san Agustín lo recordó de forma clara y neta. En la segunda epíclesis de las plegarias eucarísticas, la comunidad eucarística ora al Padre para que por la acción del Espíritu se realice en ella lo que celebra en Cristo:

Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo. (II) Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. (III) Dirige tu mirada sobre esta Víctima que tú mismo has preparado a tu Iglesia, y concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de tu gloria. (IV)

Conclusión

Es admirable que Dios haya querido correr el riesgo de asociarnos a su obra de santificación, siendo como somos hombres marcados por el pecado, la debilidad y limitación. Nunca le daremos bastante las gracias por ello. Escuchemos, una vez más, esta palabra del concilio Vaticano II dirigida a los presbíteros, en nuestra condición de cooperadores del Orden episcopal: «Dios, que es el solo Santo y Santificador, quiso tener a los hombres como socios y colaboradores suyos, a fin de que le sirvan humildemente en la obra de la santificación». Y para concluir, quiero releer lo que el Papa Juan Pablo II, en el programa pastoral para el presente milenio, nos decía concluyendo su hermosa catequesis sobre la oración:

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas « escuelas de oración », donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el « arrebato del corazón. Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios. (NMI 33)

 

 

2023 8 Prioridades del pastor

 ALGUNAS PRIORIDADES DEL PASTOR

 

El concilio Vaticano II presenta, en una clara perspectiva trinitaria, el «tercer munus» de los presbíteros, esto es, el ser guías de la comunidad eclesial en camino hacia el Padre.

Los presbíteros, ejerciendo según su parte de autoridad el oficio de Cristo Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del obispo, a la familia de Dios, como una fraternidad unánime, y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu. Mas para el ejercicio de este ministerio, lo mismo que para las otras funciones del presbítero, se confiere la potestad espiritual, que, ciertamente, se da para la edificación. En la edificación de la Iglesia los presbíteros deben vivir con todos con exquisita delicadeza, a ejemplo del Señor. Deben comportarse con ellos, no según el beneplácito de los hombres, sino conforme a las exigencias de la doctrina y de la vida cristiana, enseñándoles y amonestándoles como a hijos amadísimos, a tenor de las palabras del apóstol: "Insiste a tiempo y destiempo, arguye, enseña, exhorta con toda longanimidad y doctrina" (2 Tim., 4, 2). (PO 6)

La espiritualidad y la acción pastoral de los presbíteros encuentra su fuente en el ejercicio del ministerio al que ha sido llamado por gracia. Ya no se trata, como a veces se pensó y siguen pensándose las cosas en ocasiones, de buscar una espiritualidad, para ser un buen presbítero, sino de cultivar el dinamismo interior que comporta la participación en «el oficio (munus) y autoridad de Cristo Cabeza y Pastor». «Los presbíteros conseguirán de manera propia la santidad ejerciendo sincera e incansablemente sus ministerios en el Espíritu de Cristo». (PO 13) «Así, desempeñando el oficio de buen pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral hallarán el vínculo de la perfección sacerdotal, que reduzca a unidad su vida y acción». (PO 14). Por ello los padres conciliares recomiendan aquellas asociaciones e institutos debidamente reconocidos por la Iglesia que «fomenten la santidad de los sacerdotes en el ejercicio del ministerio». (PO 8) ¡Santos en y por el ejercicio del ministerio!

En estas reflexiones, partiendo de algunas dimensiones que implica el hecho de reunir y conducir el pueblo de Dios hacia su patria definitiva, trataré de presentar el dinamismo de una espiritualidad ministerial, así como de algunas sugerencias pastorales.

1.- Reunir la familia de Dios

Por el hecho de estar llamados a reunir y servir la familia de Dios, los presbíteros no pueden actuar como franco tiradores ni caer en la tentación de formar un grupo afín a él. El Pastor mesiánico, de cuyo oficio participan, vino para reunir a los hijos de Dios dispersos, para ello dio su vida, haciendo lo que agradaba al Padre que lo había enviado. Hijos y hermanos en Cristo.

Puesto que todos los presbíteros participan de la misma autoridad de Cristo Cabeza y Pastor, están llamados, por otra parte, a vivir una verdadera «fraternidad sacerdotal» en el seno del presbiterio presidido por el Obispo. Esto implica tomar conciencia de ser enviados junto con los otros ministros ordenados, para llevar a cabo la obra de Cristo en el Espíritu de verdad y santidad.

Reunir la familia de Dios supone salir a las calles y plazas, a los caminos y encrucijadas donde se hallan dispersos los hijos de Dios. Salir como presbiterio y poner en salida a la comunidad de los  creyentes, para convocar al banquete del reino de Dios. La urgencia misionera proviene del que envía. Ha preparado el banquete del reino y quiere celebrarlo ya, de modo que loc convidados llenen su casa. (cf. Lc 14, 15-24).

La misión exige vivir de acuerdo con la voluntad del que envía a buscar las ovejas dispersas. Exige también una auténtica fraternidad con el resto de los pastores y también con los llamados a formar parte de la única familia de Dios. Del envío en misión por parte del Señor brota una verdadera espiritualidad de comunión y participación. La misión de reunir la familia de Dios, y no una simple comunidad religiosa, postula la vivencia de una real solidaridad. Somos enviados en el Espíritu de verdad y comunión, para llevar a cabo la obra de Dios, para contribuir a formar a Cristo en la comunidad eclesial. Y esto conlleva dolores de parto. Pablo escribía a la comunidad de los gálatas: «Hijos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo se forme en vosotros». (Gal 4, 19) Alumbrar la familia de Dios lleva consigo compartir el camino seguido por Cristo y sus apóstoles en el Espíritu Santo. Un camino que estamos llamados a recorrerlo en la fraternidad presbiteral, pues compartimos la misma misión. No vivimos una auténtica espiritualidad presbiteral si cada uno actúa al margen de los demás. Estamos urgidos a vivir una real corresponsabilidad y complementariedad, con el solo objetivo de reunir la familia de Dios, tras las huellas de Jesús y de los apóstoles. ¡No caigamos en la trampa de buscar espiritualidades para ser buenos funcionarios eclesiásticos! ¡Cultivemos una real espiritualidad misionera!

2.- Educar para vivir la fe en la secularidad

Una tarea fundamental de los presbíteros que buscan reunir la familia de Dios y conducirla hacia su plena madurez, es la de educar a los creyentes para vivir el don «de la esperanza viva» en medio del mundo. Esta fue una preocupación grande del Vaticano II, pues constataba «el divorcio entre la fe y la vida diaria».

El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuanta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno. Pero no es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente del todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época. (GS 43)

Para subsanar este grave error, el presbítero, en cuanto educador de la fe, tiene una grave y delicada responsabilidad. La educación no busca agradar, sino permitir caminar de acuerdo con el designio de Dios. El Concilio recuerda esta responsabilidad de forma clara y sugerente.

Por lo cual, atañe a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, el procurar personalmente, o por medio de otros, que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y diligente y a la libertad con que Cristo nos liberó. De poco servirán las ceremonias, por hermosas que sean, o las asociaciones, aunque florecientes, si no se ordenan a formar a los hombres para que consigan la madurez cristiana. En su consecución les ayudarán los presbíteros para poder averiguar qué hay que hacer o cuál sea la voluntad de Dios en los mismos acontecimientos grandes o pequeños. Enséñese también a los cristianos a no vivir sólo para sí, sino que, según las exigencias de la nueva ley de la caridad, ponga cada uno al servicio del otro el don que recibió y cumplan así todos cristianamente su deber en la comunidad humana. (PO 6)

Los presbíteros, en efecto, no son fieles a su misión, si no contribuyen a la madurez del cristiano, la cual consiste en vivir de acuerdo con la vocación de cada uno en el mundo. Vocación y misión son inseparables. Dios convoca a todo hombre y mujer, para una misión. Pablo VI lo recordó en su encíclica PP[7]. Vocación y misión que es personal y comunitaria. Es muy importante tenerlo en cuenta. Se trata de acompañar a las personas y comunidades en un verdadero discernimiento de lo que el Señor quiere de nosotros. «La existencia humana es vocación y misión». La nueva evangelización deben asumir esta verdad y no repetir el pasado religioso de la cristiandad. El Concilio nos pone así a los presbíteros ante un gran reto: ¿Cómo vivir y cultivar dando prioridad a nuestra condición de auténticos educadores de la fe?

Para avanzar en esta perspectiva, se nos exige, ante todo, estar abiertos a lo que el Espíritu de Dios hace en la personas. Y esto implica: escucha, discernimiento, compañía y docilidad para secundar la acción del Espíritu en cada persona. Más todavía, es de todo punto necesaria una pastoral que esté anclada en la dinámica propia de la vocación, esto es, en el encuentro vital de cada persona con el Tú que convoca a la existencia. Es importante superar una pastoral de la uniformidad, de simples valores y prácticas. La vocación supone un encuentro personal con el Señor que llama. El presbítero, por tanto, en cuanto educador de la fe, y no de una simple religiosidad, está urgido a cultivar una verdadera espiritualidad y pastoral centrada en el encuentro vital con el que nos convoca a ser sus testigos en lo concreto de la historia, pues en ello consiste la verdadera madurez cristiana. Recordemos, una vez más, las palabras de Benedicto XVI:

Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: « Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna » (cf. 3, 16). (DCE 1)

La educación de la fe comporta cercanía, escucha, oración y docilidad a la acción del Espíritu que nos precede en las personas. El educador, entre otras cosas, debe tener muy presente que la fe en Jesucristo es verdadero don del Padre. Así lo expresó Jesús ante la muchedumbre que lo buscaba para hacerlo rey, para seguir disfrutando del pan con que se habían saciado. «La obra de mi Padre es esta: que creáis en el que él ha enviado», para añadir más adelante: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado». (Jn 6, 29.44) El educador de la fe es, ni más ni menos, un colaborador de la obra de Dios en las personas y en la comunidad, de acuerdo con la gracia recibida de Dios. Recordemos, una vez más, pues es el principio y fundamento de una espiritualidad apostólica, lo que Pablo escribía a la comunidad convulsa de los corintios a causa de los liderazgos y de los pretendidos super-apóstoles.

