Vida Álvarez y Luis Núñez. 25 agosto 2020
El verano avanza, también el calor, con la persistencia del coronavirus, y el encuentro con las personas del barrio es más puntual y esporádico. Hoy, sin embargo, nos hemos dispuesto para salir con oídos de discípulos, para escuchar como escuchan los discípulos, aprender de nuestros vecinos a dar la vida, y a entregarla día a día.
Una señora mayor, conocida de muchos años, nos comenta que su vida ha cambiado desde que murió su marido. Lo cuidó con esmero, estuvo siempre pendiente de él, era lo que tenía que hacer y lo realizó con paciencia, con fortaleza y poniendo siempre buena cara en los momentos difíciles que fueron muchos. Era su vida y ahora le falta lo más preciado para ella. Este hecho nos hace recordar y actualiza otros hechos de vida, otras historias de amor y de entrega incondicional.
Llamamos a Juan, también mayor, que perdió a su mujer hace unos años. La sigue echando mucho de menos. "Íbamos los dos con calcetines cuando nos hicimos novios". Toda una vida juntos. Mari y Juan eran conocidos por todos los vecinos del barrio, ayudaron a muchos y siempre estaban dispuestos a hacerlo y a echar una mano en lo que hiciera falta. Hablar de uno de ellos era hablar de los dos a la vez. "Mi reina, mi Juan" así se llamaban y así les conocíamos.
"Eso es amor", decía otra señora a sus hijos en unos momentos de fuerte tensión. Cuidó de su marido más de veinte años. Menos andar, que sí podía, lo demás había que hacérselo todo y estar con él para todo, de noche y de día. Muchas noches las pasó en blanco y los días sin parar también pendiente de él.
El marido tiene cáncer, pero últimamente estaba controlado y "muy decente", nos dice la mujer. Pero el cáncer se ha reactivado y tiene que volver al fuerte tratamiento que tenía. El marido se encuentra ingresado en el hospital, porque está muy bajo de defensas y no le pueden poner el tratamiento adecuado. Ella no puede estar con él para atenderle como siempre lo ha hecho por causa del covid-19. Su vida se va gastando lejos de su marido. Los veíamos juntos, contentos y bastante satisfechos de cómo iban las cosas; ahora sufre la separación, su marido la necesita y no puede atenderlo.
El Chito, a causa de las drogas, consumo y tráfico, ha pasado largas temporadas en prisión. Salía, volvía a las andadas y vuelta a prisión. Su madre no ha podido nunca "hacer carrera de él". Él le saca todo lo que puede y anda pidiendo a todo el que encuentra para "ponerse", beber y fumar. Su madre iba todas las semanas a verlo a la prisión y le dejaba algo de dinero en el "peculio", "es que allí tiene sus gastos", decía. Ahora que por fin anda por el barrio, su madre, con escasos recursos económicos, le sigue atendiendo y acogiendo en su casa: "¿qué voy a hacer? es mi hijo y ¿cómo lo voy a echar de casa?". Y esta madre cada vez va a menos, se le nota día a día y gasta su vida, sin esperar nada a cambio, en esta vida que su hijo tira por la borda.
La historia del Chito y de su familia es una larga y repetida historia en nuestro barrio, de familias destrozadas por las drogas, separaciones, matrimonios rotos, cárceles... también de una larga y repetida historia de abnegación, de luchas de madres contra las drogas, de gastar la vida para tratar de recuperar vidas maltrechas y rotas. Junto a estas historias están las historias de familias y de matrimonios que han apostado juntos por la vida y por hacer frente al infortunio, al sufrimiento y a las enfermedades.
Sabemos de estas historias cercanas, conocemos a las personas, compartimos su dolor y sus angustias y nos unimos a su silencio con un respeto profundo, dejando que cale en nosotros la compasión y que se active la misericordia, para que no les falte nuestra ayuda, nuestro apoyo y nuestro compromiso activo y sincero.
Desde estos hechos y desde la situación de sufrimiento y de donación de la vida, miramos y contemplamos a Jesucristo y aprendemos de él a mirar estas vidas y a contemplar en ellas los sentimientos, las actitudes y la forma de donar la vida de nuestro único Señor y Maestro.
"Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único" (Jn 3,16). Es la donación total del Padre en el Hijo amado, Palabra de Dios, Verbo encarnado, que en la encarnación se hace uno de los nuestros, para vivir nuestra vida entregándola sin reservas, hasta el final. Pasó haciendo el bien, curando toda dolencia y enfermedad del pueblo, anunciando y proclamando con ello y con su palabra que el reino de Dios ya está aquí.
Estuvo con el pueblo pobre y olvidado en el silencio y en la vida oculta de Nazaret; y por los pueblos y aldeas caminó sin descanso al encuentro de sus vecinos, tomando sobre sí mismo sus flaquezas y cargando con sus enfermedades, cumpliendo de esta manera lo anunciado por el profeta Isaías (Mt 8,17). Era tanta la necesidad del pueblo que empleaba todo su tiempo para acompañarle, sanarle y enseñarle, tanto que no le quedaba tiempo para comer, “Para esto he venido” (Mc 1,38). El origen y la fuente de esta donación está en el Dios amor que nos cuida y nos protege y que con total gratuidad y generosidad se nos entrega en Jesucristo. Un amor que se realiza en el servicio y en dar la vida sin esperar nada a cambio.
