EL REINO DE DIOS ES LA TAREA DEL CREYENTE
“La fe que no tiene obras, por sí sola está muerta” (Sant 2,14-18). Además, para que esa fe no se vacíe de contenido y sea correctamente entendida, necesitamos responder con frecuencia la pregunta que Jesús hace a sus discípulos “¿quién decís que soy yo?” (Mc 8,27-35). Ni el mismo Jesús se libra de hacerse esa misma pregunta porque es vital y conecta con lo más profundo de la persona. Además, la respuesta no se puede hacer esperar porque en ella nos jugamos el sentido de la vida y la orientación que a ella queremos dar.
Necesitamos clarificar nuestra fe y la misión, igual que Jesús necesitó aclarar, poco a poco, su misión, así como tener que redefinirla constantemente. Son las crisis vitales a las que continuamente nos enfrentamos, máxime cuando nos parece que las cosas no van bien o no van como estaban previstas.
Ahora toca redefinir el estilo de Mesías que Jesús ofrece con su persona y su forma de actuar porque parece que los discípulos y el resto de la gente, no se enteran. Es la “crisis de Galilea”. ¡Cómo iba a ser posible que aquél “que pasó haciendo el bien y curando toda dolencia y enfermedad” (Hch 10,38) tuviera que padecer mucho hasta morir en una cruz! ¡Qué locura y necedad! Esto no hay quien lo entienda y lo acepte, no puede ser posible, humanamente no se puede aceptar. Sin embargo, este ha sido el camino elegido por Jesús para mostrarnos el Reino de Dios. Estamos en el centro del Evangelio de Marcos, porque esta misma pregunta que el evangelista lanza a sus lectores es la que él intenta responder relatando lo que Jesús hizo y dijo: ¿quién es Jesús y en qué consiste ser su discípulo?
“Jesús ha dado un sentido nuevo al camino del seguimiento. A partir de ahora sabemos, como Pedro, que seguirle no es sólo adherirse a un proyecto sino, sobre todo, identificarse con Él llegando, si es preciso, hasta la cruz” (La Casa de la Biblia). Nos adherimos a una persona y no a unas leyes o normas, lo que supone mantener, por encima de todo, la fidelidad.
El profeta Isaías nos describe la misión del Siervo de Dios e insiste en la fidelidad a la tarea encomendada a pesar de las dificultades y sufrimientos. “El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes” (Is 50,5-9a).
El Salmo 114 nos invita a caminar en presencia del Señor que escucha nuestra voz suplicante. Y el apóstol Santiago (2,14-18) nos dice que las obras son la manifestación adecuada de la fe que encuentra en el amor su expresión más adecuada. Más claramente, creer es aceptar un compromiso vital que lleva a dar incluso la vida por seguir al Señor. “El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Esto no lo podían entender los discípulos de Jesús y creo que, muchos creyentes de hoy, tampoco. Por eso, intentamos dulcificar y adornar la cruz, espiritualizarla, integrarla, quitarle dureza y vaciarla de contenido. Sin embargo, Jesús, el auténtico Mesías –no el Mesías poderoso que el pueblo judío esperaba- se sitúa siempre junto a los crucificados de la historia, entre los que se pierden y no cuentan. Nos guste o no nos guste, ahí está el Mesías el “Hijo del Hombre”. Esto supuso crisis en el mismo Jesús, en los discípulos y en todos los creyentes de todos los tiempos y, por supuesto, también entre nosotros cada día. Sólo nos corresponde optar y actuar.
No pueden darnos miedo las crisis, porque son necesarias para el crecimiento a todos los niveles. Si no se resuelven o no se afrontan con entereza, se “enquistan” y trastocan toda la vida, también la vida de fe, la vida del seguidor de Jesús en una Iglesia concreta y en un momento concreto.
José Mª Tortosa Alarcón. Presbítero en la Diócesis de Guadix-Baza
PREGUNTAS:
- ¿Quién es Jesús para mí? ¿Qué arriesgo por seguirle?
- ¿Merece la pena mi forma de vivir la fe?
- ¿Qué momentos o experiencias vitales han marcado mi vida de fe?