En definitiva, ¿qué es Apolo y qué es Pablo? Servidores a través de los cuales accedisteis a la fe, y cada uno de ellos como el Señor le dio a entender. Yo planté, Apolo regó, pero fue Dios quien hizo crecer; de modo que, ni el que planta es nada, ni tampoco el que riega; sino Dios, que hace crecer. El que planta y el que riega son una misma cosa, si bien cada uno recibirá el salario según lo que haya trabajado. Nosotros somos colaboradores de Dios y vosotros, campo de Dios, edificio de Dios. Conforme a la gracia que Dios me ha dado, yo, como hábil arquitecto, puse el cimiento, mientras que otro levanta el edificio. Mire cada cual cómo construye. Pues nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo. (1Cor 3, 5-11)

El Concilio, por otra parte, recuerda que la educación comporta llevar a los creyentes a vivir la libertad para la que nos ha liberado Cristo. Escribiendo a la comunidad de los gálatas que andaba un tanto agitada por los hermanos que querían volver a las prácticas de la ley, el apóstol argüía: «Para la libertad nos ha liberado Cristo. Manteneos, pues, firmes, y no dejéis que vuelvan a someteros a yugos de esclavitud… Pues nosotros mantenemos la esperanza de la justicia por el Espíritu y desde la fe; porque en Cristo  nada valen la circuncisión o la incircuncisión, sino la fe que actúa por el amor… Pues vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; ahora bien, no utilicéis la libertad como estimulo para la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor… El fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz… Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu». El apóstol escribe saliendo al paso de los que no admiten «el escándalo de la cruz». «¡El escándalo de la cruz ha quedado anulado!» (Gal 5, 1-25) Y Pablo añadía más adelante,:

«Los que buscan aparecer bien en lo corporal son quienes os fuerzan a circuncidaros; pero lo hacen con el solo objetivo de no ser perseguidos por causa de la cruz de Cristo». Y concluía el apóstol: «En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Pues lo que cuenta no es la circuncisión ni la incircuncisión, sino la nueva criatura. La paz y la misericordia de Dios vengan sobre todos los que se ajustan a esta norma; también sobre el Israel de Dios. En adelante, que nadie me moleste, pues yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús. (Gal 6, 11-17)

Cierto, no siempre se ha presentado la cruz del Señor de un modo adecuado, pero no es menos cierto, que la fe madura y el seguimiento de Jesucristo, como verdaderos discípulos suyos, se verifica en cómo nos situamos ante las marcas del Crucificado. En efecto, cuando Jesús resucitado se da a conocer a los discípulos, que lo habían abandonado, les muestras las llagas de pies, manos y costado. El apóstol de las gentes anunciaba a Jesucristo y este crucificado. Él consideraba todo basura con tal de «conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos». (Flp 3, 10-11)

Educar el amor al mundo, en la verdadera filantropía divina, tal como se revela la Pascua de Jesús, es determinante si el presbítero desea, con fidelidad y gozo, ejercer «según su parte de autoridad el oficio de Cristo Cabeza y Pastor». No olvidemos que el presbítero, llamado a participar «en el ministerio de los Apóstoles», sí quiere se consecuente debe vivir también el dinamismo propio de la vida apostólica.

Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. (Jn 3, 13-17)

Recuérdales que se sometan a los gobernantes y a las autoridades; que obedezcan, estén dispuestos a hacer el bien, no hablen mal de nadie ni busquen riñas; que sean condescendientes y amables con todo el mundo. Porque antes también nosotros, con nuestra insensatez y obstinación, andábamos por el camino equivocado; éramos esclavos de deseos y placeres de todo tipo, nos pasábamos la vida haciendo el mal y comidos de envidia, éramos insoportables y nos odiábamos unos a otros. Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor al hombre (filantropía, humanitas), no por las obras de justicia que hubiéramos hecho nosotros, sino, según su propia misericordia, nos salvó por el baño del nuevo nacimiento y de la renovación del Espíritu Santo, que derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, seamos, en esperanza, herederos de la vida eterna. (Tit 3, 1-7)

La «humanitas» de Dios se expresa en su manera de amar el mundo, en su misericordia y paciencia, para reconciliarlo con él. La comunidad eclesial está llamada a significar y actualizar la filantropía de Dios en la ciudad secular, tal como se ha revelado en su Hijo, enviado en la carne y ungido con el Espíritu de santidad. Juan Pablo II, ante los nuevos desafíos culturales que vive la humanidad, recordó la importancia de mantener un diálogo en la verdad, que hace personas libres, con la libertad del amor[8]. La Iglesia está llamada a servir la totalidad de la persona humana.

 3.- La prioridad de evangelizar a los pobres

Aunque se deban a todos, los presbíteros tienen encomendados a sí de una manera especial a los pobres y a los más débiles, a quienes el Señor se presenta asociado, y cuya evangelización se da como prueba de la obra mesiánica. También se atenderá con diligencia especial a los jóvenes y a los cónyuges y padres de familia. Es de desear que éstos se reúnan en grupos amistosos para ayudarse mutuamente a vivir con más facilidad y plenitud su vida cristiana, penosa en muchas ocasiones. No olviden los presbíteros que todos los religiosos, hombres y mujeres, por ser la porción selecta en la casa del Señor, merecen un cuidado especial para su progreso espiritual en bien de toda la Iglesia. Atiendan, por fin, con toda solicitud a los enfermos y agonizantes, visitándolos y confortándolos en el Señor. (PO 6)

El Concilio, en profunda consonancia con el evangelio, nos recuerda a todos los presbíteros que nos debemos de manera especial a los pobres y los más débiles. Y esto por un doble motivo. En primer lugar porque el Señor se ha asociado y unido a ellos de manera preferente y, en segundo lugar, porque la evangelización de los pobres es la prueba de la llegada de los tiempos mesiánicos. No estamos, por tanto, ante una estrategia pastoral, sino ante el dinamismo de una real y auténtica sacramentalidad. El presbítero en cuanto participa del oficio (munus) de Cristo Cabeza y Pastor está urgido a seguirlo en su manera de compartir la vida de los pobres, para evangelizarlos. Jesús evangelizó a los pobres, como lo habían anunciado los profetas. El Mesías de los pobres eligió el camino del Siervo pobre para anunciar y hacer presente la llegada del Reino de Dios, invitando a la conversión y la fe. San Pablo exhortaba a la comunidad de Corinto, a hacer prueba de la sinceridad de su amor, con esta afirmación lapidaria: «Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza». (2Cor 8, 9)  No estamos ante una simple cuestión de generosidad, sino de comprensión del evangelio de la gracia, que el presbítero está llamado a vivir y anunciar, en cuanto participa en el oficio de Cristo, Cabeza y Pastor. La gracia del presbiterado nos invita a seguir a Jesús que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza. El seguimiento de Jesús pobre, para evangelizar a los pobres es una gracia. Y como tal estamos llamados los presbíteros a pedirla y cultivarla.

Jesús alertó a sus discípulos, y nos sigue alertando a cuantos nos sentimos llamados a ser sus verdaderos discípulos, con estas palabras:

Jesús, llamándolos, les dijo: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos». (Mc 10, 42-45)

Hay dimensiones de la pobreza del Verbo de Dios exclusivamente suyas; pero el dinamismo de la gracia concierne a todos los maduros en la fe. El misterio de la encarnación es un misterio de amor y pobreza. Solo él fue enviado en la carne, para que por su muerte rescatase al ser humano del poder del pecado. La gracia de la Cabeza y del Pastor es única. Pero los presbíteros, por el hecho de   participar de su oficio, podemos y debemos seguirlo por el camino que anduvo para llevar a cabo la misión de evangelizar a los pobres, el camino del siervo pobre. En Nazaret ganó el pan con el sudor de su frente; en la vida pública avanzó como el que no tiene donde reclinar la cabeza, como un auténtico misionero itinerante. Cargó con las flaquezas de los demás, no buscó prestigio. Compartió la mesa con los excluidos, defendió como Buen Pastor a los más débiles y vulnerables, con ellos se identificó de manera especial. Él es el verdadero pobre, la Cabeza de los pobres de la tierra. Y no cesó de invitar a ricos y pobres, fuertes y débiles a la conversión y la fe. Por ello asumió, como testigo de la verdad proveniente de Dios, la contradicción. Murió en el madero de los malditos, pidiendo perdón por los que crucificaban… etc. Fue enviado para reconciliar el mundo con Dios. Y en esta perspectiva fue formando a los Doce por el camino.

Jesús, en este sentido nos recordó la importancia de no utilizar a los pobres, buscando prestigio y aplauso en la sociedad, sino sirviéndolos ante el Padre que ve en lo secreto. La prioridad dada a la evangelización de los pobres es servicio a la humanidad entera. El Hijo de Dios eligió el camino del Siervo, para dar vida a todos. La evangelización de los pobres es el signo mesiánico por excelencia. Jesús se hizo pobre para enriquecer a todos con su pobreza. En esta perspectiva, creo importante recordar lo que proponía Juan Pablo II a toda la Iglesia en el programa pastoral para el presente milenio. Apostar por la caridad comporta cercanía y amistad con los pobres, un estilo de vida pobre y  la caridad de las obras que viene a corroborar la caridad de las palabras, aun siendo la primera. El Papa nos invitaba a vivir enraizados en Cristo, la prioridad que estamos llamados a dar a los pobres en las diferentes situaciones en que se hallan[9].

4.- Crear comunidad

Pero el deber del pastor no se limita al cuidado particular de los fieles, sino que se extiende propiamente también a la formación de la auténtica comunidad cristiana. Mas, para atender debidamente al espíritu de comunidad, debe abarcar, no sólo la Iglesia local, sino la Iglesia universal. La comunidad local no debe atender solamente a sus fieles, sino que, imbuida también por el celo misionero, debe preparar a todos los hombres el camino hacia Cristo. Siente, con todo, una obligación especial para con los catecúmenos y neófitos que hay que formar gradualmente en el conocimiento y práctica de la vida cristiana.

No se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Sagrada Eucaristía: por ella, pues, hay que empezar toda la formación para el espíritu de comunidad. Esta celebración, para que sea sincera y cabal, debe conducir lo mismo a las obras da caridad y de mutua ayuda de unos para con otros, que a la acción misional y a las varias formas del testimonio cristiano.

Además, la comunidad eclesial ejerce por la caridad, por la oración, por el ejemplo y por las obras de penitencia una verdadera maternidad respecto a las almas que debe llevar a Cristo. Porque ella es un instrumento eficaz que indica o allana el camino hacia Cristo y su Iglesia a los que todavía no creen, que anima también a los fieles, los alimenta y fortalece para la lucha espiritual.

He aquí otra prioridad importante, como nos recuerda el texto conciliar a los presbíteros. El Buen Pastor dio la vida para reunir a los hijos de Dios dispersos, para que formaran un solo rebaño bajo su cayado. Y esta prioridad, se afirma, con meridiana claridad y sencillez, en el evangelio según san Juan:

Yo soy el Buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor. (Jn 10, 14-16)

En una sociedad y cultura proclive al individualismo, como sucede en nuestros días, y ante la proliferación de ciertas formas de religiosidad intimista de cuño pietista y sectario (algo que ya sucedió en otros momentos de crisis de la historia cultural y religiosa), el Concilio Vaticano II nos recordó el dinamismo que debía orientar la espiritualidad y el hacer pastoral de la Iglesia apostólica: «En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y práctica la justicia (cf. Hch 10, 35). Sin embargo, fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesará en verdad y le sirviera santamente». (LG 9) Los creyentes somos los sarmientos de la Vid verdadera plantada por el Padre (cf. Jn 15, 1ss) en el mundo tan amado por él (cf. Jn 3, 16). Todos hemos sido redimidos y agraciados para ser miembros del único Cuerpo de Cristo (cf. 1Cor 12, 1ss). La Iglesia es un misterio de comunión en la diversidad. El Espíritu de la comunión da dones diferentes para la común utilidad.

Los presbíteros, como «cooperadores del orden episcopal», somos ungidos con el Espíritu para trabajar en la formación del verdadero cuerpo de Cristo en la historia. Una misión que exige de nosotros dejarnos conducir por el Espíritu (espiritualidad) en el ejercicio del ministerio, para llevar adelante la sinodalidad en cuanto es la expresión de la comunión, participación y misión a la que todos los bautizados estamos llamados por el Señor. Es necesario velar para que la Iglesia sea realmente un solo rebaño bajo un solo pastor. El misterio de la Iglesia es más que un simple grupo religioso. En esta perspectiva es necesario ahondar en el núcleo mismo del misterio, sin caer en la tentación de absolutizar lo que pueden ser simples mediaciones instrumentales. A veces nuestras comunidades eclesiales olvidan esta dimensión. Por ello el Concilio recordaba cómo los presbíteros debemos estar atentos para no caer en la trampa de fomentar una determinada ideología, sea del signo que sea.