Jesús había amado a los suyos hasta el final y, sabiendo que había llegado su hora, en una cena con sus discípulos, con un gesto les dejó un signo de ese amor: se puso a lavarles los pies. “¿Comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros?... Os he dado ejemplo, para que hagáis lo que yo he hecho con vosotros” (Jn 13,1-15). El Maestro y el Señor nos ha dado ejemplo, un ejemplo que se actualiza hoy y aquí entre nosotros, en las vidas de nuestros vecinos, de las mujeres y de los hombres con los que convivimos a diario. Ellos son también nuestros maestros en el silencio y lo oculto de sus vidas. Servir para que otros puedan tener vida. Servir porque eso es lo que aprendemos de Jesucristo. Servir porque es lo que tenemos que hacer siguiendo al Siervo Jesucristo. Servir porque “eso es amor”.
Gastar la vida y desgastarse en el ejercicio de darla a diario y en todo momento. Es la experiencia de San Pablo con los corintios que no sólo no ha sido una carga para ellos, sino que se les ha entregado entera y generosamente para que tengan vida en Cristo: “Así gustosamente me gastaré y me desgastaré por vosotros” (2Cor 12,14-15). Y la causa es el amor, les ama porque su vida está cimentada en el amor de Jesucristo.
Jesús, en la cena de despedida con sus discípulos, nos enseña a amar sirviendo, haciéndose último en la figura del criado siervo, y como último gesto de amor, se da él mismo en el pan y en el vino: Tomad y comed, tomad y bebed. Es la donación total antes de entregar el espíritu en la cruz.
Jesucristo se nos entrega en la humildad del pan y en la generosidad del vino. Así el pan y el vino son sacramento de nuestra fe, signo sacramental de su entrega, de la donación total de su vida y de su presencia permanente entre nosotros: “Haced esto en memoria mía”; “Siempre que comáis de este pan y bebáis de este cáliz anunciaréis la muerte del Señor hasta que él venga” (1Cor 11,24-26).
Dar la vida y entregarla por amor es la realización de la donación de uno mismo para que otros tengan vida, para que otros puedan vivir dignamente; es compartir la vida soportando las cargas y los sufrimientos de quienes las tienen y los padecen. Miramos de nuevo al Siervo Jesús y le contemplamos “llevando nuestros dolores y soportando nuestros sufrimientos”, tanto que ha perdido su lozanía y su buena presencia (Is 53,2-4).
Entregar la vida tiene sus costes y sus consecuencias: cambia la forma de sentir, de pensar, de vivir y de actuar de la persona y la desgasta. Lo hemos ido viendo en las personas con las que nos relacionamos y de las que conocemos su situación. El deterioro físico resulta evidente y rápidamente se manifiesta en ellas lo que les preocupa y ocupa. En ellas contemplamos al Siervo sufriente, con admiración, con respeto, dejándonos seducir por la grandeza de dar y de entrega la vida en la debilidad, en la humildad, en la sencillez y en la pobreza. En ellas se manifiesta la pasión de Cristo y sus sufrimientos nos muestran el dolor del mundo y los gritos silenciosos de los pobres vividos y asumidos por el crucificado.
Contemplando a Jesucristo, la experiencia de donación y de sufrimiento de nuestro pueblo nos invita a dejarnos seducir también por la experiencia del apóstol Pablo: "Pienso que nada vale la pena si se compara con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas las cosas... De esta manera conoceré a Cristo y experimentaré el poder de su resurrección y compartiré sus padecimientos y moriré su muerte" (Flp 3,8-10). La cruz, la donación de la vida, es permanente. Las experiencias de tantas mujeres y tantos hombres y de muchas familias es que ni siquiera les queda tiempo para dormir. Este sufrimiento ha cambiado sus vidas; en ellos se ha ido asentando la paciencia, la humildad en la debilidad, la fortaleza en la fragilidad y el amor gratuito y generoso. "El Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de todo consuelo, es el que nos conforta en todas nuestras tribulaciones, para que, gracias al consuelo que recibimos de él, podamos nosotros consolar a todos los que se encuentran atribulados". Concluye el apóstol Pablo afirmando que, en los sufrimientos con Cristo, es Cristo quien nos llena de consuelo (2Cor 1,3-5).
"Amaos los unos a los otros. Como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros" (Jn 13,34). Es el mandamiento nuevo del amor; un amor que se manifiesta en dar la vida, en entregarla, para que otros la puedan tener, la puedan vivir. El encuentro con el Resucitado se realiza en los caminos de nuestras Galileas, en el encuentro con las mujeres y con los hombres de aquí y de ahora, en el compartir la vida, y aprendiendo de ellos a vivirla y a entregarla gratuita y generosamente.
Gracias, Señor Jesús, por este regalo de tu presencia y de tu amor. Gracias por manifestarnos en la vida de estos hermanos y hermanas pequeños y de poner a nuestro alcance en ellos la ternura y el amor del Padre. Señor Jesús, hacemos nuestra la plegaria de la mujer cananea: "Señor, socórreme" (Mt 15,25). Socórrenos para no desfallecer ante el dolor y el sufrimiento. Gracias, Padre Dios, por tantas vidas entregadas y ocultas en el silencio; bendícelas, cuídalas y protégelas.
Vida Álvarez y Luis Núñez. Madrid.