En la estructuración de la comunidad cristiana, los presbíteros no favorecen a ninguna ideología ni partido humano, sino que, como mensajeros del Evangelio y pastores de la Iglesia, empeñan toda su labor en conseguir el incremento espiritual del Cuerpo de Cristo. (PO 6)

5.- El diálogo de la Iglesia con el mundo

Si los presbíteros queremos hacer posible «una Iglesia en salida», esto es, cultivar su naturaleza misionera, es capital formar a las comunidades para que mantengan un real y auténtico diálogo de salvación con el mundo. Para llevar a cabo esta importante tarea, es decisivo dejarse guiar por el Espíritu de la verdad y santidad, de la libertad y la comunión. Un diálogo que, cómo bien decía el Concilio, conlleva dar y recibir. Todos estamos llamados a dejarnos modelar de acuerdo con el Hombre perfecto revelado en el Verbo de Dios.

La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad. Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es "sacramento universal de salvación", que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre.

El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. El es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: "Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra" (Ef 1,10). (GS 45)

En esta perspectiva es importante cultivar una verdadera espiritualidad del diálogo con el mundo secular. Esto supone que nuestras comunidades «vivan en el mundo, pero no del mundo», como dijo Pablo VI. (ES 25) Es evidente, por tanto, que no se trata de fomentar una espiritualidad de la separación y repliegue en el templo o la sacristía, como se suele decir. El diálogo de la salvación no busca imponerse por la fuerza u otros medios mundanos, pero tampoco puede dejar de dar testimonio con sencillez, respeto y valentía de lo que Dios da al hombre y espera de él.

Pablo VI presentaba así las «supremas características del “coloquio” de la salvación» con los hombres y mujeres con quienes estamos llamados a compartir el camino hacia una vida en plenitud y sin ocaso:

Hace falta que tengamos siempre presente esta inefable y dialogal relación, ofrecida e instaurada con nosotros por Dios Padre, mediante Cristo en el Espíritu Santo, para comprender qué relación debamos nosotros, esto es, la Iglesia, tratar de establecer y promover con la humanidad.

El diálogo de la salvación fue abierto espontáneamente por iniciativa divina: El nos amó el primero; nos corresponderá a nosotros tomar la iniciativa para extender a los hombres el mismo diálogo, sin esperar a ser llamados.

El diálogo de la salvación nació de la caridad, de la bondad divina: De tal manera amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito; no otra cosa que un ferviente y desinteresado amor deberá impulsar el nuestro.

El diálogo de la salvación no se ajustó a los méritos de aquellos a quienes fue dirigido, como tampoco por los resultados que conseguiría o que echaría de menos: No necesitan médico los que están sanos; también el nuestro ha de ser sin límites y sin cálculos.

El diálogo de la salvación no obligó físicamente a nadie a acogerlo; fue un formidable requerimiento de amor, el cual si bien constituía una tremenda responsabilidad en aquellos a quienes se dirigió, les dejó, sin embargo, libres para acogerlo o rechazarlo, adaptando inclusive la cantidad y la fuerza probativa de los milagros a las exigencias y disposiciones espirituales de sus oyentes, para que les fuese fácil un asentimiento libre a la divina revelación sin perder, por otro lado, el mérito de tal asentimiento. Así nuestra misión, aunque es anuncio de verdad indiscutible y de salvación indispensable, no se presentará armada por coacción externa, sino tan sólo por los legítimos caminos de la educación humana, de la persuasión interior y de la conversación ordinaria, ofrecerá su don de salvación, quedando siempre respetada la libertad personal y civil.

El diálogo de la salvación se hizo posible a todos; a todos se destina sin discriminación alguna; de igual modo el nuestro debe ser potencialmente universal, es decir, católico, y capaz de entablarse con cada uno, a no ser que alguien lo rechace o insinceramente finja acogerlo.

El diálogo de la salvación ha procedido normalmente por grados de desarrollo sucesivo, ha conocido los humildes comienzos antes del pleno éxito; también el nuestro habrá de tener en cuenta la lentitud de la madurez psicológica e histórica y la espera de la hora en que Dios lo haga eficaz. No por ello nuestro diálogo diferirá para mañana lo que se pueda hacer hoy; debe tener el ansia de la hora oportuna y el sentido del valor del tiempo. Hoy, es decir, cada día, debe volver a empezar, y por parte nuestra antes que por parte de aquellos a quienes se dirige. (ES 29)

Para llevar adelante este diálogo es necesario cultivar actitudes como la claridad, la mansedumbre y humildad de corazón, la confianza y amistad, la prudencia y pedagogía de la condescendencia divina, vigilancia de amor e intercesión. La historia de la salvación acontece de acuerdo con tiempos, caminos y planes que no son los nuestros (cf. Is 55, 8-9). La historia de la salvación se despliega en la historia de los pueblos, en los que hay unos momentos más favorables y otros menos propicios, para la acogida del don de la salvación.

Puesto que la salvación de Dios se ofrece a todos, la Iglesia está llamada a mantener el diálogo de la salvación con todos sin excepción. Es los propio de la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Todo lo que es humano debe estar presente en el diálogo de la salvación. El Verbo de Dios se hizo carne, para que toda carne llegase a participar de la salvación. Diálogo con todos los que buscan a Dios, en especial con los «hermanos separados» y, por supuesto, en el interior de la misma comunidad católica. La espiritualidad y pastoral del diálogo comporta fidelidad a la verdad de Dios y a la libertad del ser humano. Ofrecer la verdad de la fe no es lo mismo que imponerla. El Siervo avanza en el Espíritu de la verdad y de la integridad, (que en ello consiste la castidad apostólica) tal como se nos ha revelado en el Siervo manso y humilde de corazón, que no vocea ni apaga la mecha humeante. Es muy interesante releer y meditar los textos siguientes, pues los encontramos en un contexto en que Jesús no es acogido, sino rechazado.

En aquel momento tomó la palabra Jesús y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera». (Mt 11, 25-30)

Al salir de la sinagoga, los fariseos planearon el modo de acabar con Jesús. Pero Jesús se enteró, se marchó de allí y muchos lo siguieron. Él los curó a todos, mandándoles que no lo descubrieran. Así se cumplió lo dicho por medio del profeta Isaías: «Mirad a mi siervo, mi elegido, mi amado, en quien me complazco. Sobre él pondré mi espíritu para que anuncie el derecho a las naciones. No porfiará, no gritará, nadie escuchará su voz por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará, hasta llevar el derecho a la victoria; en su nombre esperarán las naciones». (Mt 12, 14-21)

Conclusión

Para concluir estas reflexiones, me permito volver y releer una afirmación del Concilio, que debería dirigir la formación de los presbíteros, incluida la formación permanente.

«Los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo su triple función.

Por ser ministros de la palabra de Dios, leen y escuchan diariamente la palabra divina que deben enseñar a otros; y si al mismo tiempo procuran recibirla en sí mismos, irán haciéndose discípulos del Señor cada vez más perfectos, según las palabras del apóstol Pablo a Timoteo: "Esta sea tu ocupación, éste tu estudio: de manera que tu aprovechamiento sea a todos manifiesto. Vela sobre ti, atiende a la enseñanza: insiste en ella. Haciéndolo así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan" (1 Tim., 4, 15-16). Pues pensando cómo pueden explicar mejor lo que ellos han contemplado, saborearán más a fondo "las insondables riquezas de Cristo" (Ef., 3, 8) y la multiforme sabiduría de Dios. Teniendo presente que es el Señor quien abre los corazones y que la excelencia no procede de ellos mismos, sino del poder de Dios, en el momento de proclamar la palabra se unirán más íntimamente a Cristo Maestro y se dejarán guiar por su Espíritu. Así, uniéndose con Cristo, participan de la caridad de Dios, cuyo misterio, oculto desde los siglos, ha sido revelado en Cristo.

Como ministros sagrados, sobre todo en el Sacrificio de la Misa, los presbíteros ocupan especialmente el lugar de Cristo, que se sacrificó a sí mismo para santificar a los hombres; y por eso son invitados a imitar lo que administran; ya que celebran el misterio de la muerte del Señor, procuren mortificar sus miembros de vicios y concupiscencias. En el misterio del Sacrificio Eucarístico, en que los sacerdotes desempeñan su función principal, se realiza continuamente la obra de nuestra redención, y, por tanto, se recomienda con todas las veras su celebración diaria, la cual, aunque no pueda obtenerse la presencia de los fieles, es una acción de Cristo y de la Iglesia. Así, mientras los presbíteros se unen con la acción de Cristo Sacerdote, se ofrecen todos los días enteramente a Dios, y mientras se nutren del Cuerpo de Cristo, participan cordialmente de la caridad de Quien se da a los fieles como pan eucarístico. De igual forma se unen con la intención y con la caridad de Cristo en la administración de los Sacramentos, especialmente cuando para la administración del Sacramento de la Penitencia se muestran enteramente dispuestos, siempre que los fieles lo piden razonablemente. En el rezo del Oficio divino prestan su voz a la Iglesia, que persevera en la oración, en nombre de todo el género humano, juntamente con Cristo, que "vive siempre para interceder por nosotros" (Hb., 7, 25).

Rigiendo y apacentando el Pueblo de Dios, se ven impulsados por la caridad del Buen Pastor a entregar su vida por sus ovejas, preparados también para el sacrificio supremo, siguiendo el ejemplo de los sacerdote que incluso en nuestros días no han rehusado entregar su vida; siendo educadores en la fe, y teniendo ellos mismos "firme esperanza de entrar en el santuario en virtud de la sangre de Cristo" (Hb., 10, 19), se acercan a Dios "con sincero corazón en la plenitud de la fe" (Hb., 10, 22); y robustecen la esperanza firme respecto de sus fieles, para poder consolar a los que se hallan atribulados, con el mismo consuelo con que Dios los consuela a ellos mismos; como rectores de la comunidad, cultivan la ascesis propia del pastor de las almas, dando de mano a las ventajas propias, no buscando sus conveniencias, sino la de muchos, para que se salven, progresando siempre hacia el cumplimiento más perfecto del deber pastoral, y cuando es necesario, están dispuestos a emprender nuevos caminos pastorales, guiados por el Espíritu del amor, que sopla donde quiere. (PO 13)


 

2023 9 En la misma barca

EN  LA  MISMA  BARCA

 

Jesús resucitado eligió a Saulo para que llevase su nombre a pueblos, reyes e hijos de Israel. Así se lo hizo saber a Ananías, receloso por lo que había oído sobre el celoso y altivo perseguidor de la Iglesia:

El Señor le dijo: «Anda, ve; que ese hombre es un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre a pueblos y reyes, y a los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre». (Hch 9, 15-16)

De todos es conocida la actividad desarrollada por Pablo, para llevar a cabo la misión a la que lo había destinado el Señor. Pensemos en sus largos años de silencio, oración y estudio de la palabra de Dios, sus arriesgados viajes misioneros, su predicación y diatrivas con los judíos y los falsos hermanos, el cuidado, atención y preocupación por las comunidades, sus pruebas y sufrimientos hasta sellar su vida de discípulo y apóstol de Jesucristo con el martirio. El Señor le mostró realmente lo que tuvo que sufrir por su nombre, dentro y fuera de la Iglesia. Pero, como él atestigua, no le faltaba ni el consuelo del Señor ni la gozosa esperanza de contribuir «a llevar a plenitud la palabra de Dios».

Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia, de la cual Dios me ha nombrado servidor, conforme al encargo que me ha sido encomendado e orden a vosotros: llevar a plenitud la palabra de Dios, el misterio escondido desde siglos y generaciones y revelado ahora a sus santos, a quienes Dios ha querido dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria. (Col 1, 24-27)

¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, ¡mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios! Porque lo mismo que abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, abunda también nuestro consuelo gracias a Cristo. De hecho, si pasamos tribulaciones, es para vuestro consuelo y salvación; si somos consolados, es para vuestro consuelo, que os da la capacidad de aguantar los mismos sufrimientos que padecemos nosotros. Nuestra esperanza respecto de vosotros es firme, pues sabemos que, si compartís los sufrimientos, también compartiréis el consuelo. (2 Cor 1, 3-7)

Hoy quiero fijarme en su viaje entre cadenas a Roma, tal como es narrado en los Hechos de los Apóstoles. Una lectura en clave simbólica puede darnos luz para interrogarnos cómo vivimos y ayudamos a vivir «la naturaleza secular de la Iglesia».

En la cristiandad, la Iglesia fue representada simbólicamente como una barca en medio de las olas encrespadas del mar, del mundo. Es la que a mí me presentaron en la catequesis y en la formación del seminario. El concilio Vaticano II recordó que nuestra identidad de «ciudadanos del cielo», lejos de apartarnos del mundo nos urgía a trabajar con ahínco para preparar los materiales del reino de Dios.

Mas los dones del Espíritu Santo son diversos: si a unos llama a dar testimonio manifiesto con el anhelo de la morada celestial y a mantenerlo vivo en la familia humana, a otros los llama para que se entreguen al servicio temporal de los hombres, y así preparen la materia del reino de los cielos. Pero a todos les libera, para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las energías terrenas en pro de la vida, se proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia humanidad se convertirá en oblación acepta a Dios.

El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial. (GS 38)

Y Juan Pablo II, hablando del impulso escatológico de la Eucaristía, que modela a la Iglesia, enseñó:

Una consecuencia significativa de la tensión escatológica propia de la Eucaristía es que da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas. En efecto, aunque la visión cristiana fija su mirada en un «cielo nuevo» y una «tierra nueva» (Ap 21, 1), eso no debilita, sino que más bien estimula nuestro sentido de responsabilidad respecto a la tierra presente. Deseo recalcarlo con fuerza al principio del nuevo milenio, para que los cristianos se sientan más que nunca comprometidos a no descuidar los deberes de su ciudadanía terrenal. Es cometido suyo contribuir con la luz del Evangelio a la edificación de un mundo habitable y plenamente conforme al designio de Dios. (EdE 20)

Así lo expresó Jesús, por otra parte, en su oración sacerdotal, en el momento de pasar de este mundo al Padre. Ve a sus discípulos como don que el Padre le ha dado sacándolos del mundo. No son del mundo, pero están, permanecen y son enviados al mundo. Si están llamados a vivir en la unidad del amor, es para que el mundo crea y se salve. El Verbo fue enviado en la carne para salvar al mundo. La misión comporta vivir en el mundo, caminar en el mundo y al servicio del mundo. Abrahán fue elegido y destinado a ser una bendición para las familias de la tierra. La Iglesia tiene la vocación y misión de ser también una bendición para los pueblos de la tierra. Pero la misión apostólica no se desarrollará, como el Resucitado anunció, sin pruebas, dificultades y rechazos.

Teniendo esto presente, centramos nuestra atención en la lectura simbólica del viaje de Pablo a Roma entre cadenas. Notemos de entrada que el relato da la impresión de estar escrito por uno de los embarcados con Pablo: «Cuando se decidió que emprendiésemos la navegación hacia Italia, encomendaron la custodia de Pablo y de otros prisioneros a un centurión de nombre Julio, perteneciente a la cohorte Augusta. Embarcamos en una nave adriática...» (Hch 27, 1ss) Pablo estaba acompañado también en esta ocasión por la pequeña comunidad o equipo, como en los demás viajes misioneros.

El viaje a Roma es, a mi entender, como un gran símbolo del camino de la misión que la Iglesia está llamada a recorrer junto con el resto de la humanidad y a su servicio. Los miembros de nuestras comunidades parroquiales comparten la vida y situación de los demás ciudadanos. La gran cuestión es cómo se sitúan en medio de los avatares de la historia. La misión es como un viaje que el apóstol realiza con una humanidad plural en su devenir histórico. La Consitutción pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, se inicia con estas palabras:

Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia.

Paso ahora a comentar los capítulos 27 y 28 de los Hechos en que se nos narra el accidentado viaje de Pablo a Roma, consecuencia de haber apelado al Cesar; pero en realidad es un viaje que corresponde a la voluntad del Resucitado.

1.- PABLO PRISIONERO

Pablo dio testimonio de Jesucristo muerto y resucitado ante el Sanedrín. Contó cómo de camino a Damasco el Señor salió su encuentro y le dijo: «Ponte en camino, porque yo te voy enviar lejos, a los gentiles» (Hch 22, 21). Su testimonio ante el Sanedrín provocó tal altercado, que el tribuno romano mandó sacarlo y llevarlo al cuartel, para que no lo hicieran pedazos. «La noche siguiente, el Señor se le presentó y le dijo: “¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio en Jerusalén de lo que a mí se refiere, tienes que darlo en Roma”» (23, 11) Pablo, al enterarse de la conjuración de los judíos, para darle muerto, apela al Cesar, en su condición de ciudadano romano. El apóstol había comprendido que el diálogo con las autoridades de su pueblo se hacía inviable.

Las razones que hacían inviable el diálogo entre los judíos y el apóstol son claras: la cuestión de la ley, del templo, la actitud ante la política y, ante todo, la afirmación de Pablo: Jesús, el crucificado, vivía. Así lo constataba Festo, el procurador romano, ante el rey Agripa: «Solamente tenían contra él unas discusiones sobre su propia religión y sobre un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirma que vive» (Hch 25, 19). En efecto,  Pablo atestiguaba que Jesús, resucitado por Dios de entre los muertos, había sido constituido Señor de vivos y muertos. La salvación viene por la fe en él y no de la práctica de la ley o de una ética esbozada por la razón humana.

La ruptura del diálogo con los judíos propicia que el apóstol realice su misión de llevar la buena nueva del Evangelio de Dios, que es fuerza de salvación, al corazón mismo del imperio. ¡El testimonio de Jesucristo muerto y resucitado es siempre posible!

Este viaje viaje de Pablo como reo a Roma, no es menos misionero que los demás viajes, pero el anuncio del Evangelio no se desarrolla en el interior de una sinagoga, sino en la travesía de un viaje y entre cadenas. No obstante las motivaciones profundas de la misión y sus consecuencias para la vida y esperanza de los pueblos se manifiestan con claridad, como vamos a ver.

Para el apóstol, las cadenas que lleva forzosamente, son la expresión de la esperanza de su pueblo y de la humanidad. En el maldito del madero, esto es, el Crucificado, se ha cumplido la esperanza anunciada por los profetas, el anhelo de salvación que late en el corazón humano aun cuando no se llegue a formular. Pero lo que era una evidencia para el apóstol, es un despropósito a los ojos de las autoridades religiosas de Israel.

Pablo es conducido a Roma como prisionero (cf. Hch 27, 1-8) a causa del Evangelio proclamado a judíos y gentiles. Va custodiado por unos guardias, pero es Dios, quien lo conduce y sostiene para que dé testimonio de Jesús, el Mesías, la esperanza de Israel, en la casa  del Cesar, el dios de este mundo. Algunos hermanos le acompañan.

Además del deseo expresado por el Señor, también estaba el deseo del apóstol de ir a Roma para pasar luego a la península ibérica, con el fin de llevar adelante el encargo misionero de proclamar el Evangelio de Dios hasta los extremos de la tierra (cf. Rom 15, 22-29). En el apóstol encadenado vislumbramos el camino victorioso de la Palabra de la salvación. La paradoja es propio de la misión. Dios revela su poder y señorío en la historia a través de la debilidad del apóstol.

Este punto, a mi entender, es de capital importancia, pues nos muestra la verdadera «ley del apostolado», tal como Pablo lo recuerda en la segunda carta a los corintios (cf. 2Cor 12, 1-10; 4, 7ss). Dios, en efecto, ha llevado adelante su historia de salvación a través de mediaciones débiles y humildes, algo que tienden a olvidar los que siguen soñando con una Iglesia a la antigua usanza de la cristiandad. La debilidad del Hijo de Dios, manifestada en la cruz es el camino de la salvación (cf. 2Cor 13, 3-4). La fuerza y sabiduría de Dios se expresan en «el logos de la cruz», así como en la comunidad pobre e insignificante de la Iglesia a los ojos del mundo. (cf. 1Cor 1, 18-31)

Pablo entre cadenas sigue siendo, para una Iglesia misionera, un verdadero interrogante. El don de la salvación, tal como tuvo lugar en Jesucristo crucificado, debe determinar en todo momento el dinamismo propio de la palabra y acción evangelizadora. La misión de la Iglesia apostólica no puede sucumbir a la dinámica propia de la mundanidad. 

Jesús fue conducido a su exaltación entre guardias y malhechores. El apóstol no debe añorar mejor suerte. El Señor afirmó: «No está el discípulo por encima de su maestro, ni el siervo por encima de su amo. Ya le basta al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su amo. Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos.» (Mt 10, 24-25) 

Pablo marcha sin miedo, con la parresía del Espíritu, como lo hiciera en los otros viajes. Sabe que el Señor camina con él. Sabe que el testimonio de su Señor es siempre posible. La debilidad no es un obstáculo para evangelizar, para dar testimonio de Jesucristo muerto y resucitado; todo lo contrario. Los medios ricos y poderosos, colonizan. Los medios pobres y débiles suscitan fe, amor y esperanza. Los medios de la misión, a mi entender, son muy diferentes de los medios mundanos, de los que suele servirse la propaganda religiosa y proselitista. El símbolo del apóstol encadenado y custodiado conviene ahondarlo en nuestras vidas de presbíteros.

2.- PABLO EN LA BARCA (Hch 27, 9-20)

El apóstol había apelado a Cesar ante la imposibilidad de seguir dialogando con los responsables de su pueblo. Ahora lo vemos embarcado junto con otros prisioneros, entre soldados y mercaderes, la tripulación, una población plural y abigarrada, venida de culturas y pueblos diferentes. La nave es adriática. El apóstol comparte como prisionero la misma barca que los demás. Se halla en la misma travesía, aunque por motivos diferentes. Como el resto del pasaje se halla a merced de los elementos. Traba amistad con todos, pero sin privilegios. La llamada del Papa Francisco a ser una «Iglesia en salida» recuerda que debemos compartir la misma barca y travesía que realizan los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Vivimos en un mundo plural y complejo.

Es necesario descubrir, con sencillez y hondura, el sentido y dinamismo del misterio de la encarnación. A la luz del Verbo encarnado, Juan Pablo II afirmó: «el cristianismo es la religión que entró en la historia» (NMI 5). Pablo vivió su misión de «servidor de la esperanza de la fe» durante la travesía, dialogando e intercambiando opiniones. Uno de tantos, pero preocupado por la suerte de todos. ¡Es la diferencia! El apóstol es una persona que está llamada a compartir la vida y suerte de los pueblos de la tierra. Esta es la vocación del «discípulo misionero», del testigo de la verdad.

Dios no preserva a Pablo y sus acompañantes de los riesgos y luchas de la travesía. Compartir solidariamente la travesía de la existencia humama es un punto esencial en la vida de la Iglesia. Es necesario superar el divorcio entre la vida y la fe. A veces queremos servir, pero como desde una situación de privilegio. La evangelización, como recordó Pablo VI ha de llevarse a cabo desde dentro, compartiendo la misma travesía.

Durante el viaje, vemos cómo Pablo, lejos de replegarse sobre él o los suyos, hace  amigos, habla con todos y comparte sus preocupaciones. Poco a poco va creando lazos de amistad y solidaridad. El apóstol anda preocupado por la salvación de todos, como vemos según avanza el viaje y aumenta el riesgo de naufragio.

El apóstol habla y aconseja, per no siempre es escuchado. A pesar de ello él permanece solidario del resto del pasaje. Asume que no se le escuche, pero seguirá atento a la evolución de lo que acontezca. Hoy nos cuesta entender que no se nos escuche, que se dé más crédito a la ciencia que a la palabra de la verdad.

Se desarrolla en los agentes pastorales, más allá del estilo espiritual o la línea de pensamiento que puedan tener, un relativismo todavía más peligroso que el doctrinal. Tiene que ver con las opciones más profundas y sinceras que determinan una forma de vida. Este relativismo práctico es actuar como si Dios no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran, trabajar como si quienes no recibieron el anuncio no existieran. Llama la atención que aun quienes aparentemente poseen sólidas convicciones doctrinales y espirituales suelen caer en un estilo de vida que los lleva a aferrarse a seguridades económicas, o a espacios de poder y de gloria humana que se procuran por cualquier medio, en lugar de dar la vida por los demás en la misión. ¡No nos dejemos robar el entusiasmo misionero! (EG 80)

Si, como he dicho, en la cristiandad el símbolo de la barca tuvo otra perspectiva, en el texto de los Hechos, vemos al apóstol (y en la sombra a los hermanos) compartiendo los mismos riesgos con el resto del pasaje. El símbolo adquiere así una fuerza nueva. La Iglesia de Dios se halla en la misma barca que el mundo secular, plural y democrático... etc. El dinamismo de la encarnación, como enseña la carta a los Hebreos, urge a los cristianos a abrazar el devenir de nuestro mundo, para que tenga vida en plenitud.

Por tanto, lo mismo que los hijos participan de la carne y de la sangre, así también participó Jesús de nuestra carne y sangre, para aniquilar mediante la muerte al señor de lamuerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos. Notad que tiende una mano a los hijos de Abrahán, no a los ángeles. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar los pecados del pueblo. Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados. (Hb 2, 14-18)

La misión debe encarnarse dentro de los límites humanos, dentro de la humanidad que espera la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rom 8). El Papa Francisco recordó:

Vemos así que la tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace «débil con los débiles […] todo para todos» (1 Co 9,22). Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino. (EG 45)

3.- EL DIÁLOGO CON UNOS Y OTROS

El relato presenta cómo Pablo, a lo largo de todo el viaje, mantiene un diálogo constante con Julio que le conduce prisionero a Roma, con el resto del pasaje, con la tripulación… etc. Le vemos interesado en todo momento por la suerte de unos y otros. Interviene dando su opinión sobre lo que afecta a unos y otros, pero nada manda. Es un prisionero. La opinión de los expertos marineros prevalece sobre la de Pablo, aun cuando luego quede claro que él tenía razón. No por ello el apóstol se desentiende del futuro de quienes lo acompañan. Las opiniones deben ser presentadas como tales. La verdad revelada, por otra parte, tampoco puede imponerse. El diálogo de la salvación no es imposición, sino propuesta. Un diálogo que se va tegiendo desde la mutua confianza, empezando por lo concreto de la existencia. La evangelización comporta procesos lentos y pacientes.

En efecto, tal como puede deducirse del relato del viaje de Pablo a Roma, el anuncio del evangelio conlleva establecer relaciones de amistad. Es la vida compartida la que hace posible dar testimonio de la esperanza «con delicadeza y con respeto», como indica la primera carta de Pedro (cf. 1P 3, 13-16). En este sentido puede decirse que la vida compartida es uno de los presupuestos para dar testimonio de la fe, el amor y la esperanza que nos anima. Debemos evitar la trampa de una evangelización virtual, a distancia de la existencia cotidiana de las personas.

También en este punto necesitamos reflexionar con seriedad, a fin de discernir cómo caminar con los que nos rodean. Pablo carece de los medios para salvar a los demás y salvarse a él mismo. La comunidad apostólica es pobre y no puede ofrecer siempre, mucho menos imponer, a los demás los medios oportunos y necesarios para superar las situaciones del mundo. De ahí la importancia de reconocerse pobre y necesitado junto con los demás.

El diálogo se hace posible cuando nos encontramos en un plano de igualdad. La solidaridad entre los pobres no es lo mismo que la solidaridad del rico hacia el pobre. Estamos ante un punto delicado. El compartir la misma suerte propicia de verdad la relación necesaria que nos abre a la posibilidad de dar razón de nuestra esperanza. Hablando del diálogo interreligioso, el Papa Francisco recordaba:

En este diálogo, siempre amable y cordial, nunca se debe descuidar el vínculo esencial entre diálogo y anuncio, que lleva a la Iglesia a mantener y a intensificar las relaciones con los no cristianos. Un sincretismo conciliador sería en el fondo un totalitarismo de quienes pretenden conciliar prescindiendo de valores que los trascienden y de los cuales no son dueños. La verdadera apertura implica mantenerse firme en las propias convicciones más hondas, con una identidad clara y gozosa, pero «abierto a comprender las del otro» y «sabiendo que el diálogo realmente puede enriquecer a cada uno». No nos sirve una apertura diplomática, que dice que sí a todo para evitar problemas, porque sería un modo de engañar al otro y de negarle el bien que uno ha recibido como un don para compartir generosamente. La evangelización y el diálogo interreligioso, lejos de oponerse, se sostienen y se alimentan recíprocamente. (EG 251)

4.- DIOS GARANTIZA LA SALVACIÓN

Pablo y sus compañeros, como el resto del pasaje van perdiendo la esperanza de salir con vida de la travesía: «toda esperanza de salvarnos iba desapareciendo» (Hch 27, 20). La tempestad arreciaba y no podían hacer frente a los elementos desencadenados.

El apóstol ora e intercede, como corresponde a su fe y misión. Está acompañado por amigos fieles; pero, ante todo, es Dios quien le acompaña y vela por él. El Señor resulta siempre desconcertante. El que con su palabra apaciguó el mar, ahora se limita a prometerle que debe comparecer ante el Cesar; y que en atención a esto todos los que navegan con él se salvarán.

Hacía ya días que no habíamos comido; entonces Pablo se puso en medio de ellos y les dijo: «Amigos, más hubiera valido que me hubierais escuchado y no haberos hecho a la mar desde Creta; os hubierais ahorrado este peligro y esta pérdida. Pero ahora os recomiendo que tengáis buen ánimo; ninguna de vuestras vidas se perderá; solamente la nave. Pues esta noche se me ha presentado un ángel del Dios a quien pertenezco y a quien doy culto, y me ha dicho: ‘No temas, Pablo; tienes que comparecer ante el César; y mira, Dios te ha concedido la vida de todos los que navegan contigo.’ Por tanto, amigos, ¡ánimo! Yo tengo fe en Dios de que sucederá tal como se me ha dicho. Iremos a dar en alguna isla» … Mientras esperaban que se hiciera de día, Pablo aconsejaba a todos que tomasen alimento, diciendo: «Hace ya catorce días que, en continua expectación, estáis en ayunas, sin haber comido nada. Por eso os aconsejo que toméis alimento pues os conviene para vuestra propia salvación; que ninguno de vosotros perderá ni un solo cabello de su cabeza.» Diciendo esto, tomó un pan, dio gracias a Dios en presencia de todos, lo partió y se puso a comer. Entonces todos los demás se animaron y tomaron alimento. Estábamos en total en la nave doscientas setenta y seis personas. Una vez satisfechos, aligeraron la nave arrojando el trigo al mar. (27, 21-26.33-37)

Confiado en la promesa, Pablo se dirige a unos y otros, con esta palabra: «¡Amigos!» No le habían hecho caso, pero anima a todos a comer y coger fuerzas para afrontar los acontecimientos con la confianza de que nadie perecerá. Pablo no ve enemigos, sino amigos a su alrededor. Amigos que van a salvarse con él por la acción del Dios de Jesucristo. El apóstol es un hombre creyente. Tiene fe en medio de una situación dramática, confía en la palabra que se le ha dado a conocer. Y contagia su esperanza.

Entramos así en un punto fundamental de nuestro relato simbólico. El apóstol tiene la misión de interceder por la humanidad. Él necesita de la salvación como los demás, pero se le ha concedido el privilegio de la intercesión. La salvación de los demás está ligada a su propia salvación. No puede situarse ante el mundo más que como amigo. Su misión es hacer posible la salvación de sus amigos. Dios es amigo de los hombres. El apóstol debe ser el testigo de esta verdad.

La Iglesia, como bien sabemos, está llamada a ser sacramento universal de salvación. Ella es signo e instrumento de la salvación de Dios. Existe para que en medio de las tormentas de la vida, la salvación y bendición de Dios alcance a todos. En la misión debe avanzar con la convicción profunda de que Dios lo acompaña. El Espíritu Santo no cesa de trabajar en el corazón de los hombres y de las culturas para conducir a la humanidad a la pascua del Hijo (cf. GS 22).

Las Escrituras recuerdan cómo Dios en atención al justo y fiel recrea a la humanidad. Así lo expresa la historia del justo Noé, el único justo de su generación. La misma perspectiva evoca  el regateo de Abrahán con el Señor ante la amenaza de destruir a las ciudades malvadas. El don de la vida del verdadero y único Justo, Jesucristo, es la fuente de la salvación para la injusta humanidad como lo celebra la Iglesia de Dios en el sacramento pascual.

5.- LA MISIÓN APOSTÓLICA: MANTENER LA ESPERANZA

En medio de la tempestad, Pablo mantiene la calma y sostiene la esperanza de unos hombres que desesperan de salir con vida de la travesía. Anima y estimula a todos. Lo hace basado en la promesa de Dios y no en sus fuerzas o en medios externos. Invita a no relajarse y recuperar fuerzas para llegar a buen puerto. Es preciso permanecer en la brecha con la confianza puesta en el Señor hasta el final.

A lo largo del relato, por otra parte, se indica cómo Pablo vela por todos, en particular por los más desvalidos y débiles. Evita que la tripulación escape y abandone a los pasajeros a su propia suerte, pues conllevaba la muerte de unos y otros. La amistad que había trabado con Julio, el centurión, hace posible que no ejecuten a los prisioneros ante le riesgo de evasión. El apóstol busca y trabaja por la salvación de todos.

Estamos ante una dimensión esencial de la misión: sostener la esperanza de un pueblo en la dura travesía de una cultura a otra, de unos valores a otros, de una manera de vivir a otra manera, de una época a otra. Fomentar la esperanza en medio de la prueba es llamar a la confianza y a la fe, a la verdadera conversión. En esto consiste un auténtico ministerio profético y apostólico.

La Iglesia, en efecto, como pueblo profético tiene la misión de estar al servicio de la esperanza de este mundo tal como es, con sus luces y sombras. Los lamentos y los pesimismos no contribuyen a desarrollar la esperanza del pueblo que Dios tiene en medio de nuestra sociedad. El mundo necesita de profetas y apóstoles.

El relato, desde una pespectiva simbólica, por otra parte, muestra cómo Pablo, lejos de estar replegado sobre él mismo, está atento a lo que sucede y se implica en la búsqueda de soluciones junto con los demás. No debemos olvidar que ser signo y servidores de la esperanza que no defrauda es consustancial a la misión de la evangelización. Es un punto muy importante en el momento de pensar y llevar a cabo la nueva evangelización. Francisco lo expresaba así:

En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza». En todo caso, allí estamos llamados a ser personas-cántaros para dar de beber a los demás. A veces el cántaro se convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la cruz donde, traspasado, el Señor se nos entregó como fuente de agua viva. ¡No nos dejemos robar la esperanza! (EG 86)

Y ojalá el mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo». (EG 10)

6.- EL TESTIMONIO DEL APÓSTOL

El relato apostólico no habla de conversiones, aunque todos han podido oír y ver de alguna forma la presencia de Dios en Pablo. El relato está escrito para darnos a conocer, ante todo, cómo el Señor conduce los acontecimientos y salva a todo el pasaje como el ángel del Señor se lo había anunciado al apóstol en la noche. Pablo da testimonio de que la salvación viene de Dios. Habían perdido «toda esperanza de salvarse» y ahora Dios promete la salvación.

Hacía ya días que no habíamos comido. Entonces Pablo, de pie en medio de ellos, dijo: «Amigos, debíais haberme hecho caso y no haber salido de Creta; habríais evitado estos sufrimientos y estos perjuicios. De todos modos, ahora os aconsejo que os animéis, pues no habrá entre vosotros pérdida alguna de vida, solo la de la nave, porque se me presentó esta noche un ángel de Dios, de quien soy y a quien sirvo, diciéndome: “No temas, Pablo, es necesario que tú comparezcas ante César; y mira, Dios te ha concedido la vida de todos los que navegan contigo”. Por ello, amigos, animaos, porque tengo fe en Dios de que sucederá tal como se me ha dicho. Pero tenemos que ser arrojados en una isla». (27, 21-26)

Pablo evangeliza compartiendo su fe en la palabra que ha recibido del Señor a través de su ángel. Es una buena noticia que anuncia a todos de parte de Dios. Lo hace en medio de la prueba compartida con el resto del pasaje. Con frecuencia se pierde de vista qué implica evangelizar desde dentro, más allá de lo espectacular.

La nueva evangelización no debe reducirse, como algunos cristianos y movimientos hacen, a predicar una doctrina sobre Dios, o fomentando unas prácticas religiosas, o queriendo imponer una moral a la sociedad. Olvidan la parábola del fermento en la masa, que el Evangelio es fuerza de salvación, buena noticia. Se trata de anunciar la presencia salvadora del Señor en medio de los acontecimientos. También se ignora con frecuencia que la evangelización comporta procesos, cuyo punto de partida de este proceso puede ser muy variado. En este sentido conviene recordar lo que decía Pablo VI en la exhortación EN sobre la complejidad de la acción evangelizadora.

En la acción evangelizadora de la Iglesia, entran a formar parte ciertamente algunos elementos y aspectos que hay que tener presentes. Algunos revisten tal importancia que se tiene la tendencia a identificarlos simplemente con la evangelización. De ahí que se haya podido definir la evangelización en términos de anuncio de Cristo a aquellos que lo ignoran, de predicación, de catequesis, de bautismo y de administración de los otros sacramentos.

Ninguna definición parcial y fragmentaria refleja la realidad rica, compleja y dinámica que comporta la evangelización, si no es con el riesgo de empobrecerla e incluso mutilarla. Resulta imposible comprenderla si no se trata de abarcar de golpe todos sus elementos esenciales. (EN 17)

Finalmente, el que ha sido evangelizado evangeliza a su vez. He ahí la prueba de la verdad, la piedra de toque de la evangelización: es impensable que un hombre haya acogido la Palabra y se haya entregado al reino sin convertirse en alguien que a su vez da testimonio y anuncia.

Al terminar estas consideraciones sobre el sentido de la evangelización, se debe formular una última observación que creemos esclarecedora para las reflexiones siguientes.

La evangelización, hemos dicho, es un paso complejo, con elementos variados: renovación de la humanidad, testimonio, anuncio explícito, adhesión del corazón, entrada en la comunidad, acogida de los signos, iniciativas de apostolado. Estos elementos pueden parecer contrastantes, incluso exclusivos. En realidad son complementarios y mutuamente enriquecedores. Hay que ver siempre cada uno de ellos integrado con los otros. El mérito del reciente Sínodo ha sido el habernos invitado constantemente a componer estos elementos, más bien que oponerlos entre sí, para tener la plena comprensión de la actividad evangelizadora de la Iglesia. (EN 24)

«El Papa del diálogo» insiste en la necesidad del testimonio, como paso previo para dar razón de la esperanza que nos anima:

La Buena Nueva debe ser proclamada en primer lugar, mediante el testimonio.
Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiestan su capacidad de comprensión y de aceptación, su comunión de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno. Supongamos además que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni osarían soñar. A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros? Pues bien, este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la Buena Nueva. Hay en ello un gesto inicial de evangelización. Son posiblemente las primeras preguntas que se plantearán muchos no cristianos, bien se trate de personas a las que Cristo no había sido nunca anunciado, de bautizados no practicantes, de gentes que viven en una sociedad cristiana pero según principios no cristianos, bien se trate de gentes que buscan, no sin sufrimiento, algo o a Alguien que ellos adivinan pero sin poder darle un nombre. Surgirán otros interrogantes, más profundos y más comprometedores, provocados por este testimonio que comporta presencia, participación, solidaridad y que es un elemento esencial, en general al primero absolutamente en la evangelización.

Todos los cristianos están llamados a este testimonio y, en este sentido, pueden ser verdaderos evangelizadores. Se nos ocurre pensar especialmente en la responsabilidad que recae sobre los emigrantes en los países que los reciben. (EN 21)

Hoy, como siempre, es necesario tener claro el momento en que nos encontramos en la travesía que está viviendo la Iglesia junto con el mundo. El concilio Vaticano II habló de mutaciones. Hoy se habla de cambio de época. Como en el relato que nos ocupa, es bueno tomar conciencia que no siempre seremos escuchados por los sabios y entendidos de este mundo, por los que han puesto su confianza en la razón y la ciencia, el poder y la fuerza. En medio de esta situación, es de la máxima importancia formar comunidades pobres e irrelevantes en medio de un mundo globalizado e interconectado, conscientes  de estar destinadas a dar razón de su esperanza, esto es, a ser fermento de la esperanza que no defrauda. Y seremos fermento de vida y esperanza en la medida que vivamos con la alegría «la esperanza de la gloria», que es Cristo en nosotros (cf. Col 1, 24-29)

7.- EN LA ISLA DE MALTA (Hch 28, 1-10)

La travesía resultó difícil, dolorosa, dramática. La carga y la embarcación se perdieron; pero todo el pasaje se salvó y llegó a tierra firme. En el mar dejaron unos y otros sus pertenencias. Ahora, en la isla de Malta, todos son acogidos con gran humanidad. Un incidente hace que Pablo pase de ser considerado un convicto asesino a ser un dios disfrazado. Ya vemos que no estamos ante una comunidad cristiana, sino ante una población politeista, llena de buenos sentimientos y supersticiones. Le picó una serpiente al apóstol. Todos esperaban su muerte de un momento a otro; pero sobrevivió.

El apóstol, por otra parte, cura al padre de Publio, un notable de la isla, y a otros enfermos. El «poder» del apóstol está al servicio de todos. Él se sabe en las manos de Dios, en quien ha puesto su esperanza y con cuyo poder sirve a la humanidad. Todo lo demás apenas si cuenta para él.

La Iglesia apostólica no busca su interés, sino el bien de los hermanos de camino. La gratuidad es lo propio de quien vive del amor de Dios, de quien sirve desde la experiencia de haber sido amado hasta el extremo. La gratuidad de la salvación, de la iniciativa divina, se expresa en la manera de situarse la Iglesia en el mundo y de llevar a cabo la misión. En la carta a los Gálatas encontramos la clave de una verdadera espiritualidad apostólica.

Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí. No anulo la gracia de Dios; pero si la justificación es por medio de la ley, Cristo habría muerto en vano.  (Gal 2, 20-21)

El apóstol, por el hecho de estar crucificado con Cristo, está llamado a ser un instrumento que lleve el evangelio de la gracia a todos; pero de un modo particular a los más necesitados. Así lo recuerda el Papa Francisco.

Si la Iglesia entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin excepciones. Pero ¿a quiénes debería privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que «no tienen con qué recompensarte» (Lc 14,14). No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, «los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio», y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos. (EG 48)

8.- SU ESTANCIA EN ROMA Y SU MENSAJE

Previsto de lo necesario, Pablo y sus compañeros, llegan por fin a Roma después de meses de una travesía agónica. La misión requiere su tiempo y no pueden descartarse las pruebas. Hoy queremos que todo se desarrolle de forma inmediata. Es una tentación. La misión supone enterrar la semilla y esperar su germinación. Pablo sembró y otros cultivaron la semilla. El fruto llegará en el momento oportuno. Dios da el incremento y se reseva los tiempos y el juicio.

En Roma, la comunidad salió al encuentro de Pablo y de los que le acompañaban. Los judíos fueron a visitarlo a la cárcel. Él los tranquilizó. No tenía la intención de acusar a su pueblo. Lleva aquellas cadenas a causa de la esperanza de Israel, esto es, a causa de  Jesucristo, el crucificado y exaltado por la derecha de Dios. Jesús de Nazaret era real y verdaderamente el Mesías anunciado por los profetas. Los judíos volvieron a visitar al prisionero, pero el encuentro no parece que tuviera gran éxito. El autor del relato se expresa en estos términos:

Unos aceptaban con fe lo que decía, pero otros permanecían incrédulos. Se estaban marchando en total desacuerdo, cuando Pablo les dirigió esta sola palabra: «Con razón habló el Espíritu Santo a vuestros padres por medio del profeta Isaías, diciendo: Ve a este pueblo y dile: oiréis con el oído pero no entenderéis, miraréis con los ojos pero no veréis. Porque se embotó el corazón de este pueblo, oyeron con oídos sordos y han cerrado sus ojos para no ver con los ojos ni oír con los oídos ni entender con el corazón y convertirse y que yo los cure. Por ello, sabed todos vosotros que esta salvación de Dios ha sido enviada a los gentiles. Ellos sí la oirán». (Hch 28, 24-28)

El autor de los Hechos cierra su maravillosa obra sobre cómo va creciendo la Palabra en el mundo, dándonos una síntesis el contenido del mensaje apostólico, que debemos proclamar gozosamente con fidelidad.  «Pablo permaneció dos años enteros en una casa que había alquilado y recibía a todos los que acudían a él; predicaba el reino de Dios y enseñaba lo referente al Señor Jesucristo con toda valentía, sin estorbo alguno.» (Hch 28, 30-31). La palabra del Señor se ha cumplido. El testimonio resuena en Roma, de Jerusalén hasta los confines de la tierra. Judíos y gentiles forman ahora en Cristo Jesús «un único hombre nuevo», como lo recuerda la carta a los Efesios.

Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear, de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces. (Ef 2, 13-15)

Conclusión

Para concluir esta pequeña reflexión recordemos que los presbíteros somos, en el mundo y en la Iglesia, «hombres entre los hombres», «hermanos entre los hermanos» y «discípulos entre los discípulos». Releamos esta página del Concilio sobre nuestra condición de los presbíteros en el mundo.

Los presbíteros, tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los mismos en las cosas que miran a Dios para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados, moran con los demás hombres como con hermanos. Así también el Señor Jesús, Hijo de Dios, hombre enviado a los hombres por el Padre, vivió entre nosotros y quiso asemejarse en todo a sus hermanos, fuera del pecado. Ya le imitaron los santos apóstoles; y el bienaventurado Pablo, doctor de las gentes, "elegido para predicar el Evangelio de Dios" (Rom., 1, 1), atestigua que se hizo a sí mismo todo para todos, para salvarlos a todos. Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y por su ordenación, son segregados en cierta manera en el seno del pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin de que se consagren totalmente a la obra para la que el Señor los llama. No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida distinta de la terrena, pero tampoco podrían servir a los hombres, si permanecieran extraños a su vida y a su condición. Su mismo ministerio les exige de una forma especial que no se conformen a este mundo; pero, al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres, y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas, y busquen incluso atraer a las que no pertenecen todavía a este redil, para que también ellas oigan la voz de Cristo y se forme un solo rebaño y un solo Pastor. Mucho ayudan para conseguir esto las virtudes que con razón se aprecian en el trato social, como son la bondad de corazón, la sinceridad, la fortaleza de alma y la constancia, la asidua preocupación de la justicia, la urbanidad y otras cualidades que recomienda el apóstol Pablo cuando escribe: "Pensad en cuanto hay de verdadero, de puro, de justo, de santo, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza" (Fil. 4, 8). (PO 3)

Y que todos seamos discípulos entre los discípulos no lo recuerdan estas palabras del Señor, con las que podemos concluir estos días de silencio y compartir fraterno:

Entonces Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen. Lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar.

Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame rabbí. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar rabbí, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el Mesías. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». Mt 23, 1-12)

 

[1] Josep Maria Rovira Belloso , en El banquet amagat, abre su libro póstumo citando las siguientes palabras de san Juan de la Cruz: «Mire aquel infinito saber y aquel secreto escondido. ¡Qué paz, qué amor, qué silencio está en aquel pecho divino, qué ciencia tan levantada es la que Dios allí enseña con actos anagógicos que tanto encienden el corazón». Y comenta en la presentación de su obra: «Observo que hay una tendencia a tomar el relato cristiano como un relato más o menos interesante que tendría alguna relación con la verdad, pero que no es la verdad misma, es decir, que no es una verdad que tenga la fuerza de arrastrar todo el entendimiento, toda la capacidad de conocer y  de amar y que llegue a comprometer todo el ser humano… No, no son bonitas las historias de la Biblia, no son simplemente bonitas o interesantes o profundas, sino porque estén hablando de la verdad misma y no de textos religiosos sobre la verdad. La Verdad es Jesucristo. El mensaje de Jesús a los discípulos por medio de la María Magdalena».

[2]  «Oh, pidamos mucho el Espíritu Santo. ¡Es tan necesario! Para hacernos comprender su necesidad, decía Jesucristo: Es necesario que yo me vaya para enviaros el Espíritu Santo. Y es que las tres personas divinas tienen que actuar en nosotros para hacernos hombres perfectos: el Padre nos crea, el Hijo nos muestra la verdad, la vida, es nuestra luz, mas el Espíritu Santo nos da el amor, nos hace amarle, y quien ama comprende, quien ama puede obrar. El Espíritu Santo termina lo que Jesucristo ha comenzado. El Padre la existencia, el Hijo se descubre a nosotros y nos muestra a Dios y el camino, y el Espíritu Santo nos lo hace comprender y amar. Estas tres operaciones de la Santísima Trinidad se realizan en nosotros y son las tres igualmente necesarias; pero la operación del Espíritu Santo es, por así decirlo, la más necesaria, porque ¿de qué sirve ver si no se comprende lo que se ve?, ¿de qué sirve oír si no se comprende lo que se oye?, ¿de qué sirve incluso comprender si no se ama? Ojalá podáis comprender bien esta operación del Espíritu Santo en nosotros, para que podáis pedirle que actúe en vosotros y no pongáis ningún obstáculo a su acción.

Que el Espíritu Santo sea vuestra luz y vuestro amor, que os haga comprender y amar al Padre y al Hijo, y entonces seréis de verdad los hijos de Dios, que no han nacido de la carne y de la sangre, sino de Dios por el Espíritu, ex Deo nati sunt. (P. Chevrier, Carta 93)

[3] Cristo en persona es el camino, por esto dice: Yo soy el camino. Lo cual tiene una explicación muy verdadera, ya que por medio de él tenemos acceso al Padre.

Mas, como este camino no dista de su término, sino que está unido a él, añade: La verdad y la vida; y, así, él mismo es a la vez el camino y su término. Es el camino según su humanidad, el término según su divinidad. En este sentido, en cuanto hombre, dice: Yo soy el camino; en cuanto Dios, añade: La verdad y la vida, dos expresiones que indican adecuadamente el término de este camino.

Efectivamente, el término de este camino es la satisfacción del deseo humano, y el hombre desea principalmente dos cosas: en primer lugar el conocimiento de la verdad, lo cual es algo específico suyo; en segundo lugar la prolongación de su existencia, lo cual le es común con los demás seres. Ahora bien, Cristo es el camino para llegar al conocimiento de la verdad, con todo y que él mismo en persona es la verdad: Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad. Cristo es asimismo el camino para llegar a la vida, con todo y que él mismo en persona es la vida: Me enseñarás el sendero de la vida.

Por esto el evangelista identifica el término de este camino con las nociones de verdad y vida, que ya antes ha aplicado a Cristo. En primer lugar, afirma que él es la vida, al decir que él era la fuente de la vida; en segundo lugar, afirma que es la verdad, cuando dice que era la luz para los hombres, ya que luz y verdad significan lo mismo.

Si buscas, pues, por donde has de ir, acoge en ti a Cristo, porque él es el camino: Éste es el camino, caminad por él. Y san Agustín dice: «Camina a través del hombre y llegarás a Dios.» Es mejor andar por el camino, aunque sea cojeando, que caminar rápidamente fuera de camino. Porque el que va cojeando por el camino, aunque adelante poco, se va acercando al término; pero el que anda fuera del camino, cuanto más corre, tanto más se va alejando del término.

Si buscas a dónde has de ir, adhiérete a Cristo, porque él es la verdad a la que deseamos llegar: Mi paladar repasa la verdad. Si buscas dónde has de quedarte, adhiérete a Cristo, porque él es la vida: Quien me alcanza encuentra la vida y obtiene el favor del Señor.

Adhiérete, pues, a Cristo, si quieres vivir seguro; es imposible que te desvíes, porque él es el camino. Por esto, los que a él se adhieren no van descaminados, sino que van por el camino recto. Tampoco pueden verse engañados, ya que él es la verdad y enseña la verdad completa, pues dice: Yo para esto nací y para esto vine al mundo: para declarar, como testigo, en favor de la verdad. Tampoco pueden verse decepcionados, ya que él es la vida y dador de vida, tal como dice: Yo he venido para que tengan vida, y que la tengan en abundancia. (Santo Tomás, Sobre el Ev. según san Juan, Cap.14; lect. 2)

 

[4] Pero el Salvador, que es el verdadero Cristo, fue ungido por el Espíritu Santo, para que se cumpliera lo que de él estaba escrito: Por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo entre todos tus compañeros. Su unción supera a la de sus compañeros, ungidos como él, porque es una unción de júbilo, lo cual significa el Espíritu Santo. Sabemos que esto es verdad por las palabras del mismo Salvador. En efecto, habiendo tomado el libro de Isaías, lo abrió y leyó: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido; y dijo a continuación que entonces se cumplía aquella profecía que acababan de oír. Y, además, Pedro, el príncipe de los apóstoles, enseñó que el crisma con que había sido ungido el Salvador es el Espíritu Santo y el poder de Dios, cuando, en los Hechos de los apóstoles, hablando con el centurión, aquel hombre lleno de piedad y de misericordia, dijo entre otras cosas: Jesús de Nazaret empezó su actividad por Galilea después del bautismo predicado por Juan; Dios lo ungió con poder del Espíritu Santo y pasó haciendo el bien y devolviendo la salud a todos los que estaban esclavizados por el demonio. (Del Tratado de Faustino Luciferano, presbítero, Sobre la Trinidad, oficio de lecturas del domingo XII del tiempo ordinario)

[5] «Dios es los más importante. Los problemas más importantes son quizá aquellos que los hombres de la actualidad no consideran particularmente importantes. Tomemos, por ejemplo, la pregunta básica de la teología acerca de Dios. La mayoría de los hombres actuales, al menos en el plano más superficial de su conciencia ordinaria, defenderían una de las dos opiniones que siguen: unos dirían que esta pregunta sobre Dios no es importante en modo alguno; otros añadirían que, incluso en el caso de ser importante, habría que planearla de esta forma: ¿Por qué y en qué medida Dios es importante para los hombres? Yo considero que esta pregunta antropocéntrica por Dios resulta en último término equivocada y opino que esta extraña manera de olvidarse de Dios (es decir, de Dios en sí) constituye quizá la problemática más importante de la actualidad.

No estoy diciendo que los hombres no hablen suficiente sobre Dios; tampoco digo que no se impriman suficientes libros de filosofía y teología sobre Dios. Lo que opino es esto: hay muy pocos hombres que piensen que, en último término, no es Dios el que existe para ellos, sino que son ellos los que existen para Dios. Ciertamente, a juicio de habladurías teológicas normales, yo también pertenezco al grupo de los teólogos «antropocéntricos». En último término, eso constituye una absoluta falta de sentido.

Yo quisiera ser un teólogo que dice que Dios es lo más importante y que nosotros estamos aquí para amarlo, olvidándonos de nosotros mismos; que estamos aquí para invocarlo, para ser suyos, para saltar desde el ámbito de nuestro ser al abismo de la incomprensibilidad de Dios. Naturalmente, ha de darse por supuesto que la teología debe afirmar que, en último término, aquel que está vinculado a Dios, el que debe olvidarse de sí mismo poniéndose en manos de Dios, es el hombre.

Pues bien, en ese sentido, una teología antropocéntrica no resulta suficiente. Esto es así, simplemente, porque Dios no es, por supuesto, ningún tipo de objeto particular en nuestro mundo, no es ni siquiera la piedra de cierre o el ángulo más alto de un edificio del mundo. Al contrario, Dios es el Absoluto, el Incondicionado al que nosotros nos hallamos vinculados, mientras sabemos que él no se encuentra vinculado con nosotros de esa misma forma. Dios es aquel a quien rogar, aquel a quien debemos entregarnos en Jesús Crucificado, rindiéndonos a él sin condiciones. Éste es, en realidad, el problema más importante del hombre, y el hecho de que el hombre, en general, no lo sienta así sigue siendo también hoy el problema más importante. (Karl Rahner in Gespräch, vol. 2, 166-167. Citado en K. Rahner, Dios, amor que desciende, Escritos espirituales, Sal Terrae, 2011, p 17-18)

[6] El término «militantismo» connota cierto fanatismo y cierta sacralización de la acción. No olvidemos que nosotros, los cristianos, conservamos, a pesar de nuestros nuevos recorridos, algunos reflejos típicos. Hemos eliminado esos reflejos en algunos campos, pero reaparecen en otros. Igual que la ideología puede ser el retorno de un dogmatismo, también la militancia puede serlo de un determinado espíritu misionero.

No se trata de condenar ni la misión ni la militancia, es decir, el compromiso. Pero hay actualmente o ha habido torpezas por nuestra parte (y es contra esto contra lo que los más jóvenes se rebelan, consciente o inconscientemente, y es obligado escucharlos). ¿Acaso no hemos sido a veces más militantes que creyentes? No habrá que oponerse a la militancia, pero en el «militantismo» existe una tentación secreta a la que hay que estar atentos y que el riesgo de huir de la fe.

Me explico: Tenemos la tentación o la tendencia de buscar en el militantismo la tranquilidad, multiplicando los adeptos a nuestro alrededor, tal vez para dispensarnos de ser simplemente creyentes. De este modo se puede escamotear la propia fe, ya sea no creciendo en ella, ya sea dejando totalmente de creer. Corremos el peligro de sustituir la fe por el proselitismo. Hay que estar muy atento a este riesgo.

Nosotros hemos de ser los primeros creyentes de la fe que queremos transmitir. No hay que matar en nosotros, pues, esa fuerza dinámica que es la fe. En una palabra: no podemos salvar si no somos salvados. Si no vivimos personalmente la fe de la que hablamos, no sólo ya no viviremos, no sólo dejaremos de ser felices, sino que no podremos convencer a nadie. Si es verdad que fe sin obras es una fe muerta (nos hace falta, pues, comprometernos), hemos de decir también que las obras sin la fe son estériles, secas y muertas (cierto militantismo endurecido). San Pablo lo dijo con claridad: «Aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve» (1Cor 13, 3). Lo que hago quizás sea necesario, y debe ser hecho, pero ¿qué es y de qué sirve si no va acompañado por el amor (la fe, la felicidad)? Dicho de otra manera: la bienaventuranza que se proclama para los que luchan por la justicia no debe olvidar el «bienaventurado los mansos, bienaventurados los pacíficos». Es verdad que antes habíamos olvidado la primera, pero hoy podemos estar olvidando la segunda y, por lo tanto, destruyéndonos a nosotros mismos y a los otros.

Esto es lo que hoy debemos recordar. Si en «la derecha» se forman doctrinarios y en la «izquierda» militantes, se corre el riesgo de no formar ya creyentes y personas. No digo que no haya que comprometerse, sino que hay una deriva posible y, por tanto, una dimensión que no hay que olvidar y frente a la cual hemos de estar vigilantes. (Adolhe Gesché, La paradoja de la fe, Salamanca 2013; p.123-125)

[7]En los designios de Dios, cada hombre está llamado a desarrollarse, porque toda vida es una vocación. Desde su nacimiento, ha sido dado a todos como un germen, un conjunto de aptitudes y de cualidades para hacerlas fructificar: su floración, fruto de la educación recibida en el propio ambiente y del esfuerzo personal, permitirá a cada uno orientarse hacia el destino, que le ha sido propuesto por el Creador. Dotado de inteligencia y de libertad, el hombre es responsable de su crecimiento, lo mismo que de su salvación. Ayudado, y a veces es trabado, por los que lo educan y lo rodean, cada uno permanece siempre, sean los que sean los influjos que sobre él se ejercen, el artífice principal de su éxito o de su fracaso: por sólo el esfuerzo de su inteligencia y de su voluntad, cada hombre puede crecer en humanidad, valer más, ser más..

Por otra parte este crecimiento no es facultativo. De la misma manera que la creación entera está ordenada a su Creador, la creatura espiritual está obligada a orientar espontáneamente su vida hacia Dios, verdad primera y bien soberano. Resulta así que el crecimiento humano constituye como un resumen de nuestros deberes. Más aun, esta armonía de la naturaleza, enriquecida por el esfuerzo personal y responsable, está llamada a superarse a sí misma. Por su inserción en el Cristo vivo, el hombre tiene el camino abierto hacia un progreso nuevo, hacia un humanismo trascendental, que le da su mayor plenitud; tal es la finalidad suprema del desarrollo personal. (PP 15-16)

[8] «¿Podemos quedar al margen ante las perspectivas de un desequilibrio ecológico, que hace inhabitables y enemigas del hombre vastas áreas del planeta? ¿O ante los problemas de la paz, amenazada a menudo con la pesadilla de guerras catastróficas? ¿O frente al vilipendio de los derechos humanos fundamentales de tantas personas, especialmente de los niños? Muchas son las urgencias ante las cuales el espíritu cristiano no puede permanecer insensible.

Se debe prestar especial atención a algunos aspectos de la radicalidad evangélica que a menudo son menos comprendidos, hasta el punto de hacer impopular la intervención de la Iglesia, pero que no pueden por ello desaparecer de la agenda eclesial de la caridad. Me refiero al deber de comprometerse en la defensa del respeto a la vida de cada ser humano desde la concepción hasta su ocaso natural. Del mismo modo, el servicio al hombre nos obliga a proclamar, oportuna e importunamente, que cuantos se valen de las nuevas potencialidades de la ciencia, especialmente en el terreno de las biotecnologías, nunca han de ignorar las exigencias fundamentales de la ética, apelando tal vez a una discutible solidaridad que acaba por discriminar entre vida y vida, con el desprecio de la dignidad propia de cada ser humano.

Para la eficacia del testimonio cristiano, especialmente en estos campos delicados y controvertidos, es importante hacer un gran esfuerzo para explicar adecuadamente los motivos de las posiciones de la Iglesia, subrayando sobre todo que no se trata de imponer a los no creyentes una perspectiva de fe, sino de interpretar y defender los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano. La caridad se convertirá entonces necesariamente en servicio a la cultura, a la política, a la economía, a la familia, para que en todas partes se respeten los principios fundamentales, de los que depende el destino del ser humano y el futuro de la civilización.

Obviamente todo esto tiene que realizarse con un estilo específicamente cristiano: deben ser sobre todo los laicos, en virtud de su propia vocación, quienes se hagan presentes en estas tareas, sin ceder nunca a la tentación de reducir las comunidades cristianas a agencias sociales. En particular, la relación con la sociedad civil tendrá que configurarse de tal modo que respete la autonomía y las competencias de esta última, según las enseñanzas propuestas por la doctrina social de la Iglesia.

Es notorio el esfuerzo que el Magisterio eclesial ha realizado, sobre todo en el siglo XX, para interpretar la realidad social a la luz del Evangelio y ofrecer de modo cada vez más puntual y orgánico su propia contribución a la solución de la cuestión social, que ha llegado a ser ya una cuestión planetaria.

Esta vertiente ético-social se propone como una dimensión imprescindible del testimonio cristiano. Se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad, ni con la lógica de la Encarnación y, en definitiva, con la misma tensión escatológica del cristianismo. Si esta última nos hace conscientes del carácter relativo de la historia, no nos exime en ningún modo del deber de construirla. Es muy actual a este respecto la enseñanza del Concilio Vaticano II: « El mensaje cristiano, no aparta los hombres de la tarea de la construcción el mundo, ni les impulsa a despreocuparse del bien de sus semejantes, sino que les obliga más a llevar a cabo esto como un deber (GS 32)».  (NMI 51-52)

[9]. A partir de la comunión intraeclesial, la caridad se abre por su naturaleza al servicio universal, proyectándonos hacia la práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano. Éste es un ámbito que caracteriza de manera decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial y la programación pastoral. El siglo y el milenio que comienzan tendrán que ver todavía, y es de desear que lo vean de modo palpable, a qué grado de entrega puede llegar la caridad hacia los más pobres. Si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse: « He tenido hambre y me habéis dado de comer, he tenido sed y me habéis dado que beber; fui forastero y me habéis hospedado; desnudo y me habéis vestido, enfermo y me habéis visitado, encarcelado y habéis venido a verme » (Mt 25,35-36). Esta página no es una simple invitación a la caridad: es una página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo. Sobre esta página, la Iglesia comprueba su fidelidad como Esposa de Cristo, no menos que sobre el ámbito de la ortodoxia.

No debe olvidarse, ciertamente, que nadie puede ser excluido de nuestro amor, desde el momento que « con la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a cada hombre ». Ateniéndonos a las indiscutibles palabras del Evangelio, en la persona de los pobres hay una presencia especial suya, que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos. Mediante esta opción, se testimonia el estilo del amor de Dios, su providencia, su misericordia y, de alguna manera, se siembran todavía en la historia aquellas semillas del Reino de Dios que Jesús mismo dejó en su vida terrena atendiendo a cuantos recurrían a Él para toda clase de necesidades espirituales y materiales.

En efecto, son muchas en nuestro tiempo las necesidades que interpelan la sensibilidad cristiana. Nuestro mundo empieza el nuevo milenio cargado de las contradicciones de un crecimiento económico, cultural, tecnológico, que ofrece a pocos afortunados grandes posibilidades, dejando no sólo a millones y millones de personas al margen del progreso, sino a vivir en condiciones de vida muy por debajo del mínimo requerido por la dignidad humana. ¿Cómo es posible que, en nuestro tiempo, haya todavía quien se muere de hambre; quién está condenado al analfabetismo; quién carece de la asistencia médica más elemental; quién no tiene techo donde cobijarse?

El panorama de la pobreza puede extenderse indefinidamente, si a las antiguas añadimos las nuevas pobrezas, que afectan a menudo a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos, pero expuestos a la desesperación del sin sentido, a la insidia de la droga, al abandono en la edad avanzada o en la enfermedad, a la marginación o a la discriminación social. El cristiano, que se asoma a este panorama, debe aprender a hacer su acto de fe en Cristo interpretando el llamamiento que él dirige desde este mundo de la pobreza. Se trata de continuar una tradición de caridad que ya ha tenido muchísimas manifestaciones en los dos milenios pasados, pero que hoy quizás requiere mayor creatividad. Es la hora de un nueva « imaginación de la caridad », que promueva no tanto y no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno.

Por eso tenemos que actuar de tal manera que los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como « en su casa ». ¿No sería este estilo la más grande y eficaz presentación de la buena nueva del Reino? Sin esta forma de evangelización, llevada a cabo mediante la caridad y el testimonio de la pobreza cristiana, el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día. La caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras. (NMI 49-50)